MÁS ALLÁ DEL CORAZÓN © 5 SAGA...

By MaribelDazGonzlez

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En un mundo dominado por hombres, Irene se alzará contra su propio destino y tomará la peor decisión de su vi... More

Personajes
Prólogo
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10: Un nuevo comienzo.
Capítulo 11: Celos.
Capítulo 12: La fiesta
Capítulo 13: La competencia.
Capítulo 14: Crisis.
Capítulo 15: Separación.
Capítulo 16: El viaje.
Capítulo 17: El encuentro.
Capítulo 18: Más allá del corazón.

Capítulo 1

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By MaribelDazGonzlez

Clemente observó la reacción de su hermana. Estaba tan sorprendida como él, pero lo más extraño, era la poca delicadeza que mostraba Petronio tras la muerte de Lucio. Aquello, le llamó la atención; actuaba como si se hubiese muerto un perro. No había duda que la muerte de su hermano, no le había supuesto una gran pérdida.

—Estás confundido, Petronio. Yo de ti, lo dejaría estar —le aconsejó Clemente.

—¡Jamás me casaré contigo! —volvió a reafirmar Irene convencida de que aquel hombre jamás se convertiría en su esposo. Le daba miedo.

Sin quitar la vista de encima a su propia esposa, Clemente la observó avanzar hacia su hermana. Paulina defendía con uñas y dientes a los que consideraba como suyos e Irene era como su propia hermana. Así que, colocándose junto a ella, Paulina miró de malos modos al hermano de su difunto cuñado, apoyando con su presencia la afirmación de Irene. Si Petronio tuviese algo de inteligencia, jamás se le hubiese ocurrido soltar semejante agravio en presencia de las dos mujeres, porque si había algo realmente estúpido, no era enfurecer a una mujer, sino a dos y encima a su propia esposa. Clemente intentó ocultar la sonrisa que apenas podía disimular. Que su mujer interviniese, era lo peor que podría pasarle al estúpido de Petronio.

—Lo acompañaré hasta la puerta —aseguró Paulina determinada a echar a Petronio de su casa.

En ese instante, el hombre se fijó en la impresionante mujer del senador Clemente. Con un cuerpo hecho por los mismos dioses y un carácter fuerte e indomable, se imaginó que debería ser tan apasionada en la cama como imprudente. Se lamentó no poder poseer una hembra como esa, domarla en su lecho, debía ser tan gratificante como beber un buen vino. Tendría que conformarse con las migajas de su hermano.

—¿Desde cuando una mujer puede opinar?

—Estás jugando con fuego, Petronio. Yo de ti, no ofendería a mi esposa —le advirtió Clemente—. Paulina no necesita ningún permiso para hablar y tampoco destaca por tener paciencia.

Paulina se contuvo de hacer lo que le apetecía, tuvo que enclavijar los dientes en vez de estampar su puño en la cara del imbécil que tenía enfrente.

—Estás obligada a desposarte conmigo —volvió a insistir Clemente centrando la mirada en Irene.

—Y eso... ¿dónde está escrito? —preguntó Paulina realmente enfadada.

Clemente empezó a acercarse a su esposa, conocía a Paulina y sabía de lo que era capaz. Su mujer no había perdido ni un ápice de su apasionado carácter cuando se enfadaba.

—Con la muerte de mi hermano, mi sobrino no puede ser el nuevo pater familias dada su edad, me veo obligado a considerar la adrogatio, querida cuñada. Adoptaré a mis dos sobrinos —dijo Petronio cogiendo de malos modos el brazo de Irene, haciéndole daño.

Sin embargo, sin que nadie advirtiese de dónde lo había sacado, Paulina puso un pequeño puñal debajo del cuello de Petronio y con una calma fría, le dijo:

—Suéltala, o te rajo el cuello aquí mismo.

—¡Paulina! —exclamó Clemente intentando detener a su esposa, antes de que aquello llegase a mayores.

La impotencia y la rabia asomó a los ojos de Petronio. Una simple mujer le había ganado la batalla. Podía sentir el filo del arma en su cuello.

El gemido de miedo y dolor de Irene se escuchó entre la tensión existente.

—¡Suelta a mi hermana! ¡Ahora mismo! —gritó Clemente agarrando a Petronio de la túnica que llevaba, a la vez que intentaba agarrar con firmeza la muñeca de su esposa para que no le abriera la garganta a aquel estúpido.

Durante unos segundos, Petronio sopesó sus posibilidades y cuando se vio acorralado, soltó el brazo de Irene, empujándola hacia atrás. La daga desapareció del cuello de Petronio y Paulina ayudó a su cuñada sin dejar de vigilar al desgraciado que tenía delante.

—No pienses que mis sobrinos y mi hermana van a depender de ti. ¡Vete y no vuelvas nunca más!

—Acudiré al emperador si es necesario.

—Acude a quien te de la gana, pero mi familia se quedará aquí.

—También son mi familia —dijo evidentemente molesto Petronio.

—No voy a discutir eso contigo. Vete de mi casa y si sabes lo que te conviene, olvídate de mi hermana —le ordenó Clemente, interponiéndose entre el bastardo y las dos mujeres.

La respiración acelerada y la mirada de ira de Petronio no pasó desapercibida para las tres personas que lo observaban atentamente. Así que cuando comprobó que no conseguiría nada, se marchó con paso airado, lanzando amenazas e improperios.

—¡Menudo imbécil! —exclamó Paulina.

Irene estaba tan asustada que cuando se aseguró que su cuñado se había marchado, se echó a llorar embargada por la preocupación. Paulina la abrazó intentando consolarla.

—¡Irene! ¡No llores!

—Me aseguraré de que no le vuelven a permitir el paso —dijo Clemente contrariado.

Paulina miró de reojo a su esposo.

—Debiste dejarme que le cortase el cuello a ese cerdo. Hubiésemos acabado con el problema al instante.

En ese momento, el llanto de Irene se volvió más fuerte.

—¡Qué va a ser de nosotros! No quiero casarme con el hermano de Lucio. ¿Habéis visto cómo me ha tratado?

—¡Y no lo harás! —le aseguró Clemente—. No tiene ningún derecho sobre ti.

—¿Y sobre mi hijo? —preguntó Irene a su hermano.

—Yo me aseguraré que no lo tenga —contestó Clemente.

—¿Y cómo lo vas a impedir? —preguntó Paulina inquieta por todo aquello.

—Solicitaré audiencia con el emperador. ¡Me escuchará!

—Pero el derecho le asiste... —contestó Irene entre lágrimas.

—¡Ya lo veremos! Apelaré a Domiciano para que os quedéis bajo mi cuidado.

Ninguna de las dos mujeres pudo seguir hablando. Se quedaron calladas pensando en lo ocurrido.

—Y si eso no funciona... no te preocupes cuñada, que ya me encargo yo de eliminar al bastardo ese —aseguró Paulina con un brillo especial en los ojos.

—¿Has visto que esposa más sanguinaria tengo? —le preguntó Clemente a su hermana, quitándole hierro al asunto, intentando que olvidase lo sucedido.

—¡Desearía ser como ella! —aseguró Irene sonriéndole a su cuñada.

Paulina sonrió ante el deseo de su cuñada.

—Eres demasiado bondadosa pero no te preocupes, tienes quién te defienda. ¿Verdad que sí, esposo?

Clemente asintió ante la afirmación de su mujer.


Paulo observaba con asombro todo lo que le rodeaba. No esperaba encontrarse una ciudad tan abarrotada. Llevaba dos día en Roma y no había hecho más que ver gente por todos lados. Esperaba encontrarse una ciudad con mucha vida, pero la realidad superaba a su imaginación. No había visto nunca un lugar tan poblado como aquel.

Después de dar vueltas y vueltas, había conseguido encontrar la domus de Clemente, gracias a un senador con el que se había tropezado y que le había dado referencias sobre donde podían vivir Clemente y Paulina.

Este era el viaje que le quedaba por hacer en su vida: ver a sus amigos por última vez. Acababa de cumplir su periodo obligatorio en el ejército y necesitaba regresar a casa, había llegado el momento del descanso del guerrero. Estaba harto de tantas batallas; de luchar en guerras que no eran la suya; de ir de un lugar para otro sin saber si llegaría a ver otro amanecer.

Tenía ahorrado el suficiente dinero para comprarse una pequeña casa y vivir sin penurias. Y quizás, con un poco de suerte, podría encontrar a una mujer que le acompañase en sus últimos años. Por su lecho, habían pasado infinidad de mujeres y no había echado en falta la presencia de una esposa. Aunque pensándolo bien, tampoco encontró la adecuada. Esa mujer que lo hiciese vibrar, por la que bebiese los vientos y estuviese dispuesto a dejarlo todo con tal de estar a su lado. No supo nunca lo que era estar enamorado y ya no esperaba que tal cosa ocurriese. Siempre fue demasiado práctico. Sin saber en qué momento caería su gladius, no quería dejar a una viuda y a sus hijos abandonados a su suerte. Así que volver a Baelo Claudia y vivir acompañado de sus seres queridos era lo único a lo que aspiraba. Eso sí, no sin antes ver a Clemente y Paulina.

Al llegar a una calle, Paulo miró la domus que había en uno de los laterales y se dio cuenta de que había llegado a su destino. No había querido avisar a Clemente ni a Paulina de su llegada, prefería tenerlos de frente y verles la cara de sorpresa después de tanto tiempo. Así que nervioso, tocó en la puerta y esperó a que le abriesen.


En ese instante, Paulina y Clemente estaban preocupados por la situación que se les avecinaba. Habían recibido una orden del emperador, donde se les citaba para el día siguiente.

—¡No quiero ir! —dijo Irene nerviosa.

—Irene, el mismo emperador nos ha convocado.

—¿Y si me indispongo? —preguntó la mujer intentando hallar una excusa.

—Sabes que tarde o temprano, tendrás que enfrentarte a Petronio.

—Hay que acabar con esto de una vez. No puedes vivir con ese desasosiego. Tus hijos te notan nerviosa y no se separan de ti, ni siquiera mis hijos consiguen que se distraigan. Desde la muerte de su padre, ni coméis, ni dormís bien. Y no quiero que os enferméis.

Irene se echó a llorar sin poder remediarlo.

—No puedo evitarlo, Clemente.

—Ya lo sé, pero por ellos, tienes que disimular.

Paulina apiadándose de su cuñada, se sentó a su lado.

—Tu hermano lleva razón. No puedes evitar a tu cuñado eternamente y los niños, necesitan verte bien.

—¿Y qué hago, Paulina? ¿Y si el emperador me obliga a casarme con mi cuñado?

—Te olvidas que tienes a tu hermano de tu lado.

—Pero a veces, eso no es suficiente.

—Irene... —dijo de pronto Clemente—. Déjame a mí este asunto y no te preocupes más.

Irene miró a su hermano y asintió.

—Está bien, haré lo que digáis. Mañana, iremos a palacio.

Clemente se acercó hasta Irene y cogiéndole de las manos, le dijo:

—Confía en mí, arreglaremos este asunto. Ya verás.

—Confío en ti, hermano. En quien no confío, es en mi cuñado.

—No pienses más en él —le ordenó Clemente a su hermana—. ¿Y Livia? —preguntó Clemente por su hermana pequeña.

—Con los niños —contestó Paulina.

—Menos mal que Livia los tiene distraídos. ¡Es la hora de comer! ¿Vamos a por ellos? —preguntó Clemente intentando que su hermana no siguiera dándole vueltas a la cabeza. Él mismo, estaba también preocupado, pero debía mostrarse optimista si quería que su hermana no se hundiera más en el pozo de la preocupación.

—Iré a por ellos —dijo Irene cabizbaja, saliendo de inmediato de la sala.

Tanto Clemente, como Paulina, la observaron salir, impotentes de no poder hacer nada más.

—No sé qué decirle para tranquilizarla —dijo Paulina.

—Ni yo tampoco.

—¿Señor? —dijo de pronto uno de los esclavos entrando en el salón.

—¿Si...? —preguntó Clemente al hombre.

—Acaba de llegar un soldado preguntando por el señor.

—¿Un soldado? —preguntó Clemente.

—Sí, señor.

—¿Y ha dicho su nombre?

—No, señor.

—¿Y por qué no lo habéis hecho pasar?

—Porque ha dicho que prefiere que salga usted a recibirlo.

—¡Qué cosa más extraña! —dijo Paulina mirando con detenimiento al sirviente.

—¿Qué salga yo a recibirlo? —volvió a preguntar Clemente frunciendo el ceño.

—Sí, señor. ¿Lo hago pasar?

—No, saldré yo, ya que se empeña.

—¿Y qué aspecto tiene? —preguntó Paulina extrañada.

—Es un soldado, señora.

—Ya lo sé, Aquila. ¡Pero dime algo más! —dijo Paulina perdiendo los nervios.

—Tiene un acento raro... —dijo de pronto el esclavo dándose cuenta de su forma de hablar.

—¿Raro...? —dijo Paulina yendo tras su marido.

—Sí, señora. Parece hispano.

Al escuchar eso, Paulina se dio prisa en seguir a Clemente. Ellos conocían a muy pocos hispanos en Roma.


Mientras Paulo admiraba el atrio, una mujer apareció de pronto pero iba tan despistada que ni siquiera se percató de su presencia en la puerta. Y tal como había entrado por uno de los laterales, se encaminó hacia otra de las puertas. Por su cara, debía de pasarle algo porque le había parecido ver que iba llorando. De pronto, el ruido de unos pasos le indicaron que alguien se aproximaba y olvidándose de la mujer, Paulo vio aparecer a Clemente y a Paulina.

—¡Paulo! —exclamó Paulina gritando cuando reconoció a su amigo.

Paulo se emocionó al ver a sus amigos después de todos aquellos años. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro y empezó a avanzar hacia ellos.

Paulina echó a correr y sin pensarlo, se abrazó a Paulo mientras gritaba entusiasmada el nombre de su amigo. Clemente no pudo evitar contagiarse de la alegría de su esposa. Paulo había sido su gran amigo.

Dejándose abrazar por su amiga, Paulo se preocupó un poco por si la efusividad femenina molestaba a su esposo. Sin embargo, por encima del hombro de la mujer, los dos hombres se observaron y sonrieron, mientras Paulina no dejaba de vociferar el nombre de Paulo.

—¡Paulo! ¡Por los dioses! ¿Qué haces aquí?

—¿Qué va a pensar tu marido, Paulina? —le preguntó Paulo separándose un poco de la mujer.

—Su marido ya está acostumbrado a sus muestras de cariño. No te preocupes Paulo —contestó Clemente.

—Veo que no has conseguido cambiarla —dijo Paulo separándose poco a poco de la mujer para darle un abrazo a Clemente.

Mientras Clemente se adelantaba para saludarlo, le respondió sonriendo:

—Ni se me ocurriría, su espontaneidad es lo que más me gusta de ella.

Ambos hombres se fundieron en un gran abrazo, dándose fuertes palmadas en la espalda.

—¡Qué alegría verte, Paulo! Ha pasado mucho tiempo...

—Demasiado... —contestó Paulo.

Observándolo detenidamente, Paulo reparó en la vestimenta de senador.

—Ahora debo llamarte senador Clemente...

—Para ti, Clemente. No hace falta tanta ceremonia.

—Sí, sólo falta que tú se lo recuerdes también... —añadió Paulina—. ¿Pero cómo que estás aquí? ¿Por qué no avisaste de tu llegada? Hubiéramos salido a recibirte —le dijo Paulina con un falso tono de reproche.

—¿Y perderme vuestras caras? Prefería daros una sorpresa —aseguró Paulo fijándose en el cambio físico de ambos. Los años habían pasado y se notaba en el rostro de todos.

—¡Qué cambiados estáis! —exclamó Paulo—. No sabía cómo os iba a encontrar.

—Los años no pasan en balde, amigo mío —dijo Clemente.

—No, aunque a vosotros, os ha tratado bien. Imagino que será la buena vida... —sugirió Paulo en tono de broma.

—Algún privilegio tenía que tener vivir aquí. Aunque te confieso, que hubiese preferido llevar a mi familia a Hispania.

—¡Tu familia! —exclamó Paulo—. ¿Cuántos hijos tenéis?

—Dos... —respondió Paulina orgullosa—. Mi hijo Clemente y mi hija Gala.

—¡Vaya! —dijo Paulo contento—. Estoy deseando conocerlos.

—¡En seguida los conocerás! En cuanto entremos... —dijo Clemente—. Pero, por favor... ¡qué mal anfitriones somos! Debes estar cansado del viaje y te tenemos aquí de pie...

—No te preocupes, no estoy cansado —aseguró Paulo.

—¿Y qué te ha hecho venir ahora? —preguntó Paulina emocionada agarrándose al brazo de su amigo.

—Acabé mi servicio en la legión. Vuelvo a casa y deseaba veros antes de establecerme.

—Has hecho bien. ¿Te ayudo? —preguntó Clemente cogiendo lo que Paulo traía.

—No, no te molestes. Puedo con ello —dijo Paulo apurado porque Clemente le llevara sus pertenencias.

—No es ninguna molestia... —aseguró Clemente mostrándole el camino—. Pasa, estás en tu casa.

—Gracias, Clemente.


Irene se dirigía con sus hijos y su hermana Livia al triclinio cuando escuchó las carcajadas de Paulina y la voz de un desconocido. Las dos hermanas se miraron extrañadas. Desde la muerte de su esposo, Irene solía encontrarse incómoda entre gente desconocida. Hubo un momento en el que disfrutaba y le apetecía la vida social, ya que Lucio le otorgaba la seguridad y la confianza que a ella le faltaba. Desde su muerte, rehuía cualquier contacto social.

—No te preocupes. No pasa nada... —le advirtió Livia que la conocía bastante bien.

Cuando entraron al gran salón, ambas hermanas observaron a un soldado que permanecía de pie junto a su hermano y su cuñada. Las mujeres se detuvieron dudando en si entrar o no.

Clemente vio a sus hermanas, adivinó lo que les ocurría.

—Pasar, tengo que presentaros a un amigo.

Paulo se giró y volviéndose, miró de frente al pequeño grupo. Ambas mujeres se parecían y lo miraban con recelo. Reconoció el rostro de la mujer que había visto al llegar. Unas marcadas ojeras bajo unos hermosos ojos marrones, captó su atención. La mujer tenía más o menos su edad, y tenía algo que lo atraía, quizás su apariencia desvalida, que le confería un aspecto delicado y frágil. A su lado, unos serios y asustadizos niños, se agarraban a la ropa de la madre mientras lo miraban casi con miedo.

—Irene, Livia... venid a conocer a Paulo. Os he hablado muchas veces de él... —añadió Paulina.

—¿El que estuvo en Emérita Augusta con vosotros? —preguntó Livia con curiosidad.

—El mismo —contestó Paulo sonriendo.

—Paulo, estas son mis hermanas Irene y Livia, y los pequeños son mis sobrinos, los hijos de mi hermana Irene.

—Me alegro de conocerlas —dijo Paulo haciendo el respectivo saludo.

La muchacha más joven, le saludó. Sin embargo, la mayor asintió con un gesto serio sin pronunciar palabra.

Irene miró con atención al soldado y tuvo la sensación de hallarse en el borde de un precipicio. El hombre era sencillamente apuesto. En su pelo negro y anillado, asomaban las primeras canas reflejo de su edad. Con disimulo, lo observó rápidamente de arriba abajo y aunque debajo de la túnica, no podía adivinarse su cuerpo, Irene sabía que debía ser fuerte. Aquel hombre era un soldado hecho para la guerra. Era la persona más alta y corpulenta que había visto nunca y eso la puso nerviosa. Su mente se quedó en blanco y las palabras se quedaron atascadas en su garganta sin saber qué decir. Pero sin dejar de entrever, la deriva de sus pensamientos, inclinó la cabeza y lo saludó.

Paulina se quedó extrañada del raro comportamiento de su cuñada Irene. Parecía temer a Paulo.

—Irene, Paulo es un amigo. Solo ha venido a visitarnos, ¿es que temes algo?

—No..., claro que no. ¡Qué tontería! ¿Por qué habría de temer nada? Simplemente estoy un poco cansada. Si no os importa, no tengo hambre. Me retiraré a descansar...

—¡De eso nada! No puedes saltarte más comidas, Irene —dijo Clemente realmente preocupado por su hermana mayor—. Te vas a enfermar como sigas así.

Paulo observó a ambos hermanos y se dio cuenta de la tensión entre ambos.

—Quizás he llegado en mal momento... —dijo Paulo incómodo.

—No para nada, Paulo. Tu visita, es lo mejor que nos ha pasado en mucho tiempo. Ha surgido un problema familiar, pero mañana quedará resuelto —dijo Clemente dirigiendo la mirada hacia su hermana.

A Irene se le hizo un nudo en la garganta, deseando salir de allí pero su hijo Lucio, salvó la situación.

—¡Mamá! ¿Te vas a poner mala como papá?

—Por supuesto que no, cariño —se adelantó Paulina, tranquilizando a su sobrino—. ¡Venid, os llevaré con vuestros primos!

Cogiendo de la mano al pequeño, éste se mostró reticente en soltarse de la mano de su madre.

—No te preocupes, Paulina. Yo los llevo, vuelvo enseguida —dijo Irene recuperando un poco la serenidad.

—Está bien, como quieras —dijo Paulina mirando con cariño a su cuñada—. Te esperamos para comer.

—No, empezar sin mí. No tardo en volver.

Paulina asintió y Clemente no añadió nada más. A Paulo le extrañó mucho el comportamiento de la mujer.

—¿Ocurre algo, Clemente? Tengo la sensación de ser inoportuno —dijo Paulo nuevamente.

El senador se quedó mirando a su amigo y echándole el brazo sobre los hombros, le dijo:

—Ven, te lo contaré antes de que venga Irene. Ya que vas a pasar una temporada con nosotros, puedo contarte lo de mi hermana.

Las dos mujeres acompañaron a los hombres hacia los divanes, mientras escuchaban sin intervenir.

—¿A tu hermana?

—Sí, Irene enviudó reciéntemente y nos ha surgido un problema.

—Lamento la pérdida de tu cuñado —dijo en ese instante Paulo, comprendiendo las lágrimas de la mujer.

—Gracias, Paulo.

—Como te estaba diciendo nos ha surgido un problema...

—¿Y qué problema es?

—Que el hermano de mi cuñado quiere quedarse con mi hermana.

—¿Cómo que quedarse con tu hermana? —preguntó Paulo sin entender nada.

—Ha reclamado a mi hermana y a mis sobrinos...

—¿Pero eso puede suceder?

Clemente suspiró antes de contestar.

—Voy a intentar que no suceda, pero existe una mínima posibilidad. Todo depende del emperador.

—¿Y hace mucho que murió tu cuñado?

—No, apenas acabamos de enterrarlo. Ese sinvergüenza no ha respetado siquiera el periodo de luto para hacerse con todos los bienes de mi cuñado Lucio, incluida su familia.

—¿Pero eso lo puede hacer? —preguntó con interés Paulo.

—¡No, no lo va a hacer! Porque antes desaparezco y no me volvéis a ver jamás —respondió Irene desde el quicio de la puerta.


Nota histórica: Aprendamos algo de derecho romano.

La familia romana estaba conformada por dos clases de personas: las sui iuris, quienes eran libres del mandato de otros seres, con poder de decisión sobre sus actos; y las alieni iuris que eran personas sometidas al mandato de otras.

Adrogatio: en el derecho romano, es la forma de adopción por la cual un pater familias, por lo tanto un sui iuris (con todos los miembros de su familia que estaban bajo su potestad), entraba bajo la patria potestad de otro, con el fin de proporcionar descendencia a quien no la tenía. Se hacía mediante una ceremonia pública ante treinta lictores, como representantes de las antiguas treinta curias. En provincias se hacía por concesión imperial (per rescriptum principis).

Ipso facto: expresión latina que significa "inmediatamente", en el acto.

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