Al comenzar su ministerio, Cristo había echado del templo a los que lo
contaminaban con su tráfico profano; y su porte severo y semejante al de
Dios había infundido terror al corazón de los maquinadores traficantes.
Al final de su misión, vino de nuevo al templo y lo halló tan profanado
como antes. El estado de cosas era peor aún que entonces. El atrio
exterior del templo parecía un amplio corral de ganado. Con los gritos
de los animales y el ruido metálico de las monedas, se mezclaba el
clamoreo de los airados altercados de los traficantes, y en medio de
ellos se oían las voces de los hombres ocupados en los sagrados oficios.
Los mismos dignatarios del templo se ocupaban en comprar y vender y en
cambiar dinero. Estaban tan completamente dominados por su afán de
lucrar, que a la vista de Dios no eran mejores que los ladrones.
Los sacerdotes y gobernantes consideraban liviana cosa la solemnidad de
la obra que debían realizar. En cada Pascua y fiesta de las cabañas, se
mataban miles de animales, y los sacerdotes recogían la sangre y la
derramaban sobre el altar. Los judíos se habían familiarizado con el
ofrecimiento de la sangre hasta perder casi de vista el hecho de que era
el pecado el que hacía necesario todo este derramamiento de sangre de
animales. No discernían que prefiguraba la sangre del amado Hijo de
Dios, que había de ser derramada para la vida del mundo, y que por el
ofrecimiento de los sacrificios los hombres habían de ser dirigidos al
Redentor crucificado.
Jesús miró las inocentes víctimas de los sacrificios, y vio cómo los
judíos habían convertido estas grandes convocaciones en escenas de
derramamiento de sangre y crueldad. En lugar de sentir humilde
arrepentimiento del pecado, habían multiplicado los sacrificios de
animales, como si Dios pudiera ser honrado por un servicio que no nacía
del corazón. Los sacerdotes y gobernantes habían endurecido sus
corazones con el egoísmo y la avaricia. Habían convertido en medios
de ganancia los mismos símbolos que señalaban al Cordero de Dios. Así se
había destruido en gran medida a los ojos del pueblo la santidad del
ritual de los sacrificios. Esto despertó la indignación de Jesús; él
sabía que su sangre, que pronto había de ser derramada por los pecados
del mundo, no sería más apreciada por los sacerdotes y ancianos que la
sangre de los animales que ellos vertían constantemente.
Cristo había hablado contra estas prácticas mediante los profetas.
Samuel había dicho: "¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los
holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová ?
Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar
atención que el sebo de los carneros." E Isaías, al ver en visión
profética la apostasía de los judíos, se dirigió a ellos como si fuesen
gobernantes de Sodoma y Gomorra: "Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de
Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra. ¿Para qué a
mí, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Harto estoy de
holocaustos de carneros, y de sebo de animales gruesos: no quiero sangre
de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demandó esto de
vuestras manos, cuando vinieseis a presentaros delante de mí, para
hollar mis atrios?" "Lavad, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras
obras de ante mis ojos; dejad de hacer lo malo: aprended a hacer bien;
buscad juicio, restituid al agraviado, oíd en derecho al huérfano,
amparad a la viuda."
E1 mismo que había dado estas profecías repetía ahora por última vez la
amonestación. En cumplimiento de la profecía, el pueblo había proclamado
rey de Israel a Jesús. E1 había recibido su homenaje y aceptado el
título de rey. Debía actuar como tal. Sabía que serían vanos sus
esfuerzos por reformar un sacerdocio corrompido; no obstante, su obra
debía hacerse; debía darse a un pueblo incrédulo la evidencia de su
misión divina.
De nuevo la mirada penetrante de Jesús recorrió los profanados atrios
del templo. Todos los ojos se fijaron en él. Los sacerdotes y
gobernantes, los fariseos y gentiles, miraron con asombro y temor
reverente al que estaba delante de ellos con la majestad del Rey del
cielo. La divinidad fulguraba a través de la humanidad, invistiendo
a Cristo con una dignidad y gloria que nunca antes había manifestado.
Los que estaban más cerca se alejaron de él tanto como el gentío lo
permitía. Exceptuando a unos pocos discípulos suyos, el Salvador quedó
solo. Se acalló todo sonido. El profundo silencio parecía insoportable.
Cristo habló con un poder que influyó en el pueblo como una poderosa
tempestad: "Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada, mas
vosotros cueva de ladrones la habéis hecho." Su voz repercutió por el
templo como trompeta. E1 desagrado de su rostro parecía fuego
consumidor. Ordenó con autoridad: "Quitad de aquí esto."
Tres años antes, los gobernantes del templo se habían avergonzado de su
fuga ante el mandato de Jesús. Se habían asombrado después de sus
propios temores y de su implícita obediencia a un solo hombre humilde.
Habían sentido que era imposible que se repitiera su humillante
sumisión. Sin embargo, estaban ahora más aterrados que entonces y se
apresuraron más aún a obedecer su mandato. No había nadie que osara
discutir su autoridad. Los sacerdotes y traficantes huyeron de su
presencia arreando su ganado.
Al alejarse del templo se encontraron con una multitud que venía con sus
enfermos en busca del gran Médico. El informe dado por la gente que huía
indujo a algunos de ellos a volverse. Temieron encontrarse con uno tan
poderoso, cuya simple mirada había echado de su presencia a los
sacerdotes y gobernantes. Pero muchos de ellos se abrieron paso entre el
gentío que se precipitaba, ansiosos de llegar a Aquel que era su única
esperanza. Cuando la multitud huyó del templo, muchos quedaron atrás.
Estos se unieron ahora a los que acababan de llegar. De nuevo se
llenaron los atrios del templo de enfermos e inválidos, y una vez más
Jesús los atendió.
Después de un rato, los sacerdotes y gobernantes se atrevieron a volver
al templo. Cuando el pánico hubo pasado, los sobrecogió la ansiedad de
saber cuál sería el siguiente paso de Jesús. Esperaban que tomara el
trono de David. Volviendo quedamente al templo, oyeron las voces de
hombres, mujeres y niños que alababan a Dios. Al entrar, quedaron
estupefactos ante la maravillosa escena. Vieron sanos a los enfermos,
con vista a los ciegos, con oído a los sordos, y a los tullidos saltando
de gozo. Los niños eran los primeros en regocijarse. Jesús había
sanado sus enfermedades; los había estrechado en sus brazos, había
recibido sus besos de agradecido afecto, y algunos de ellos se habían
dormido sobre su pecho mientras él enseñaba a la gente. Ahora con
alegres voces los niños pregonaban sus alabanzas. Repetían los hosannas
del día anterior y agitaban triunfalmente palmas ante el Salvador. En el
templo, repercutían repetidas veces sus aclamaciones: "Bendito el que
viene en nombre de Jehová." "He aquí, tu rey vendrá a ti, justo y
salvador." "¡Hosanna al Hijo de David!"
Oír estas voces libres y felices ofendía a los gobernantes del templo,
quienes decidieron poner coto a esas demostraciones. Dijeron al pueblo
que la casa de Dios era profanada por los pies de los niños y los gritos
de regocijo. Al notar que sus palabras no impresionaban al pueblo, los
gobernantes recurrieron a Cristo: "¿Oyes lo que éstos dicen? Y Jesús les
dice: Sí: ¿nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que maman
perfeccionaste la alabanza?" La profecía había predicho que Cristo sena
proclamado rey, y esa predicción debía cumplirse. Los sacerdotes y
gobernantes de Israel rehusaron proclamar su gloria, y Dios indujo a los
niños a ser sus testigos. Si las voces de los niños hubiesen sido
acalladas, las mismas columnas del templo habrían pregonado las
alabanzas del Salvador.
Los fariseos estaban enteramente perplejos y desconcertados. Uno a quien
no podían intimidar ejercía el mando. Jesús había señalado su posición
como guardián del templo. Nunca antes había asumido esa clase de
autoridad. Nunca antes habían tenido sus palabras y obras tan gran
poder. E1 había efectuado obras maravillosas en toda Jerusalén, pero
nunca antes de una manera tan solemne e impresionante. En presencia del
pueblo que había sido testigo de sus obras maravillosas, los sacerdotes
y gobernantes no se atrevieron a manifestarle abierta hostilidad. Aunque
airados y confundidos por su respuesta, fueron incapaces de realizar
cualquier cosa adicional ese día.
A la mañana siguiente, el Sanedrín consideró de nuevo qué conducta debía
adoptar para con Jesús. Tres años antes, habían exigido una señal de su
carácter mesiánico. Desde aquella ocasión, él había realizado obras
poderosas por todo el país. Había sanado a los enfermos, alimentado
milagrosamente a miles de personas, caminado sobre las olas y aquietado
el mar agitado. Había leído repetidas veces los corazones como un libro
abierto; había expulsado a los demonios y resucitado muertos. Antes los
gobernantes le habían pedido evidencias de su carácter de Mesías. Ahora
decidieron exigirle, no una señal de su autoridad, sino alguna admisión
o declaración por la cual pudiera ser condenado.
Yendo al templo donde estaba él enseñando, le preguntaron: "¿Con qué
autoridad haces esto? ¿y quién te dio esta autoridad?" Esperaban que
afirmase que su autoridad procedía de Dios. Se proponían negar un aserto
tal. Pero Jesús les hizo frente con una pregunta que al parecer
concernía a otro asunto e hizo depender su respuesta a ellos de que
contestaran esa pregunta. "El bautismo de Juan --dijo,-- ¿de dónde era?
¿del cielo, o de los hombres?"
Los sacerdotes vieron que estaban en un dilema del cual ningún sofisma
los podía sacar. Si decían que el bautismo de Juan era del cielo, se
pondría de manifiesto su inconsecuencia. Cristo les diría: ¿Por qué
entonces no creísteis en él? Juan había testificado de Cristo: "He aquí
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." Si los sacerdotes
creían el testimonio de Juan, ¿cómo podían negar que Cristo fuese el
Mesías? Si declaraban su verdadera creencia, que el ministerio de Juan
era de los hombres, iban a provocar una tormenta de indignación, porque
el pueblo creía que Juan era profeta.
La multitud esperaba la decisión con intenso interés. Sabían que los
sacerdotes habían profesado aceptar el ministerio de Juan, y esperaban
que reconocieran sin reservas que era enviado de Dios. Pero después de
consultarse secretamente, los sacerdotes decidieron no comprometerse.
Simulando ignorancia, dijeron hipócritamente: "No sabemos." "Ni yo os
digo con qué autoridad hago esto," dijo Jesús.
Los escribas, sacerdotes y gobernantes fueron reducidos todos al
silencio. Desconcertados y chasqueados, permanecieron cabizbajos, sin
atreverse a dirigir más preguntas a Jesús. Por su cobardía e indecisión
habían perdido en gran medida el respeto del pueblo, que observaba y se
divertía al ver derrotados a esos hombres orgullosos y henchidos de
justicia propia.
Todos los dichos y hechos de Cristo eran importantes, y su influencia
había de sentirse con intensidad que iría en aumento después de su
crucifixión y ascensión. Muchos de los que habían aguardado ansiosamente
el resultado de las preguntas de Jesús, serían finalmente sus
discípulos, atraídos a él por sus palabras de aquel día lleno de
acontecimientos. Nunca se desvanecería de sus mentes la escena ocurrida
en el atrio del templo. El contraste entre Jesús y el sumo sacerdote
mientras hablaron juntos era notable. El orgulloso dignatario del templo
estaba vestido con ricas y costosas vestimentas. Sobre la cabeza tenía
una tiara reluciente. Su porte era majestuoso; su cabello y su larga
barba flotante estaban plateados por los años. Su apariencia infundía
terror a los espectadores. Ante este augusto personaje estaba la
Majestad del cielo, sin adornos ni ostentación. En sus vestiduras había
manchas del viaje; su rostro estaba pálido y expresaba una paciente
tristeza; pero se notaban allí una dignidad y benevolencia que
contrastaban extrañamente con el orgullo, la confianza propia y el
semblante airado del sumo sacerdote. Muchos de los que oyeron las
palabras y vieron los hechos de Jesús en el templo, le tuvieron desde
entonces por profeta de Dios. Pero mientras el sentimiento popular se
inclinaba a Jesús, el odio de los sacerdotes hacia él aumentaba. La
sabiduría por la cual había rehuido las trampas que le tendieran era una
nueva evidencia de su divinidad y añadía pábulo a su ira.
En su debate con los rabinos, no era el propósito de Cristo humillar a
sus contrincantes. No se alegraba de verlos en apuros. Tenía una
importante lección que enseñar. Había mortificado a sus enemigos
permitiéndoles caer en la red que le habían tendido. Al reconocer ellos
su ignorancia en cuanto al carácter de Juan el Bautista, dieron a Jesús
oportunidad de hablar, y él la aprovechó presentándoles su verdadera
condición y añadiendo otras amonestaciones a las muchas ya dadas.
"¿Qué os parece? --dijo:-- Un hombre tenía dos hijos, y llegando al
primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña Y respondiendo él,
dijo: No quiero; mas después arrepentido, fue. Y llegando al otro, le
dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Yo, Señor, voy. Y no
fue ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?"
Esta abrupta pregunta sorprendió a sus oyentes. Habían seguido de cerca
la parábola, y respondieron inmediatamente: "El primero." Fijando en
ellos firmemente sus ojos, Jesús respondió con acento severo y solemne:
"De cierto os digo, que los publicanos y las rameras os van delante al
reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no
le creísteis; y los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros,
viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle."
Los sacerdotes y gobernantes no podían dar sino una respuesta correcta a
la pregunta de Cristo, y así obtuvo él su opinión en favor del primer
hijo. Este representaba a los publicanos, que eran despreciados y
odiados por los fariseos. Los publicanos habían sido groseramente
inmorales. Habían sido en verdad transgresores de la ley de Dios y
mostrado en sus vidas una resistencia absoluta a sus requerimientos.
Habían sido ingratos y profanos; cuando se les pidió que fueran a
trabajar en la viña del Señor, habían dado una negativa desdeñosa. Pero
cuando vino Juan, predicando el arrepentimiento y el bautismo, los
publicanos recibieron su mensaje y fueron bautizados.
El segundo hijo representaba a los dirigentes de la nación judía.
Algunos de los fariseos se habían arrepentido y recibido el bautismo de
Juan; pero los dirigentes no quisieron reconocer que él había venido de
Dios. Sus amonestaciones y denuncias no los habían inducido a
reformarse. Ellos "desecharon el consejo de Dios contra sí mismos, no
siendo bautizados de él." Trataron su mensaje con desdén. Como el
segundo hijo, que cuando fue llamado dijo: "Yo, señor, voy" pero no fue,
los sacerdotes y gobernantes profesaban obediencia pero desobedecían.
Hacían gran profesión de piedad, aseveraban acatar la ley de Dios, pero
prestaban solamente una falsa obediencia. Los publicanos eran
denunciados y anatematizados por tos fariseos como infieles; pero
demostraban por su fe y sus obras que iban al reino de los cielos
delante de aquellos hombres llenos de justicia propia, a los cuales se
les había dado gran luz, pero cuyas obras no correspondían a su
profesión de piedad.
Los sacerdotes y gobernantes no estaban dispuestos a soportar estas
verdades escudriñadoras. Sin embargo, guardaron silencio, esperando
que Jesús dijese algo que pudieran usar contra él; pero habían de
soportar aun más.
"Oíd otra parábola --dijo Cristo:-- Fue un hombre, padre de familia, el
cual plantó una viña; y la cercó de vallado, y cavó en ella un lagar, y
edificó una torre, y la dio a renta a labradores, y se partió lejos. Y
cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los
labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando
a los siervos, al uno hirieron, y al otro mataron, y al otro apedrearon.
Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos
de la misma manera. Y a la postre les envió su hijo, diciendo: Tendrán
respeto a mi hijo. Mas los labradores, viendo al hijo, dijeron entre sí:
Este es el heredero; venid, matémosle, y tomemos su heredad. Y tomando,
le echaron fuera de la viña, y le mataron. Pues cuando viniere el señor
de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores?"
Jesús se dirigió a todos los presentes; pero los sacerdotes y
gobernantes respondieron. "A los malos destruirá miserablemente
--dijeron,-- y su viña dará a renta a otros labradores, que le paguen
el fruto a sus tiempos." Los que hablaban no habían percibido al
principio la aplicación de la parábola, mas ahora vieron que habían
pronunciado su propia condenación. En la parábola, el señor de la viña
representaba a Dios, la viña a la nación judía, el vallado la ley divina
que la protegía. La torre era un símbolo del templo. El señor de la viña
había hecho todo lo necesario para su prosperidad. "¿Qué más se había de
hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella ?" Así se representaba el
infatigable cuidado de Dios por Israel. Y como los labradores debían
devolver al dueño una debida proporción de los frutos de la viña, así el
pueblo de Dios debía honrarle mediante una vida que correspondiese a sus
sagrados privilegios. Pero como los labradores habían matado a los
siervos que el señor les envió en busca de fruto, así los judíos habían
dado muerte a los profetas a quienes Dios les enviara para llamarlos al
arrepentimiento. Mensajero tras mensajero había sido muerto. Hasta aquí
la aplicación de la parábola no podía confundirse, y en lo que siguiera
no sería menos evidente. En el amado hijo a quien el señor de la viña
envió finalmente a sus desobedientes siervos, a quien ellos habían
prendido y matado, los sacerdotes y gobernantes vieron un cuadro
claro de Jesús y su suerte inminente. Ya estaban ellos maquinando la
muerte de Aquel a quien el Padre les había enviado como último
llamamiento. En la retribución infligida a los ingratos labradores,
estaba pintada la sentencia de los que matarían a Cristo.
Mirándolos con piedad, el Salvador continuó: "¿Nunca leísteis en las
Escrituras: La piedra que desecharon los que edificaban, ésta fue hecha
por cabeza de esquina: por el Señor es hecho esto, y es cosa maravillosa
en nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado
de vosotros, y será dado a gente que haga los frutos de él. Y el que
cayere sobre esta piedra, será quebrantado; y sobre quien ella cayere,
le desmenuzara."
Los judíos habían repetido a menudo esta profecía en las sinagogas
aplicándola al Mesías venidero. Cristo era la piedra del ángulo de la
dispensación judaica y de todo el plan de la salvación. Los edificadores
judíos, los sacerdotes y gobernantes de Israel, estaban rechazando ahora
esta piedra fundamental. El Salvador les llamó la atención a las
profecías que debían mostrarles su peligro. Por todos los medios a su
alcance procuró exponerles la naturaleza de la acción que estaban por
realizar.
Y sus palabras tenían otro propósito. Al hacer la pregunta: "Cuando
viniere el Señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores?" Cristo se
proponía que los fariseos contestaran como lo hicieron. Quería que ellos
mismos se condenaran. Al no inducirlos al arrepentimiento, sus
amonestaciones sellarían su sentencia, y él deseaba que ellos vieran que
se habían acarreado su propia ruina. El quería mostrarles cuán justo era
Dios al privarlos de sus privilegios nacionales, cosa que ya había
empezado, y terminaría no solamente con la destrucción de su templo y
ciudad, sino con la dispersión de la nación.
Los oyentes comprendieron la amonestación. Pero a pesar de la sentencia
que habían pronunciado sobre sí mismos, los sacerdotes y gobernantes
estaban dispuestos a completar el cuadro diciendo: "Este es el heredero;
venid, matémosle." "Y buscando cómo echarle mano, temieron al pueblo,"
porque el sentimiento popular estaba en favor de Cristo.
Al citar la profecía de la piedra rechazada, Cristo se refirió a un
acontecimiento verídico de la historia de Israel. El incidente estaba
relacionado con la edificación del primer templo. Si bien es cierto que
tuvo una aplicación especial en ocasión del primer advenimiento de
Cristo, y debiera haber impresionado con una fuerza especial a los
judíos, tiene también una lección para nosotros. Cuando se levantó el
templo de Salomón, las inmensas piedras usadas para los muros y el
fundamento habían sido preparadas por completo en la cantera. De allí se
las traía al lugar de la edificación, y no había necesidad de usar
herramientas con ellas; lo único que tenían que hacer los obreros era
colocarlas en su lugar. Se había traído una piedra de un tamaño poco
común y de una forma peculiar para ser usada en el fundamento; pero los
obreros no podían encontrar lugar para ella, y no querían aceptarla. Era
una molestia para ellos mientras quedaba abandonada en el camino. Por
mucho tiempo, permaneció rechazada. Pero cuando los edificadores
llegaron al fundamento de la esquina, buscaron mucho tiempo una piedra
de suficiente tamaño y fortaleza, y de la forma apropiada para ocupar
ese lugar y soportar el gran peso que había de descansar sobre ella. Si
hubiesen escogido erróneamente la piedra de ese lugar, hubiera estado en
peligro todo el edificio. Debían encontrar una piedra capaz de resistir
la influencia del sol, de las heladas y la tempestad. Se habían escogido
diversas piedras en diferentes oportunidades, pero habían quedado
desmenuzadas bajo la presión del inmenso peso. Otras no podían soportar
el efecto de los bruscos cambios atmosféricos. Pero al fin la atención
de los edificadores se dirigió a la piedra por tanto tiempo rechazada.
Había quedado expuesta al aire, al sol y a la tormenta, sin revelar la
más leve rajadura. Los edificadores la examinaron. Había soportado todas
las pruebas menos una. Si podía soportar la prueba de una gran presión,
la aceptarían como piedra de esquina. Se hizo la prueba. La piedra fue
aceptada, se la llevó a la posición asignada y se encontró que ocupaba
exactamente el lugar. En visión profética, se le mostró a Isaías que
esta piedra era un símbolo de Cristo. El dice:
"A Jehová de los ejércitos, a él santificad: sea él vuestro temor, y él
sea vuestro miedo. Entonces él será por santuario; mas a las dos casas
de Israel por piedra para tropezar, y por tropezadero para caer, y
por lazo y por red al morador de Jerusalem. Y muchos tropezarán entre
ellos, y caerán, y serán quebrantados: enredaránse, y serán presos."
Conduciéndoselo en visión profética al primer advenimiento, se le mostró
al profeta que Cristo había de soportar aflicciones y pruebas de las
cuales era un símbolo el trato dado a la piedra principal del ángulo del
templo de Salomón. "Por tanto, el Señor Jehová dice así: He aquí que yo
fundo en Sión una piedra, piedra de fortaleza, de esquina, de precio, de
cimiento estable: el que creyere, no se apresure."
En su sabiduría infinita, Dios escogió la piedra fundamental, y la
colocó él mismo. La llamó "cimiento estable." El mundo entero puede
colocar sobre él sus cargas y pesares; puede soportarlos todos. Con
perfecta seguridad, pueden todos edificar sobre él. Cristo es una
"piedra probada." Nunca chasquea a los que confían en él. El ha
soportado la carga de la culpa de Adán y de su posteridad, y ha salido
más que vencedor de los poderes del mal. Ha llevado las cargas arrojadas
sobre él por cada pecador arrepentido. En Cristo ha hallado alivio el
corazón culpable. El es el fundamento estable. Todo el que deposita en
él su confianza, descansa perfectamente seguro.
En la profecía de Isaías se declara que Cristo es un fundamento seguro y
a la vez una piedra de tropiezo. El apóstol Pedro, escribiendo bajo la
inspiración del Espíritu Santo, muestra claramente para quiénes es
Cristo una piedra fundamental, y para quiénes una roca de escándalo "Si
empero habéis gustado que el Señor es benigno; al cual allegándoos,
piedra viva, reprobada cierto de los hombres, empero elegida de Dios,
preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa
espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios
espirituales, agradables a Dios por Jesucristo. Por lo cual también
contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sión la principal piedra del
ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en ella, no será
confundido. Ella es pues honor a vosotros que creéis: mas para los
desobedientes, la piedra que los edificadores reprobaron, ésta fue hecha
la cabeza del ángulo; y piedra de tropiezo, y roca de escándalo a
aquellos que tropiezan en la palabra, siendo desobedientes."
Para todos los que creen, Cristo es el fundamento seguro. Estos son los
que caen sobre la Roca y son quebrantados. Así se representan la
sumisión a Cristo y la fe en él. Caer sobre la Roca y ser quebrantado es
abandonar nuestra justicia propia e ir a Cristo con la humildad de un
niño, arrepentidos de nuestras transgresiones y creyendo en su amor
perdonador. Y es asimismo por la fe y la obediencia cómo edificamos
sobre Cristo como nuestro fundamento.
Sobre esta piedra viviente pueden edificar por igual los judíos y los
gentiles. Es el único fundamento sobre el cual podemos edificar con
seguridad. Es bastante ancho para todos y bastante fuerte para soportar
el peso y la carga del mundo entero. Y por la comunión con Cristo, la
piedra viviente, todos los que edifican sobre este fundamento llegan a
ser piedras vivas. Muchas personas se modelan, pulen y hermosean por sus
propios esfuerzos, pero no pueden llegar a ser "piedras vivas," porque
no están en comunión con Cristo. Sin esta comunión, el hombre no puede
salvarse. Sin la vida de Cristo en nosotros, no podemos resistir los
embates de la tentación. Nuestra seguridad eterna depende de nuestra
edificación sobre el fundamento seguro. Multitudes están edificando hoy
sobre fundamentos que no han sido probados. Cuando caiga la lluvia,
brame la tempestad y vengan las crecientes, su casa caerá porque no está
fundada sobre la Roca eterna, la principal piedra del ángulo, Cristo
Jesús.
"A aquellos que tropiezan en la palabra, siendo desobedientes," Cristo
es una roca de escándalo. Pero "la piedra que desecharon los que
edificaban, ésta fue hecha por cabeza de esquina." Como la piedra
rechazada, Cristo soportó en su misión terrenal el desdén y el ultraje.
Fue "despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en quebranto: . . . fue menospreciado, y no lo
estimamos." Pero estaba cerca el tiempo en que había de ser
glorificado. Por su resurrección, había de ser "declarado Hijo de Dios
con potencia." En su segunda venida, habría de revelarse como Señor
del cielo y de la tierra. Aquellos que estaban ahora por crucificarle,
tendrían que reconocer su grandeza. Ante el universo, la piedra
rechazada vendría a ser cabeza del ángulo.
"Y sobre quien ella cayere, le desmenuzará." El pueblo que rechazó a
Cristo, iba a ver pronto su ciudad y su nación destruidas. Su gloria
había de ser deshecha y disipada como el polvo delante del viento. ¿Y
qué destruyó a los judíos? Fue la roca que hubiera constituido su
seguridad si hubiesen edificado sobre ella. Fue la bondad de Dios que
habían despreciado, la justicia que habían menospreciado, la
misericordia que habían descuidado. Los hombres se opusieron
resueltamente a Dios, y todo lo que hubiera sido su salvación fue su
ruina. Todo lo que Dios ordenó para que vivieran, les resultó causa de
muerte. En la crucifixión de Cristo por los judíos, estaba envuelta la
destrucción de Jerusalén. La sangre vertida en el Calvario fue el peso
que los hundió en la ruina para este mundo y el venidero. Así será en el
gran día final, cuando se pronuncie sentencia sobre los que rechazan la
gracia de Dios. Cristo, su roca de escándalo, les parecerá entonces una
montaña vengadora. La gloria de su rostro, que es vida para los justos,
será fuego consumidor para los impíos. Por causa del amor rechazado, la
gracia menospreciada, el pecador será destruido.
Mediante muchas ilustraciones y repetidas amonestaciones, Jesús mostró
cuál sería para los judíos el resultado de rechazar al Hijo de Dios. Por
estas palabras, él se estaba dirigiendo a todos los que en cada siglo
rehusan recibirle como su Redentor. Cada amonestación es para ellos. El
templo profanado, el hijo desobediente, los falsos labradores, los
edificadores insensatos, tienen su contraparte en la experiencia de
cada pecador. A menos que el pecador se arrepienta, la sentencia que
aquellos anunciaron será suya.