Sueño ligero

By Pandya-Yo

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Con apenas dieciséis años, hijo de un nuevo LT y una activista, Said desempeñaba su papel de muchacho promedi... More

Capítulo 1 (Vigilia)
Capítulo 2 (Fuera luces)
Capítulo 3 (Una plegaría)
Capítulo 4 (Solo)
Capítulo 5 (El primero)
Capítulo 6 (Respira profundo)
Capítulo 7 (¿Olvidas algo?)
Capítulo 8 (Piensa en ella)
Capítulo 9 (El segundo)
Capítulo 10 (Cierra los ojos)
Capítulo 11 (Sentir que caes)
Capítulo 12 (Terrores nocturnos)
Capítulo 13 (Algo se mueve)
Capítulo 14 (El tercero)
Capítulo 15 (Sin sueños)
Capítulo 16 (No hagas ruido)
Capítulo 18 (Recuerda)
Capítulo 19 (Sombras)
Capítulo 20 (Un largo pasillo)
Capítulo 21 (Sin salida)
Capítulo 22 (Perseguido)
Capítulo 23 (Acceso restringido)
Capitulo 24 (Mi turno)
Capítulo 25 (Rojo)
Capítulo 26 (Rompecabezas)
Capítulo 27 (Veneno)
Capítulo 28 (Purga)
Capítulo 29 (Bajo control)
Capítulo 30 (El Séptimo)
Capítulo 31 (Presagio)
Capítulo 32 (Cuentagotas)
Capítulo 33 (Algo de luz)
Capítulo 34 (Intrusos)
Capítulo 35 (Correr o dormir)
Capítulo 36 (Coincidencia)
Capítulo 37 (Contraataque)
Capítulo 38 (Mediodía)
Capítulo 39 (A un click)
Capítulo 40 (Treinta minutos)
Capítulo 41 (Su vida)
Capítulo 42 (Boom)
Capítulo 43 (Tu promesa)
Capítulo 44 (Última oferta)
Capítulo 45 (La cima)
Capítulo 46 (Hazlo por ella)
Capítulo 47 (Hazlo)
Capítulo 48 (Plan I)
Capítulo 49 (Actualización)
Capítulo 50 (Prueba y error)

Capítulo 17 (Una voz)

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By Pandya-Yo

Me oculté la pluma holográfica en la parte baja de mi espalda, entre la camisa y el pantalón, y marqué el número de teléfono de Iván. Esperé. Esperé. Nada. El tono de llamada sonaba una y otra vez con un segundo de silencio. La línea se cortó. Intenté de nuevo.

La última vez que había hablado con él, parecía estar en el sótano de la escuela, al sur de Vitrubio, en donde Gobierno enviaba a vivir los huérfanos. La imagen de Iván malherido, escoltado por cuatro guardianes, cruzó mi pensamiento. La deseché sin problema. Si alguien sabía en dónde esconderse en esa zona de la ciudad, era él. Además, su teléfono celular seguía encendido, lo que sólo podía significar dos cosas: no podía contestar o prefería no hacerlo. En ambos escenarios, el peligro estaba latente.

Me guardé el aparato en un bolsillo y respiré profundo tres veces para tranquilizar mi pulso.

―¿Qué es lo que sé? ―pregunté en voz alta, sólo para ahuyentar un poco el silencio que me envolvía.

Miré a mí alrededor y me preparé para contar con los dedos cada hecho que pudiera mencionar. Sabía que las personas estaban sumergidas en algo llamado Sueño ligero; también, clavé mi atención en el cadáver de una mujer de cabello naranja brillante, que los guardianes tenían la orden de eliminar a cualquiera que estuviera despierto. ¿Por qué? Sólo tenía dos dedos levantados. Los moví atrás y adelante varias veces, como si llamara a alguien. Suspiré y volví mi vista hacia el Faro. Por unos momentos, contemplé el azaroso danzar de las llamas, e imaginé que el fuego me calentaba un poco, relajando mis músculos y aclarando mis ideas.

―El Sueño ligero, sea lo que sea... ―tenía la garganta reseca. Carraspeé―, comienza con la explosión y se propaga un nivel a la vez.

Un hecho más. Tres dedos. "Más, más...". Necesitaba más información.

Me puse de pie. Mis miembros seguían aletargados, de modo que tuve que apoyarme en la pared para no caer. Pisé fuerte con cada pie y flexioné las rodillas. Sentía como si hubiera tenido todo el cuerpo adormecido y la sangre volviera a circular poco a poco. Casi arrastrando los pies me encaminé hacia el muro de cristal.

Cuatro reflectores ardían.

Según lo que había entendido, los LTs habían estado también en el Séptimo, y era fácil deducir que sus acciones habían sido las mismas que en el Sexto. Ahora imaginé a mis padres, tendidos en el suelo, tomados de la mano, cada uno con un disparo de electricidad a la altura del pecho. Palidecí. "No". Negué fuerte con la cabeza y cerré los puños.

―Papá es un LT también ―traté de convencer a mi débil reflejo en el cristal―, y no permitiría que algo le pase a mamá.

Saqué el celular de nuevo y tecleé el número de mi padre, pensando que él sabría qué estaba pasando y qué debíamos hacer. Ya después buscaría la manera de justificar por qué tenía yo un celular. Nada. No hubo respuesta. La línea sonó doce veces antes de cortarse.

Derrotado, Incliné mi cabeza hacia el frente hasta que mi frente tocó la fría superficie del cristal.

Abajó, en el Nivel de Acceso, las cosas parecían transcurrir con normalidad. Los clientes entraban al mismo ritmo que de costumbre, se separaban según sus intereses e iban a ocupar sus lugares en la filas de cada nivel, indiferentes a la presencia de los guardianes que custodiaban el Faro, y de los ocho cadáveres de los trabajadores de overol blanco que seguro cayeron a causa de las explosiones.

Como era de esperarse, las filas más largas eran las del Séptimo, el Sexto, el Quinto y el Cuarto, los niveles que estaban ya bajo el influjo del Sueño ligero. Los trabajadores de la Central de Mercaderes estaban delante de las puertas cerradas de los ascensores y movían las manos para pedirle paciencia a la creciente multitud. Me pregunté qué pasaría cuando ya no cupieran en las zonas de espera.

―La gente no tiene ni idea de lo que está pasando ―susurré y extendí otro dedo.

En la fila del segundo nivel distinguí a una familia. Un hombre abrazaba por atrás a una mujer, quien cargaba a una pequeña de uno o dos años de edad. Me entristeció pensar que no sabían lo que estaba por suceder. Que sus sonrisas se desvanecerían dentro de algunos minutos. Lo único que podía hacer por ellos era desear que estuvieran sentados, o de cualquier forma que asegurara que la niña no sufriera una fea caída cuando el Sueño ligero los alcanzara. Así como Denisse.

―¡Denisse! ―casi grité al recordarla.

Corrí hacia ella y me hinqué a su lado. Sus mejillas, antes sonrosadas, estaban entonces blanquecinas. Separé con índice y pulgar sus pestañas y sus ojos se movían de un lado a otro a un ritmo vertiginoso. Puse mi oído en su pecho y escuché sus latidos durante varios segundos. La llamé por su nombre al tiempo que la sujetaba por los hombros y la movía de un lado a otro, con la esperanza de que estuviera actuando como lo hice yo.

―Soy yo, Denisse. Despierta ―hablé más fuerte directo a su oído―. Estamos a salvo.

Nada. Tanto silencio como con mi padre e Iván. Me sentía como si estuviera en un mundo lejano.

―Despierta. Tenemos que irnos ―insistí.

La agité con violencia. Su cabello se agitó y le cubría la mitad del rostro cuando la recosté de nuevo.

―¡Shhh!

Mis ojos buscaron el descensor detrás de mí. Me levanté de un salto y me parapeté en un costado de la banca metálica, temeroso de que los LTs o los guardianes hubieran regresado. "Tardé demasiado... ¡Mierda!", pensé con enojo y me encogí tanto como pude. Sin embargo, las puertas permanecían inmóviles.

―La vas a despertar ―reclamó en un susurro la dulce voz de una niña.

Peiné la zona con una mirada sin salir de mi refugio. El paisaje seguía intacto.

―Por aquí. ¡Hey! Aquí abajo.

Buscando el origen del sonido, me agaché para ver debajo de la banca. Iris estaba ahí, sentada en suelo con los brazos cruzados, balanceándose con gracia. Al darse cuenta de que iba a decirle algo, se llevó un dedo frente a los labios y volvió a pedirme que guardara silencio.

―¿Ya se fueron los hombres malos?

No supe qué responderle. Si bien me alegraba de que alguien más estuviera despierto, en definitiva no era lo que tenía en mente. Asentí.

Ella dio unos pasos hasta ubicarse justo al borde de la sombra, e inclinó hacia delante la mitad de su cuerpo; miró a ambos lados del pasillo, como una niña pequeña que se prepara para atravesar una calle, y cuando consideró que no había peligro alguno, salió de su escondite a grandes zancadas.

Recorrió el lugar con la mirada, deteniéndose apenas un instante más cuando descubría un nuevo cadáver. A pesar de tratarse de un juguete, creí distinguir en ella un destello de genuina preocupación y desconcierto.

Una vez que satisfizo su curiosidad, clavó sus ojos cafés, tan intensos como los de mi hermana, en los míos y levantó los brazos hacia mí. Aquel era un gesto muy característico de mi hermana, un gesto que hacía cuando quería que papá la cargara en sus brazos. Como no me moví, la muñeca apretó los labios y frunció el ceño. Iris era una copia en miniatura de Denisse.

Inseguro de qué debía hacer a continuación, me encogí en hombros.

Se palmeó la frente con cansancio.

―Quiero subir, Said ―exclamó como si fuera lo más obvio del mundo.

Enarqué las cejas.

―Por favor ―agregó.

Puse la mano en el suelo, con la palma hacia arriba, tal como había visto hacer a mi hermana minutos atrás, y esperé a que ella subiera. Por alguna razón comparé sus pisadas con las de un hámster o un cuyo. Una vez estuvo arriba, levanté el brazo despacio para facilitarle el camino hasta mi hombro derecho. Cuando se sentó, pude sentir que sujetaba con fuerza la tela de mi camisa.

Aun así, me incorporé muy lento y tomé asiento a un lado de Denisse, desde donde podía seguir vigilando el descensor. Mis movimientos volvían a ser pausados y medidos, ya que no quería que Iris se cayera; mi hermana no me perdonaría si rompía a su nueva amiga.

―¿Viste lo que pasó?

Asintió muchas veces muy rápido.

―Todos se quedaron dormidos.

Giré la cabeza para verla.

―¿Qué más?

―Algunos despertaron muy rápido ―apuntó hacia el otro lado del pasillo―, luego vinieron los hombres malos ―señaló el descensor― y le dispararon a la gente que seguía aquí.

Resoplé y apoyé mis codos arriba de las rodillas. Me cubrí el rostro con ambas manos y murmuré que eso ya lo sabía, que necesitaba más información para saber qué hacer. Atrás de nosotros, en la ventana digital empezó un comercial acerca de un detergente capaz de remover las manchas de sangre de la ropa.

―¿Por qué no le preguntas a otra persona? ―Iris balanceaba de lado a lado sus pies.

―¿A quién, muñeca tonta? ―abarqué el paisaje con los brazos.

Su mano pellizcó con fuerza. Me puse de pie y ahogué un alarido; moví el hombro arriba y abajo para intentar liberarme; era inútil, por más que me movía, la muñeca se mantuvo fija en su lugar, sólo que ahora su expresión delataba enfado.

―¡Suéltame!

Apretó más. Era como si tuviera clavadas varias agujas en la parte superior del hombro. Y cada vez que intentaba quitarla con la mano, ella me recibía con una mordida.

―¿A quién quieres que le pregunte?

Me soltó, pero ahora cruzó los brazos y miró hacia otro lado.

―Si bien tú y yo somos los únicos despiertos, tú no cuentas porque eres un juguete.

No respondió.

Caminé con cuidado de no pisar a nadie hasta llegar al cuerpo del ladrón.

―Seguro viste que él era el único despierto además de mí ―la tomé de mi hombro y la coloqué encima del área quemada en el pecho del individuo. Iris ni opuso resistencia ni pareció inmutarse―. Y seguro también viste cómo lo recibieron...

Continuó su rabieta. La muñeca dio unos cuantos pasos y luego brincó para bajar de aquel hombre.

―O tal vez te refieras a ellos ―señalé hacia las puertas metálicas―. Estoy seguro de que les encantará saber que estoy despierto. Así podrán volver a dormirme, aunque ahora será para siempre.

Cerré el puño y golpeé con tanta fuerza como pude una de las ventanas digitales. La pantalla se fragmentó en un centenar de pequeñas líneas y la imagen de un helado se desvaneció. En cierta medida, me alegré de que nadie más pudiera ver mi desesperación. De un momento a otro todo mi mundo había cambiado. Apenas esa mañana desperté con la tranquilidad de que tenía controlada mi vida: tenía una familia, un hogar, amigos, escuela, a Alondra, tenía pasatiempos y pequeñas aventuras... la única diferencia iba a ser que respondería dieciséis en lugar de quince cuando alguien preguntara mi edad. Nada más. Desperté con la seguridad de que aquel iba a ser un viernes como cualquier otro, que vería a mis amigos y comería pizza. No pedía nada más. No necesitaba nada más.

En cambio, en ese momento me enfrentaba a la incertidumbre. No había manera de saber si seguiría vivo dentro de una hora, ni siquiera de cinco minutos. De un momento a otro podrían entrar los guardianes y ponerme una descarga de electricidad en el corazón. En un pestañeo podría estar muerto, sin siquiera saber por qué.

Iris me detuvo, apretando la tela de mi pantalón. Al parecer mi angustia era más grande que su berrinche.

―¿A quién quieres que le pregunte? ―susurré, tratando de contener las lágrimas.

Ella volvió a extender sus brazos hacia a mí. Me incliné y la ayudé a subir de nuevo a mi hombro.

Al ver mi reflejo en la pantalla rota, no pude evitar recordar una pintura que vi un día entre las ruinas: en ella se veía a un niño arrodillado a un lado de su cama que le pide ayuda a un pequeño ser alado que revolotea sobre su hombro derecho. La vendí a muy buen precio a un anciano coleccionista de arte pre-Crisis.

―¿Qué vamos a hacer, Iris?

En la pantalla pude ver que ella negó con la cabeza y miró hacia el otro lado del pasillo.

―Ya te dije: preguntar ―su mano me acariciaba tiernamente la mejilla.

―¿A quién?

Sonrió.

―A los que despertaron antes

Como si esas palabras hubieran sido la señal que esperaba, una mano me sujetó el tobillo.

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