Capítulo 28 (Purga)

246 30 1
                                    

Llené con aire frío mis pulmones mientras observaba el panorama. La Central de Mercaderes estaba ubicada justo en el centro de Vitrubio. A nuestro alrededor podía verse la colección de edificios mucho más altos que enorgullecía tanto a nuestros dirigentes, sólo que a ese paisaje se agregaba un elemento adicional: humo. Sin importar en cuál dirección mirase, se elevaban columnas negras y grises que se perdían en el cielo nocturno. El caos era aún más grande de lo que imaginaba. Yo no era el único que las veía: los clientes que salían de la Colmena también las observaron en silencio durante unos segundos, antes de apresurar el paso para regresar a sus hogares.

―Tienen derecho a saber qué está pasando ―murmuré a la pared humana.

El LT me tomó por detrás del cuello de la camisa y me obligó a caminar delante de él, como un cazador exhibiendo su presa.

Visto desde el cielo, la Central era una construcción de forma circular con tres aberturas: dos de acceso y una servicio, en medio de un cuadrado enorme repleto de automóviles. Nosotros rodeamos la Central con dirección al norte, a la entrada principal, sin alejarnos más de unos cuantos pasos de sus muros. Afuera aún había basura y las paredes estaban decoradas con publicidad caducada y arte callejero.

Cuando caminábamos por la parte menos glamorosa de la Colmena: el callejón donde colocaban los contenedores y el incinerador de desperdicios, pude ver a una pareja de vagabundos hurgando con sus manos desnudas, buscando algo de comer o algo vendible entre la basura. Tan pronto se descubrieron observados, abandonaron su labor y echaron a correr hacia nosotros sin soltar su botín. El hombre sacó un cuchillo de entre su ropa cuando estaban ya a corta distancia.

―Escoria... ―murmuró Emilio y me empujó hacia un costado. Los errantes rieron, triunfantes, y se alejaron a paso veloz rumbo a los automóviles.

El LT, sin soltarme avisó de nuestro encuentro y ordenó que capturaran a un desecho que corría hacia el oeste de la Central. Me sorprendió la exactitud con la que describió la vestimenta del vagabundo varón.

"¿Y la mujer?", me pregunté; sin embargo, la respuesta llegó de inmediato. Con la mano libre sacó su pistola de voltaje y disparó sin vacilar. La mujer se dobló por las rodillas y cayó al suelo, junto a los artículos que llevaba cargando: la descarga le había atinado justo en la espalda. Su compañero no dejó de correr y pronto se perdió de vista.

Mi padre me dijo una vez que los LTs llevaban un comunicador en el cuello de la bata negra, así como un arma bien sujeta a la cintura. Eran los únicos, además de los guardianes, que tenían permitido portarlas dentro de la ciudad.

―No te muevas ―me advirtió.

Obedecí: el LT acaba de acertar en un blanco a más de treinta metros de distancia sin detenerse a apuntar siquiera. ¿Qué oportunidad tendría yo, que además estaba esposado?

Avanzó hacia la herida, quien se retorcía y aullaba de dolor. Una vez estuvo a un lado de ella oprimió de nuevo el gatillo y la electricidad golpeó la pierna derecha de la mujer. Nuevos alaridos y gritos de auxilio inundaron el ambiente. Pero no había nadie más alrededor para escucharla; y nadie ayudaría a una refugiada aunque pudiera hacerlo. Cerré los puños con fuerza y aparté la vista, traicionando mi propia herencia.

Fue cuando lo descubrí: un rostro conocido detrás del contenedor principal. El hombre al que horas antes negaron el acceso a la Central por no tener crédito suficiente para realizar sus compras; estaba tendido en el suelo, con los ojos muy abiertos reflejando la luna. Al parecer los guardianes decidieron dejarlo ahí, junto a la basura, en vez de llevarlo a las celdas de aislamiento. Me acerqué despacio. Pobre sujeto. En su pecho todavía parpadeaba el dispositivo rectangular que controlaba la cantidad de conexiones eléctricas en su cerebro. No pude imaginar lo que horas de bloqueo habían hecho con su cabeza.

Sueño ligeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora