El deseado de todas las gentes

By youlyn

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A través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que... More

PREFACIO
CAPÍTULO 1 - Dios con Nosotros
CAPÍTULO 2 - El Pueblo Elegido
CAPÍTULO 3 - El Cumplimiento del Tiempo
CAPÍTULO 4 - Un Salvador os es Nacido
CAPÍTULO 5 - La Dedicación
CAPÍTULO 6 - "Su Estrella Hemos Visto"
CAPÍTULO 7 - La Niñez de Cristo
CAPÍTULO 8 - La Visita de Pascua
CAPÍTULO 9 - Días de Conflicto
CAPÍTULO 10 - La Voz que Clamaba en el Desierto
CAPÍTULO 11 - El Bautismo
CAPÍTULO 12 - La Tentación
CAPÍTULO 13 - La Victoria
CAPÍTULO 14 - "Hemos Hallado al Mesías"
CAPÍTULO 15 - En las Bodas de Caná
CAPÍTULO 16 - En su Templo
CAPÍTULO 17 - Nicodemo
CAPÍTULO 18 - "A él Conviene Crecer"
CAPÍTULO 19 - Junto al Pozo de Jacob
CAPÍTULO 20 - "Si no Viereis Señales y Milagros"
CAPÍTULO 21 - Betesda y el Sanedrín
CAPÍTULO 22 - Encarcelamiento y Muerte de Juan
CAPÍTULO 23 - "El Reino de Dios Está Cerca"
CAPÍTULO 24 - "¿No es Este el Hijo del Carpintero?"
CAPÍTULO 25 - El Llamamiento a Orillas del Mar
CAPÍTULO 26 - En Capernaúm
CAPÍTULO 27 - "Puedes Limpiarme"
CAPÍTULO 28 - Leví Mateo
CAPÍTULO 29 - El Sábado
CAPÍTULO 30 - La Ordenación de los Doce
CAPÍTULO 31 - El Sermón del Monte
CAPÍTULO 32 - El Centurión
CAPÍTULO 33 - ¿Quiénes son mis Hermanos?
CAPÍTULO 34 - La Invitación
CAPÍTULO 35 - "Calla, Enmudece"
CAPÍTULO 36 - El Toque de la Fe
CAPÍTULO 37 - Los Primeros Evangelistas
CAPÍTULO 38 - Venid, Reposad un Poco
CAPÍTULO 39 - "Dadles Vosotros de Comer"
CAPÍTULO 40 - Una Noche Sobre el Lago
CAPÍTULO 41 - La Crisis en Galilea
CAPÍTULO 42 - La Tradición
CAPÍTULO 43 - Barreras Quebrantadas
CAPÍTULO 44 - La Verdadera Señal
CAPÍTULO 45 - Previsiones de la Cruz
CAPÍTULO 46 - La Transfiguración
CAPÍTULO 47 - "Nada os Será Imposible"
CAPÍTULO 48 - ¿Quién es el Mayor?
CAPÍTULO 49 - La Fiesta de las Cabañas
CAPÍTULO 50 - Entre Trampas y Peligros
CAPÍTULO 51 - "La Luz de la Vida"
CAPÍTULO 52 - El Divino Pastor
CAPÍTULO 53 - El Ultimo Viaje Desde Galilea
CAPÍTULO 54 - El Buen Samaritano
CAPÍTULO 55 - Sin Manifestación Exterior
CAPÍTULO 56 - "Dejad los Niños Venir a Mí"
CAPÍTULO 57 - "Una Cosa te Falta"
CAPÍTULO 58 - "Lázaro, Ven Fuera"
CAPÍTULO 59 - Conspiraciones Sacerdotales
CAPÍTULO 60 - La Ley del Nuevo Reino
CAPÍTULO 61 - Zaqueo
CAPÍTULO 62 - La Fiesta en Casa de Simón
CAPÍTULO 63 - Tu Rey Viene
CAPÍTULO 64 - Un Pueblo Condenado
CAPÍTULO 65 - Cristo Purifica de Nuevo el Templo
CAPÍTULO 66 - Controversias
CAPÍTULO 68 - En el atrio exterior
CAPÍTULO 69 - En el Monte de las Olivas
CAPÍTULO 70 - "Estos mis hermanos pequeñitos"
CAPÍTULO 71 - Un siervo de siervos
CAPÍTULO 72 - "Haced esto en memoria de mí"
CAPÍTULO 73 - "No se turbe vuestro corazón"
CAPÍTULO 74 - Getsemaní
CAPÍTULO 75 - Ante Annás y Caifás
CAPÍTULO 76 - Judas
CAPÍTULO 77 - En el tribunal de Pilato
CAPÍTULO 78 - El Calvario
CAPÍTULO 79 - "Consumado es"
CAPÍTULO 80 - En la tumba de José
CAPÍTULO 81 - "El señor ha resucitado"
CAPÍTULO 82 - "¿Por qué lloras?"
CAPÍTULO 83 - El viaje a Emaús
CAPÍTULO 84 - "Paz a vosotros"
CAPÍTULO 85 - De nuevo a orillas del mar
CAPÍTULO 86 - Id, doctrinad a todas las naciones
CAPÍTULO 87 - "A mi padre y a vuestro padre"

CAPÍTULO 67 - Ayes Sobre los Fariseos

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By youlyn

Era el último día que Cristo enseñara en el templo. La atención de todos

los que formaban las vastas muchedumbres que se habían reunido en

Jerusalén había sido atraída a él; el pueblo se había congregado en los

atrios del templo, y atento a la contienda que se había desarrollado, no

había perdido una palabra de las que cayeron de los labios de Jesús.

Nunca se había presenciado una escena tal. Allí estaba el joven galileo,

sin honores terrenales ni insignias reales. En derredor de él estaban

los sacerdotes con sus lujosos atavíos, los gobernantes con sus mantos e

insignias que indicaban su posición exaltada, y los escribas teniendo en

las manos los rollos a los cuales se referían con frecuencia. Jesús

estaba serenamente delante de ellos con la dignidad de un rey. Como

investido de la autoridad celestial, miraba sin vacilación a sus

adversarios, que habían rechazado y despreciado sus enseñanzas, y

estaban sedientos de su vida. Le habían asaltado en gran número, pero

sus maquinaciones para entramparle y condenarle habían sido inútiles.

Había hecho frente a un desafío tras otro, presentando la verdad pura y

brillante en contraste con las tinieblas y los errores de los sacerdotes

y fariseos. Había expuesto a estos dirigentes su verdadera condición, y

la retribución que con seguridad se atraerían si persistían en sus malas

acciones. La amonestación había sido dada fielmente. Sin embargo, Cristo

tenía aún otra obra que hacer. Le quedaba todavía un propósito por

cumplir.

El interés del pueblo en Cristo y su obra había aumentado

constantemente. A los circunstantes les encantaba su enseñanza, pero

también los dejaba muy perplejos. Habían respetado a los sacerdotes y

rabinos por su inteligencia y piedad aparente. En todos los asuntos

religiosos, habían prestado siempre obediencia implícita a su autoridad.

Pero ahora veían que estos hombres trataban de desacreditar a Jesús,

maestro cuya virtud y conocimiento se destacaban con mayor brillo a

cada asalto que sufría. Miraban los semblantes agachados de los

sacerdotes y ancianos, y allí veían confusión y derrota. Se maravillaban

de que los sacerdotes no quisieran creer en Jesús, cuando sus enseñanzas

eran tan claras y sencillas. No sabían ellos mismos qué conducta asumir.

Con ávida ansiedad, se fijaban en los movimientos de aquellos cuyos

consejos habían seguido siempre.

En las parábolas que Cristo había pronunciado, era su propósito

amonestar a los sacerdotes e instruir a la gente que estaba dispuesta a

ser enseñada. Pero era necesario hablar aun más claramente. La gente

estaba esclavizada por su actitud reverente hacia la tradición y por su

fe ciega en un sacerdocio corrompido. Cristo debía romper esas cadenas.

El carácter de los sacerdotes, gobernantes y fariseos debía ser expuesto

plenamente.

"Sobre la cátedra de Moisés --dijo él,-- se sentaron los escribas y los

Fariseos: así que todo lo que os dijeren que guardéis, guardadlo y

hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras: porque dicen y no hacen."

Los escribas y los fariseos aseveraban estar investidos de autoridad

divina similar a la de Moisés. Aseveraban reemplazarle como expositores

de la ley y jueces del pueblo. Como tales, exigían del pueblo absoluto

respeto y obediencia. Jesús invitó a sus oyentes a hacer lo que los

rabinos les enseñaban según la ley, pero no a seguir su ejemplo. Ellos

mismos no practicaban sus propias enseñanzas.

Y, además, enseñaban muchas cosas contrarias a las Escrituras. Jesús

dijo: "Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen

sobre los hombros de los hombres; mas ni aun con su dedo las quieren

mover." Los fariseos imponían una multitud de reglamentos fundados en la

tradición, que restringían irracionalmente la libertad personal. Y

explicaban ciertas porciones de la ley de tal manera que imponían al

pueblo observancias que ellos mismos pasaban por alto en secreto, y de

las cuales, cuando respondía a su propósito, hasta aseveraban estar

exentos.

Su objeto constante consistía en hacer ostentación de su piedad. Para

ellos, nada era demasiado sagrado para servir a este fin. Dios había

dicho a Moisés acerca de sus leyes: "Has de atarlas por señal en tu

mano, y estarán por frontales entre tus ojos." Estas palabras tienen

un significado profundo. A medida que se medite en la Palabra de Dios y

se la practique, el ser entero quedará ennoblecido. Al obrar con

justicia y misericordia, las manos revelarán, como señal, los principios

de la ley de Dios. Se mantendrán libres de cohecho, y de todo lo que sea

corrupto y engañoso. Serán activas en obras de amor y compasión. Los

ojos, dirigidos hacia un propósito noble, serán claros y veraces. El

semblante y los ojos expresivos atestiguarán el carácter inmaculado de

aquel que ama y honra la Palabra de Dios. Pero los judíos del tiempo de

Cristo no discernían todo eso. La orden dada a Moisés había sido

torcida en el sentido de que los preceptos de la Escritura debían

llevarse sobre la persona. Por consiguiente se escribían en tiras de

pergamino o filacterias que se ataban en forma conspicua en derredor de

la cabeza y de las muñecas. Pero esto no daba a la ley de Dios dominio

más firme sobre la mente y el corazón. Se llevaban estos pergaminos

simplemente como insignias para llamar la atención. Se creía que daban a

quienes los llevasen un aire de devoción capaz de inspirar reverencia al

pueblo. Jesús asestó un golpe a esta vana pretensión:

"Antes, todas sus obras hacen para ser mirados de los hombres; porque

ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman

los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las

sinagogas; y las salutaciones en las plazas, y ser llamados de los

hombres Rabbí, Rabbí. Mas vosotros, no queráis ser llamados Rabbí;

porque uno es vuestro Maestro, el Cristo; y todos vosotros sois

hermanos. Y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra; porque uno es

vuestro Padre, el cual está en los cielos. Ni seáis llamados maestros;

porque uno es vuestro Maestro, el Cristo." En estas claras palabras, el

Salvador reveló la ambición egoísta que constantemente procuraba obtener

cargos y poder manifestando una humildad ficticia, mientras el corazón

estaba lleno de avaricia y envidia. Cuando las personas eran invitadas a

una fiesta, los huéspedes se sentaban de acuerdo con su jerarquía, y los

que obtenían el puesto más honorable recibían la primera atención y

favores especiales. Los fariseos estaban siempre maquinando para obtener

estos honores. Jesús reprendió esta práctica. 

También reprendió la vanidad manifestada al codiciar el título de rabino

o maestro. Declaró que este título no pertenecía a los hombres, sino a

Cristo. Los sacerdotes, escribas, gobernantes, expositores y

administradores de la ley, eran todos hermanos, hijos de un mismo Padre.

Jesús enseñó enfáticamente a la gente que no debía dar a ningún hombre

un título de honor que indicase su dominio de la conciencia y la fe.

Si Cristo estuviese en la tierra hoy rodeado por aquellos que llevan el

título de "Reverendo" o "Reverendísimo," ¿no repetiría su aserto: "Ni

seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo"? La

Escritura declara acerca de Dios: "Santo y terrible [reverendo, en

inglés] es su nombre." ¿A qué ser humano cuadra un título tal ? Cuán

poco revela el hombre de la sabiduría y justicia que indica. Cuántos de

los que asumen este título representan falsamente el nombre y el

carácter de Dios. ¡ Ay, cuántas veces la ambición y el despotismo

mundanales y los pecados más viles han estado ocultos bajo las bordadas

vestiduras de un cargo alto y santo! El Salvador continuó:

"El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se

ensalzare, será humillado; y el que se humillare, será ensalzado."

Repetidas veces Cristo había enseñado que la verdadera grandeza se mide

por el valor moral. En la estima del cielo, la grandeza de carácter

consiste en vivir para el bienestar de nuestros semejantes, en hacer

obras de amor y misericordia. Cristo, el Rey de gloria, fue siervo del

hombre caído.

"¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! --dijo Jesús,--

porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; que ni

vosotros entráis, ni a los que están entrando dejáis entrar."

Pervirtiendo las Escrituras, los sacerdotes y doctores de la ley cegaban

la mente de aquellos que de otra manera habrían recibido un conocimiento

del reino de Cristo y la vida interior y divina que es esencial para la

verdadera santidad.

"¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque coméis las

casas de las viudas, y por pretexto hacéis larga oración: por esto

llevaréis más grave juicio." Los fariseos ejercían gran influencia sobre

la gente, y la aprovechaban para servir sus propios intereses.

Conquistaban la confianza de viudas piadosas, y les indicaban que era su

deber dedicar su propiedad a fines religiosos. Habiendo conseguido

el dominio de su dinero, los astutos maquinadores lo empleaban para su

propio beneficio. Para cubrir su falta de honradez, ofrecían largas

oraciones en público y hacían gran ostentación de piedad. Cristo declaró

que esta hipocresía les atraería mayor condenación. La misma reprensión

cae sobre muchos que en nuestro tiempo hacen alta profesión de piedad.

Su vida está manchada de egoísmo y avaricia, pero arrojan sobre ella un

manto de aparente pureza, y así por un tiempo engañan a sus semejantes.

Pero no pueden engañar a Dios. El lee todo propósito del corazón, y

juzgará a cada uno según sus obras.

Cristo no escatimó la condenación de los abusos, pero se esmeró en no

reducir las obligaciones. Reprendió el egoísmo que extorsionaba y

aplicaba mal los donativos de la viuda. Al mismo tiempo, alabó a la

viuda que había traído su ofrenda a la tesorería de Dios. El abuso que

hacía el hombre del donativo no podía desviar la bendición que Dios

concedía a la dadora.

Jesús estaba en el atrio donde se hallaban los cofres del tesoro, y

miraba a los que venían para depositar sus donativos. Muchos de los

ricos traían sumas elevadas, que presentaban con gran ostentación. Jesús

los miraba tristemente, pero sin hacer comentario acerca de sus ingentes

ofrendas. Luego su rostro se iluminó al ver a una pobre viuda acercarse

con vacilación, como temerosa de ser observada. Mientras los ricos y

altaneros pasaban para depositar sus ofrendas, ella vacilaba como si no

se atreviese a ir más adelante. Y sin embargo, anhelaba hacer algo, por

poco que fuese, en favor de la causa que amaba. Miraba el donativo que

tenía en la mano. Era muy pequeño en comparación con los que traían

aquellos que la rodeaban, pero era todo lo que tenía. Aprovechando su

oportunidad, echó apresuradamente sus dos blancas y se dio vuelta para

irse. Pero al hacerlo, notó que la mirada de Jesús se fijaba con fervor

en ella.

El1 Salvador llamó a sí a sus discípulos, y les pidió que notasen la

pobreza de la viuda. Entonces sus palabras de elogio cayeron en los

oídos de ella: "De verdad os digo, que esta pobre viuda echó más que

todos." Lágrimas de gozo llenaron sus ojos al sentir que su acto era

comprendido y apreciado. Muchos le habrían aconsejado que guardase su

pitanza para su propio uso. Puesto en las manos de los bien

alimentados sacerdotes, se perdería de vista entre los muchos y costosos

donativos traídos a la tesorería. Pero Jesús comprendía el motivo de

ella. Ella creía que el servicio del templo era ordenado por Dios, y

anhelaba hacer cuanto pudiese para sostenerlo. Hizo lo que pudo, y su

acto había de ser un monumento a su memoria para todos los tiempos, y su

gozo en la eternidad. Su corazón acompañó a su donativo, cuyo valor se

había de estimar, no por el de la moneda, sino por el amor hacia Dios y

el interés en su obra que había impulsado la acción.

Jesús dijo acerca de la pobre viuda: "Echó más que todos." Los ricos

habían dado de su abundancia, muchos de ellos para ser vistos y honrados

de los hombres. Sus grandes donativos no los habían privado de ninguna

comodidad, ni siquiera de algún lujo; no habían requerido sacrificio

alguno y no podían compararse en valor con las blancas de la viuda.

Es el motivo lo que da carácter a nuestros actos, marcándolos con

ignominia o con alto valor moral. No son las cosas grandes que todo ojo

ve y que toda lengua alaba lo que Dios tiene por más precioso. Los

pequeños deberes cumplidos alegremente, los pequeños donativos dados sin

ostentación, y que a los ojos humanos pueden parecer sin valor, se

destacan con frecuencia más altamente a su vista. Un corazón lleno de fe

y de amor es más apreciable para Dios que el don más costoso. La pobre

viuda dio lo que necesitaba para vivir al dar lo poco que dio. Se privó

de alimento para entregar esas dos blancas a la causa que amaba. Y lo

hizo con fe, creyendo que su Padre celestial no pasaría por alto su gran

necesidad. Fue este espíritu abnegado y esta fe infantil lo que mereció

el elogio del Salvador.

Entre los pobres hay muchos que desean demostrar su gratitud a Dios por

su gracia y verdad. Anhelan participar con sus hermanos más prósperos en

el sostenimiento de su servicio. Estas almas no deben ser repelidas.

Permítaseles poner sus blancas en el banco del cielo. Si las dan con

corazón lleno de amor por Dios, estas aparentes bagatelas llegan a ser

donativos consagrados, ofrendas inestimables que Dios aprecia y bendice.

Cuando Jesús dijo acerca de la viuda: "Echó más que todos" sus

palabras expresaron la verdad no sólo en cuanto al motivo, sino acerca

de los resultados de su don. Las "dos blancas, que son un maravedí," han

traído a la tesorería de Dios una cantidad de dinero mucho mayor que las

contribuciones de aquellos judíos ricos. La influencia de ese pequeño

donativo ha sido como un arroyo, pequeño en su principio, pero que se

ensancha y se profundiza a medida que va fluyendo en el transcurso de

los siglos. Ha contribuido de mil maneras al alivio de los pobres y a la

difusión del Evangelio. El ejemplo de abnegación de esa mujer ha obrado

y vuelto a obrar en miles de corazones en todo país, en toda época. Ha

impresionado tanto a ricos como a pobres, y sus ofrendas han aumentado

el valor de su donativo. La bendición de Dios sobre las blancas de la

viuda ha hecho de ellas una fuente de grandes resultados. Así también

sucede con cada don entregado y todo acto realizado con un sincero deseo

de glorificar a Dios. Está vinculado con los propósitos de la

Omnipotencia. Nadie puede medir sus resultados para el bien.

El Salvador continuó denunciando a los escribas y fariseos: "¡Ay de

vosotros, guías ciegos! que decís: Cualquiera que jurare por el templo

es nada; mas cualquiera que jurare por el oro del templo, deudor es.

¡Insensatos y ciegos! porque ¿cuál es mayor, el oro, o el templo que

santifica al oro? Y: Cualquiera que jurare por el altar, es nada; mas

cualquiera que jurare por el presente que está sobre él, deudor es.

¡Necios y ciegos! porque, ¿cuál es mayor, el presente, o el altar que

santifica al presente?" Los sacerdotes interpretaban los requerimientos

de Dios según su propia norma falsa y estrecha. Presumían de hacer

delicadas distinciones en cuanto a la culpa comparativa de diversos

pecados, pasando ligeramente sobre algunos, y tratando a otros, que eran

tal vez de menor consecuencia, como imperdonables. Por cierta

consideración pecuniaria, dispensaban a las personas de sus votos. Y por

grandes sumas de dinero, pasaban a veces por alto crímenes graves. Al

mismo tiempo, estos sacerdotes y gobernantes pronunciaban en otros casos

severos juicios por ofensas triviales.

"¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque diezmáis la

menta y el eneldo y el comino, y dejasteis lo que es lo más grave de la

ley, es a saber, el juicio y la misericordia y la fe: esto era

menester hacer, y no dejar lo otro." En estas palabras Cristo vuelve a

condenar el abuso de la obligación sagrada. No descarta la obligación

misma. El sistema del diezmo era ordenado por Dios y había sido

observado desde los tiempos más remotos. Abrahán, padre de los fieles,

pagó diezmo de todo lo que poseía. Los gobernantes judíos reconocían la

obligación de pagar diezmo, y eso estaba bien; pero no dejaban a la

gente libre para ejecutar sus propias convicciones del deber. Habían

trazado reglas arbitrarias para cada caso. Los requerimientos habían

llegado a ser tan complicados que era imposible cumplirlos. Nadie sabía

cuándo sus obligaciones estaban satisfechas. Como Dios lo dio, el

sistema era justo y razonable, pero los sacerdotes y rabinos habían

hecho de él una carga pesada.

Todo lo que Dios ordena tiene importancia. Cristo reconoció que el pago

del diezmo es un deber; pero demostró que no podía disculpar la

negligencia de otros deberes. Los fariseos eran muy exactos en diezmar

las hierbas del jardín como la menta, el anís y el comino; esto les

costaba poco, y les daba reputación de meticulosos y santos. Al mismo

tiempo, sus restricciones inútiles oprimían a la gente y destruían el

respeto por el sistema sagrado ideado por Dios mismo. Ocupaban la mente

de los hombres con distinciones triviales y apartaban su atención de las

verdades esenciales. Los asuntos más graves de la ley: la justicia, la

misericordia y la verdad, eran descuidados. "Esto --dijo Cristo,-- era

menester hacer, y no dejar lo otro."

Otras leyes habían sido pervertidas igualmente por los rabinos. En las

instrucciones dadas por medio de Moisés, se prohibía comer cosa inmunda.

El consumo de carne de cerdo y de ciertos otros animales estaba

prohibido, porque podían llenar la sangre de impurezas y acortar la

vida. Pero los fariseos no dejaban estas restricciones como Dios las

había dado. Iban a extremos injustificados. Entre otras cosas, exigían a

la gente que colase toda el agua que bebiese, por si acaso contuviese el

menor insecto capaz de ser clasificado entre los animales inmundos.

Jesús, contrastando estas exigencias triviales con la magnitud de sus

pecados reales, dijo a los fariseos: "¡Guías ciegos, que coláis el

mosquito, mas tragáis el camello!"

"¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque sois

semejantes a sepulcros blanqueados, que de fuera, a la verdad, se

muestran hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos y de

toda suciedad." Como la tumba blanqueada y hermosamente decorada

ocultaba en su interior restos putrefactos, la santidad externa de los

sacerdotes y gobernantes ocultaba iniquidad. Jesús continuó:

"¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque edificáis los

sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y

decís: Si fuéramos en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido

sus compañeros en la sangre de los profetas. Así que, testimonio dais a

vosotros mismos, que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas."

A fin de manifestar su estima por los profetas muertos, los judíos eran

muy celosos en hermosear sus tumbas; pero no aprovechaban sus

enseñanzas, ni prestaban atención a sus reprensiones.

En los días de Cristo, se manifestaba consideración supersticiosa hacia

los lugares de descanso de los muertos, y se prodigaban grandes sumas de

dinero para adornarlos. A la vista de Dios, esto era idolatría. En su

indebida consideración por los muertos, los hombres demostraban que no

amaban a Dios sobre todas las cosas ni a su prójimo como a sí mismos. La

misma idolatría se lleva a grados extremos hoy. Muchos son culpables de

descuidar a la viuda y a los huérfanos, a los enfermos y a los pobres,

para edificar costosos monumentos en honor a los muertos. Gastan

pródigamente el tiempo, el dinero y el trabajo con este fin, mientras

que no cumplen sus deberes para con los vivos, deberes que Cristo ordenó

claramente.

Los fariseos construían las tumbas de los profetas, adornaban sus

sepulcros y se decían unos a otros: Si hubiésemos vivido en los días de

nuestros padres no habríamos participado con ellos en el derramamiento

de la sangre de los siervos de Dios. Al mismo tiempo, se proponían

quitar la vida de su Hijo. Esto debiera ser una lección para nosotros.

Debiera abrir nuestros ojos acerca del poder que tiene Satanás para

engañar el intelecto que se aparta de la luz de la verdad. Muchos siguen

en las huellas de los fariseos. Reverencian a aquellos que murieron por

su fe. Se admiran de la ceguera de los judíos al rechazar a Cristo.

Declaran: Si hubiésemos vivido en su tiempo, habríamos recibido

gozosamente sus enseñanzas; nunca habríamos participado en la culpa

de aquellos que rechazaron al Salvador. Pero cuando la obediencia a Dios

requiere abnegación y humillación, estas mismas personas ahogan sus

convicciones y se niegan a obedecer. Así manifiestan el mismo espíritu

que los fariseos a quienes Cristo condenó.

Poco comprendían los judíos la terrible responsabilidad que entrañaba el

rechazar a Cristo. Desde el tiempo en que fue derramada la primera

sangre inocente, cuando el justo Abel cayó a manos de Caín, se ha

repetido la misma historia, con culpabilidad cada vez mayor. En cada

época, los profetas levantaron su voz contra los pecados de reyes,

gobernantes y pueblo, pronunciando las palabras que Dios les daba y

obedeciendo su voluntad a riesgo de su vida. De generación en

generación, se fue acumulando un terrible castigo para los que

rechazaban la luz y la verdad. Los enemigos de Cristo estaban ahora

atrayendo ese castigo sobre sus cabezas. El pecado de los sacerdotes y

gobernantes era mayor que el de cualquier generación precedente. Al

rechazar al Salvador se estaban haciendo responsables de la sangre de

todos los justos muertos desde Abel hasta Cristo. Estaban por hacer

rebosar la copa de su iniquidad. Y pronto sería derramada sobre sus

cabezas en justicia retributiva. Jesús se lo advirtió:

"Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado

sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de

Zacarías, hijo de Barachías, al cual matasteis entre el templo y el

altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación."

Los escribas y fariseos que escuchaban a Jesús sabían que sus palabras

eran la verdad. Sabían cómo había sido muerto el profeta Zacarías.

Mientras las palabras de amonestación de Dios estaban sobre sus labios,

una furia satánica se apoderó del rey apóstata, y a su orden se dio

muerte al profeta. Su sangre manchó las mismas piedras del atrio del

templo, y no pudo ser borrada; permaneció como testimonio contra el

Israel apóstata. Mientras subsistiese el templo, allí estaría la mancha

de aquella sangre justa, clamando por venganza a Dios. Cuando Jesús se

refirió a estos terribles pecados, una conmoción de horror sacudió a la

multitud.

Mirando hacia adelante, Jesús declaró que la impenitencia de los

judíos y su intolerancia para con los siervos de Dios, sería en lo

futuro la misma que en lo pasado:

"Por tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, y sabios, y escribas:

y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos

azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad."

Profetas y sabios, llenos de fe y del Espíritu Santo --Esteban, Santiago

y muchos otros,-- iban a ser condenados y muertos. Con la mano alzada

hacia el cielo, y mientras una luz divina rodeaba su persona, Cristo

habló como juez a los que estaban delante de él. Su voz, que se había

oído frecuentemente en amables tonos de súplica, se oía ahora en

reprensión y condenación. Los oyentes se estremecieron. Nunca había de

borrarse la impresión hecha por sus palabras y su mirada.

La indignación de Cristo iba dirigida contra la hipocresía, los groseros

pecados por los cuales los hombres destruían su alma, engañaban a la

gente y deshonraban a Dios. En el raciocinio especioso y seductor de los

sacerdotes y gobernantes, él discernió la obra de los agentes satánicos.

Aguda y escudriñadora había sido su denuncia del pecado; pero no habló

palabras de represalias. Sentía una santa ira contra el príncipe de las

tinieblas; pero no manifestó irritación. Así también el cristiano que

vive en armonía con Dios, y posee los suaves atributos del amor y la

misericordia, sentirá una justa indignación contra el pecado; pero no le

incitará la pasión a vilipendiar a los que le vilipendien. Aun al hacer

frente a aquellos que, movidos por un poder infernal, sostienen la

mentira, conservará en Cristo la serenidad y el dominio propio.

La compasión divina se leía en el semblante del Hijo de Dios mientras

dirigía una última mirada al templo y luego a sus oyentes. Con voz

ahogada por la profunda angustia de su corazón y amargas lágrimas,

exclamó: "¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas, y apedreas a

los que son enviados a ti! ¡cuántas veces quise juntar tus hijos, como

la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste!" Esta es

la lucha de la separación. En el lamento de Cristo, se exhala el anhelo

del corazón de Dios. Es la misteriosa despedida del amor longánime de la

Divinidad.

Los fariseos y saduceos quedaron todos callados. Jesús reunió a sus

discípulos y se dispuso a abandonar el templo, no como quien

estuviese derrotado y obligado a huir de la presencia de sus enemigos,

sino como quien ha terminado su obra. Se retiró vencedor de la

contienda.

Las gemas de verdad que cayeron de los labios de Cristo en aquel día

memorable, fueron atesoradas en muchos corazones. Hicieron brotar a la

vida nuevos pensamientos, despertaron nuevas aspiraciones y crearon una

nueva historia. Después de la crucifixión y la resurrección de Cristo,

estas personas se adelantaron y cumplieron su comisión divina con una

sabiduría y un celo correspondientes a la grandeza de la obra. Dieron un

mensaje que impresionaba el corazón de los hombres, debilitando las

antiguas supersticiones que habían empequeñecido durante tanto tiempo la

vida de millares. Ante su testimonio, las teorías y las filosofías

humanas llegaron a ser como fábulas ociosas. Grandes fueron los

resultados de las palabras del Salvador a esta muchedumbre llena de

asombro y pavor en el templo de Jerusalén.

Pero Israel como nación se había divorciado de Dios. Las ramas naturales

del olivo estaban quebradas. Mirando por última vez al interior del

templo, Jesús dijo con tono patético y lastimoso: "He aquí vuestra casa

os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis,

hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor." Hasta

aquí había llamado al templo casa de su Padre; pero ahora, al salir el

Hijo de Dios de entre sus murallas, la presencia de Dios se iba a

retirar para siempre del templo construido para su gloria. Desde

entonces sus ceremonias no tendrían significado, sus ritos serían una

mofa.

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