El deseado de todas las gentes

By youlyn

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A través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que... More

PREFACIO
CAPÍTULO 1 - Dios con Nosotros
CAPÍTULO 2 - El Pueblo Elegido
CAPÍTULO 3 - El Cumplimiento del Tiempo
CAPÍTULO 4 - Un Salvador os es Nacido
CAPÍTULO 5 - La Dedicación
CAPÍTULO 6 - "Su Estrella Hemos Visto"
CAPÍTULO 7 - La Niñez de Cristo
CAPÍTULO 8 - La Visita de Pascua
CAPÍTULO 9 - Días de Conflicto
CAPÍTULO 10 - La Voz que Clamaba en el Desierto
CAPÍTULO 11 - El Bautismo
CAPÍTULO 12 - La Tentación
CAPÍTULO 13 - La Victoria
CAPÍTULO 14 - "Hemos Hallado al Mesías"
CAPÍTULO 15 - En las Bodas de Caná
CAPÍTULO 16 - En su Templo
CAPÍTULO 17 - Nicodemo
CAPÍTULO 18 - "A él Conviene Crecer"
CAPÍTULO 19 - Junto al Pozo de Jacob
CAPÍTULO 20 - "Si no Viereis Señales y Milagros"
CAPÍTULO 21 - Betesda y el Sanedrín
CAPÍTULO 22 - Encarcelamiento y Muerte de Juan
CAPÍTULO 23 - "El Reino de Dios Está Cerca"
CAPÍTULO 24 - "¿No es Este el Hijo del Carpintero?"
CAPÍTULO 25 - El Llamamiento a Orillas del Mar
CAPÍTULO 26 - En Capernaúm
CAPÍTULO 27 - "Puedes Limpiarme"
CAPÍTULO 28 - Leví Mateo
CAPÍTULO 29 - El Sábado
CAPÍTULO 30 - La Ordenación de los Doce
CAPÍTULO 31 - El Sermón del Monte
CAPÍTULO 32 - El Centurión
CAPÍTULO 33 - ¿Quiénes son mis Hermanos?
CAPÍTULO 34 - La Invitación
CAPÍTULO 35 - "Calla, Enmudece"
CAPÍTULO 36 - El Toque de la Fe
CAPÍTULO 37 - Los Primeros Evangelistas
CAPÍTULO 38 - Venid, Reposad un Poco
CAPÍTULO 39 - "Dadles Vosotros de Comer"
CAPÍTULO 40 - Una Noche Sobre el Lago
CAPÍTULO 41 - La Crisis en Galilea
CAPÍTULO 42 - La Tradición
CAPÍTULO 43 - Barreras Quebrantadas
CAPÍTULO 44 - La Verdadera Señal
CAPÍTULO 45 - Previsiones de la Cruz
CAPÍTULO 46 - La Transfiguración
CAPÍTULO 47 - "Nada os Será Imposible"
CAPÍTULO 48 - ¿Quién es el Mayor?
CAPÍTULO 49 - La Fiesta de las Cabañas
CAPÍTULO 50 - Entre Trampas y Peligros
CAPÍTULO 51 - "La Luz de la Vida"
CAPÍTULO 52 - El Divino Pastor
CAPÍTULO 53 - El Ultimo Viaje Desde Galilea
CAPÍTULO 54 - El Buen Samaritano
CAPÍTULO 55 - Sin Manifestación Exterior
CAPÍTULO 56 - "Dejad los Niños Venir a Mí"
CAPÍTULO 57 - "Una Cosa te Falta"
CAPÍTULO 58 - "Lázaro, Ven Fuera"
CAPÍTULO 59 - Conspiraciones Sacerdotales
CAPÍTULO 60 - La Ley del Nuevo Reino
CAPÍTULO 61 - Zaqueo
CAPÍTULO 62 - La Fiesta en Casa de Simón
CAPÍTULO 63 - Tu Rey Viene
CAPÍTULO 64 - Un Pueblo Condenado
CAPÍTULO 66 - Controversias
CAPÍTULO 67 - Ayes Sobre los Fariseos
CAPÍTULO 68 - En el atrio exterior
CAPÍTULO 69 - En el Monte de las Olivas
CAPÍTULO 70 - "Estos mis hermanos pequeñitos"
CAPÍTULO 71 - Un siervo de siervos
CAPÍTULO 72 - "Haced esto en memoria de mí"
CAPÍTULO 73 - "No se turbe vuestro corazón"
CAPÍTULO 74 - Getsemaní
CAPÍTULO 75 - Ante Annás y Caifás
CAPÍTULO 76 - Judas
CAPÍTULO 77 - En el tribunal de Pilato
CAPÍTULO 78 - El Calvario
CAPÍTULO 79 - "Consumado es"
CAPÍTULO 80 - En la tumba de José
CAPÍTULO 81 - "El señor ha resucitado"
CAPÍTULO 82 - "¿Por qué lloras?"
CAPÍTULO 83 - El viaje a Emaús
CAPÍTULO 84 - "Paz a vosotros"
CAPÍTULO 85 - De nuevo a orillas del mar
CAPÍTULO 86 - Id, doctrinad a todas las naciones
CAPÍTULO 87 - "A mi padre y a vuestro padre"

CAPÍTULO 65 - Cristo Purifica de Nuevo el Templo

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By youlyn

Al comenzar su ministerio, Cristo había echado del templo a los que lo

contaminaban con su tráfico profano; y su porte severo y semejante al de

Dios había infundido terror al corazón de los maquinadores traficantes.

Al final de su misión, vino de nuevo al templo y lo halló tan profanado

como antes. El estado de cosas era peor aún que entonces. El atrio

exterior del templo parecía un amplio corral de ganado. Con los gritos

de los animales y el ruido metálico de las monedas, se mezclaba el

clamoreo de los airados altercados de los traficantes, y en medio de

ellos se oían las voces de los hombres ocupados en los sagrados oficios.

Los mismos dignatarios del templo se ocupaban en comprar y vender y en

cambiar dinero. Estaban tan completamente dominados por su afán de

lucrar, que a la vista de Dios no eran mejores que los ladrones.

Los sacerdotes y gobernantes consideraban liviana cosa la solemnidad de

la obra que debían realizar. En cada Pascua y fiesta de las cabañas, se

mataban miles de animales, y los sacerdotes recogían la sangre y la

derramaban sobre el altar. Los judíos se habían familiarizado con el

ofrecimiento de la sangre hasta perder casi de vista el hecho de que era

el pecado el que hacía necesario todo este derramamiento de sangre de

animales. No discernían que prefiguraba la sangre del amado Hijo de

Dios, que había de ser derramada para la vida del mundo, y que por el

ofrecimiento de los sacrificios los hombres habían de ser dirigidos al

Redentor crucificado.

Jesús miró las inocentes víctimas de los sacrificios, y vio cómo los

judíos habían convertido estas grandes convocaciones en escenas de

derramamiento de sangre y crueldad. En lugar de sentir humilde

arrepentimiento del pecado, habían multiplicado los sacrificios de

animales, como si Dios pudiera ser honrado por un servicio que no nacía

del corazón. Los sacerdotes y gobernantes habían endurecido sus

corazones con el egoísmo y la avaricia. Habían convertido en medios

de ganancia los mismos símbolos que señalaban al Cordero de Dios. Así se

había destruido en gran medida a los ojos del pueblo la santidad del

ritual de los sacrificios. Esto despertó la indignación de Jesús; él

sabía que su sangre, que pronto había de ser derramada por los pecados

del mundo, no sería más apreciada por los sacerdotes y ancianos que la

sangre de los animales que ellos vertían constantemente.

Cristo había hablado contra estas prácticas mediante los profetas.

Samuel había dicho: "¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los

holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová ?

Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar

atención que el sebo de los carneros." E Isaías, al ver en visión

profética la apostasía de los judíos, se dirigió a ellos como si fuesen

gobernantes de Sodoma y Gomorra: "Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de

Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra. ¿Para qué a

mí, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Harto estoy de

holocaustos de carneros, y de sebo de animales gruesos: no quiero sangre

de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demandó esto de

vuestras manos, cuando vinieseis a presentaros delante de mí, para

hollar mis atrios?" "Lavad, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras

obras de ante mis ojos; dejad de hacer lo malo: aprended a hacer bien;

buscad juicio, restituid al agraviado, oíd en derecho al huérfano,

amparad a la viuda."

E1 mismo que había dado estas profecías repetía ahora por última vez la

amonestación. En cumplimiento de la profecía, el pueblo había proclamado

rey de Israel a Jesús. E1 había recibido su homenaje y aceptado el

título de rey. Debía actuar como tal. Sabía que serían vanos sus

esfuerzos por reformar un sacerdocio corrompido; no obstante, su obra

debía hacerse; debía darse a un pueblo incrédulo la evidencia de su

misión divina.

De nuevo la mirada penetrante de Jesús recorrió los profanados atrios

del templo. Todos los ojos se fijaron en él. Los sacerdotes y

gobernantes, los fariseos y gentiles, miraron con asombro y temor

reverente al que estaba delante de ellos con la majestad del Rey del

cielo. La divinidad fulguraba a través de la humanidad, invistiendo

a Cristo con una dignidad y gloria que nunca antes había manifestado.

Los que estaban más cerca se alejaron de él tanto como el gentío lo

permitía. Exceptuando a unos pocos discípulos suyos, el Salvador quedó

solo. Se acalló todo sonido. El profundo silencio parecía insoportable.

Cristo habló con un poder que influyó en el pueblo como una poderosa

tempestad: "Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada, mas

vosotros cueva de ladrones la habéis hecho." Su voz repercutió por el

templo como trompeta. E1 desagrado de su rostro parecía fuego

consumidor. Ordenó con autoridad: "Quitad de aquí esto."

Tres años antes, los gobernantes del templo se habían avergonzado de su

fuga ante el mandato de Jesús. Se habían asombrado después de sus

propios temores y de su implícita obediencia a un solo hombre humilde.

Habían sentido que era imposible que se repitiera su humillante

sumisión. Sin embargo, estaban ahora más aterrados que entonces y se

apresuraron más aún a obedecer su mandato. No había nadie que osara

discutir su autoridad. Los sacerdotes y traficantes huyeron de su

presencia arreando su ganado.

Al alejarse del templo se encontraron con una multitud que venía con sus

enfermos en busca del gran Médico. El informe dado por la gente que huía

indujo a algunos de ellos a volverse. Temieron encontrarse con uno tan

poderoso, cuya simple mirada había echado de su presencia a los

sacerdotes y gobernantes. Pero muchos de ellos se abrieron paso entre el

gentío que se precipitaba, ansiosos de llegar a Aquel que era su única

esperanza. Cuando la multitud huyó del templo, muchos quedaron atrás.

Estos se unieron ahora a los que acababan de llegar. De nuevo se

llenaron los atrios del templo de enfermos e inválidos, y una vez más

Jesús los atendió.

Después de un rato, los sacerdotes y gobernantes se atrevieron a volver

al templo. Cuando el pánico hubo pasado, los sobrecogió la ansiedad de

saber cuál sería el siguiente paso de Jesús. Esperaban que tomara el

trono de David. Volviendo quedamente al templo, oyeron las voces de

hombres, mujeres y niños que alababan a Dios. Al entrar, quedaron

estupefactos ante la maravillosa escena. Vieron sanos a los enfermos,

con vista a los ciegos, con oído a los sordos, y a los tullidos saltando

de gozo. Los niños eran los primeros en regocijarse. Jesús había

sanado sus enfermedades; los había estrechado en sus brazos, había

recibido sus besos de agradecido afecto, y algunos de ellos se habían

dormido sobre su pecho mientras él enseñaba a la gente. Ahora con

alegres voces los niños pregonaban sus alabanzas. Repetían los hosannas

del día anterior y agitaban triunfalmente palmas ante el Salvador. En el

templo, repercutían repetidas veces sus aclamaciones: "Bendito el que

viene en nombre de Jehová." "He aquí, tu rey vendrá a ti, justo y

salvador." "¡Hosanna al Hijo de David!"

Oír estas voces libres y felices ofendía a los gobernantes del templo,

quienes decidieron poner coto a esas demostraciones. Dijeron al pueblo

que la casa de Dios era profanada por los pies de los niños y los gritos

de regocijo. Al notar que sus palabras no impresionaban al pueblo, los

gobernantes recurrieron a Cristo: "¿Oyes lo que éstos dicen? Y Jesús les

dice: Sí: ¿nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que maman

perfeccionaste la alabanza?" La profecía había predicho que Cristo sena

proclamado rey, y esa predicción debía cumplirse. Los sacerdotes y

gobernantes de Israel rehusaron proclamar su gloria, y Dios indujo a los

niños a ser sus testigos. Si las voces de los niños hubiesen sido

acalladas, las mismas columnas del templo habrían pregonado las

alabanzas del Salvador.

Los fariseos estaban enteramente perplejos y desconcertados. Uno a quien

no podían intimidar ejercía el mando. Jesús había señalado su posición

como guardián del templo. Nunca antes había asumido esa clase de

autoridad. Nunca antes habían tenido sus palabras y obras tan gran

poder. E1 había efectuado obras maravillosas en toda Jerusalén, pero

nunca antes de una manera tan solemne e impresionante. En presencia del

pueblo que había sido testigo de sus obras maravillosas, los sacerdotes

y gobernantes no se atrevieron a manifestarle abierta hostilidad. Aunque

airados y confundidos por su respuesta, fueron incapaces de realizar

cualquier cosa adicional ese día.

A la mañana siguiente, el Sanedrín consideró de nuevo qué conducta debía

adoptar para con Jesús. Tres años antes, habían exigido una señal de su

carácter mesiánico. Desde aquella ocasión, él había realizado obras

poderosas por todo el país. Había sanado a los enfermos, alimentado

milagrosamente a miles de personas, caminado sobre las olas y aquietado

el mar agitado. Había leído repetidas veces los corazones como un libro

abierto; había expulsado a los demonios y resucitado muertos. Antes los

gobernantes le habían pedido evidencias de su carácter de Mesías. Ahora

decidieron exigirle, no una señal de su autoridad, sino alguna admisión

o declaración por la cual pudiera ser condenado.

Yendo al templo donde estaba él enseñando, le preguntaron: "¿Con qué

autoridad haces esto? ¿y quién te dio esta autoridad?" Esperaban que

afirmase que su autoridad procedía de Dios. Se proponían negar un aserto

tal. Pero Jesús les hizo frente con una pregunta que al parecer

concernía a otro asunto e hizo depender su respuesta a ellos de que

contestaran esa pregunta. "El bautismo de Juan --dijo,-- ¿de dónde era?

¿del cielo, o de los hombres?"

Los sacerdotes vieron que estaban en un dilema del cual ningún sofisma

los podía sacar. Si decían que el bautismo de Juan era del cielo, se

pondría de manifiesto su inconsecuencia. Cristo les diría: ¿Por qué

entonces no creísteis en él? Juan había testificado de Cristo: "He aquí

el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." Si los sacerdotes

creían el testimonio de Juan, ¿cómo podían negar que Cristo fuese el

Mesías? Si declaraban su verdadera creencia, que el ministerio de Juan

era de los hombres, iban a provocar una tormenta de indignación, porque

el pueblo creía que Juan era profeta.

La multitud esperaba la decisión con intenso interés. Sabían que los

sacerdotes habían profesado aceptar el ministerio de Juan, y esperaban

que reconocieran sin reservas que era enviado de Dios. Pero después de

consultarse secretamente, los sacerdotes decidieron no comprometerse.

Simulando ignorancia, dijeron hipócritamente: "No sabemos." "Ni yo os

digo con qué autoridad hago esto," dijo Jesús.

Los escribas, sacerdotes y gobernantes fueron reducidos todos al

silencio. Desconcertados y chasqueados, permanecieron cabizbajos, sin

atreverse a dirigir más preguntas a Jesús. Por su cobardía e indecisión

habían perdido en gran medida el respeto del pueblo, que observaba y se

divertía al ver derrotados a esos hombres orgullosos y henchidos de

justicia propia. 

Todos los dichos y hechos de Cristo eran importantes, y su influencia

había de sentirse con intensidad que iría en aumento después de su

crucifixión y ascensión. Muchos de los que habían aguardado ansiosamente

el resultado de las preguntas de Jesús, serían finalmente sus

discípulos, atraídos a él por sus palabras de aquel día lleno de

acontecimientos. Nunca se desvanecería de sus mentes la escena ocurrida

en el atrio del templo. El contraste entre Jesús y el sumo sacerdote

mientras hablaron juntos era notable. El orgulloso dignatario del templo

estaba vestido con ricas y costosas vestimentas. Sobre la cabeza tenía

una tiara reluciente. Su porte era majestuoso; su cabello y su larga

barba flotante estaban plateados por los años. Su apariencia infundía

terror a los espectadores. Ante este augusto personaje estaba la

Majestad del cielo, sin adornos ni ostentación. En sus vestiduras había

manchas del viaje; su rostro estaba pálido y expresaba una paciente

tristeza; pero se notaban allí una dignidad y benevolencia que

contrastaban extrañamente con el orgullo, la confianza propia y el

semblante airado del sumo sacerdote. Muchos de los que oyeron las

palabras y vieron los hechos de Jesús en el templo, le tuvieron desde

entonces por profeta de Dios. Pero mientras el sentimiento popular se

inclinaba a Jesús, el odio de los sacerdotes hacia él aumentaba. La

sabiduría por la cual había rehuido las trampas que le tendieran era una

nueva evidencia de su divinidad y añadía pábulo a su ira.

En su debate con los rabinos, no era el propósito de Cristo humillar a

sus contrincantes. No se alegraba de verlos en apuros. Tenía una

importante lección que enseñar. Había mortificado a sus enemigos

permitiéndoles caer en la red que le habían tendido. Al reconocer ellos

su ignorancia en cuanto al carácter de Juan el Bautista, dieron a Jesús

oportunidad de hablar, y él la aprovechó presentándoles su verdadera

condición y añadiendo otras amonestaciones a las muchas ya dadas.

"¿Qué os parece? --dijo:-- Un hombre tenía dos hijos, y llegando al

primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña Y respondiendo él,

dijo: No quiero; mas después arrepentido, fue. Y llegando al otro, le

dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Yo, Señor, voy. Y no

fue ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?" 

Esta abrupta pregunta sorprendió a sus oyentes. Habían seguido de cerca

la parábola, y respondieron inmediatamente: "El primero." Fijando en

ellos firmemente sus ojos, Jesús respondió con acento severo y solemne:

"De cierto os digo, que los publicanos y las rameras os van delante al

reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no

le creísteis; y los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros,

viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle."

Los sacerdotes y gobernantes no podían dar sino una respuesta correcta a

la pregunta de Cristo, y así obtuvo él su opinión en favor del primer

hijo. Este representaba a los publicanos, que eran despreciados y

odiados por los fariseos. Los publicanos habían sido groseramente

inmorales. Habían sido en verdad transgresores de la ley de Dios y

mostrado en sus vidas una resistencia absoluta a sus requerimientos.

Habían sido ingratos y profanos; cuando se les pidió que fueran a

trabajar en la viña del Señor, habían dado una negativa desdeñosa. Pero

cuando vino Juan, predicando el arrepentimiento y el bautismo, los

publicanos recibieron su mensaje y fueron bautizados.

El segundo hijo representaba a los dirigentes de la nación judía.

Algunos de los fariseos se habían arrepentido y recibido el bautismo de

Juan; pero los dirigentes no quisieron reconocer que él había venido de

Dios. Sus amonestaciones y denuncias no los habían inducido a

reformarse. Ellos "desecharon el consejo de Dios contra sí mismos, no

siendo bautizados de él." Trataron su mensaje con desdén. Como el

segundo hijo, que cuando fue llamado dijo: "Yo, señor, voy" pero no fue,

los sacerdotes y gobernantes profesaban obediencia pero desobedecían.

Hacían gran profesión de piedad, aseveraban acatar la ley de Dios, pero

prestaban solamente una falsa obediencia. Los publicanos eran

denunciados y anatematizados por tos fariseos como infieles; pero

demostraban por su fe y sus obras que iban al reino de los cielos

delante de aquellos hombres llenos de justicia propia, a los cuales se

les había dado gran luz, pero cuyas obras no correspondían a su

profesión de piedad.

Los sacerdotes y gobernantes no estaban dispuestos a soportar estas

verdades escudriñadoras. Sin embargo, guardaron silencio, esperando

que Jesús dijese algo que pudieran usar contra él; pero habían de

soportar aun más.

"Oíd otra parábola --dijo Cristo:-- Fue un hombre, padre de familia, el

cual plantó una viña; y la cercó de vallado, y cavó en ella un lagar, y

edificó una torre, y la dio a renta a labradores, y se partió lejos. Y

cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los

labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando

a los siervos, al uno hirieron, y al otro mataron, y al otro apedrearon.

Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos

de la misma manera. Y a la postre les envió su hijo, diciendo: Tendrán

respeto a mi hijo. Mas los labradores, viendo al hijo, dijeron entre sí:

Este es el heredero; venid, matémosle, y tomemos su heredad. Y tomando,

le echaron fuera de la viña, y le mataron. Pues cuando viniere el señor

de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores?"

Jesús se dirigió a todos los presentes; pero los sacerdotes y

gobernantes respondieron. "A los malos destruirá miserablemente

--dijeron,-- y su viña dará a renta a otros labradores, que le paguen

el fruto a sus tiempos." Los que hablaban no habían percibido al

principio la aplicación de la parábola, mas ahora vieron que habían

pronunciado su propia condenación. En la parábola, el señor de la viña

representaba a Dios, la viña a la nación judía, el vallado la ley divina

que la protegía. La torre era un símbolo del templo. El señor de la viña

había hecho todo lo necesario para su prosperidad. "¿Qué más se había de

hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella ?" Así se representaba el

infatigable cuidado de Dios por Israel. Y como los labradores debían

devolver al dueño una debida proporción de los frutos de la viña, así el

pueblo de Dios debía honrarle mediante una vida que correspondiese a sus

sagrados privilegios. Pero como los labradores habían matado a los

siervos que el señor les envió en busca de fruto, así los judíos habían

dado muerte a los profetas a quienes Dios les enviara para llamarlos al

arrepentimiento. Mensajero tras mensajero había sido muerto. Hasta aquí

la aplicación de la parábola no podía confundirse, y en lo que siguiera

no sería menos evidente. En el amado hijo a quien el señor de la viña

envió finalmente a sus desobedientes siervos, a quien ellos habían

prendido y matado, los sacerdotes y gobernantes vieron un cuadro

claro de Jesús y su suerte inminente. Ya estaban ellos maquinando la

muerte de Aquel a quien el Padre les había enviado como último

llamamiento. En la retribución infligida a los ingratos labradores,

estaba pintada la sentencia de los que matarían a Cristo.

Mirándolos con piedad, el Salvador continuó: "¿Nunca leísteis en las

Escrituras: La piedra que desecharon los que edificaban, ésta fue hecha

por cabeza de esquina: por el Señor es hecho esto, y es cosa maravillosa

en nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado

de vosotros, y será dado a gente que haga los frutos de él. Y el que

cayere sobre esta piedra, será quebrantado; y sobre quien ella cayere,

le desmenuzara."

Los judíos habían repetido a menudo esta profecía en las sinagogas

aplicándola al Mesías venidero. Cristo era la piedra del ángulo de la

dispensación judaica y de todo el plan de la salvación. Los edificadores

judíos, los sacerdotes y gobernantes de Israel, estaban rechazando ahora

esta piedra fundamental. El Salvador les llamó la atención a las

profecías que debían mostrarles su peligro. Por todos los medios a su

alcance procuró exponerles la naturaleza de la acción que estaban por

realizar.

Y sus palabras tenían otro propósito. Al hacer la pregunta: "Cuando

viniere el Señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores?" Cristo se

proponía que los fariseos contestaran como lo hicieron. Quería que ellos

mismos se condenaran. Al no inducirlos al arrepentimiento, sus

amonestaciones sellarían su sentencia, y él deseaba que ellos vieran que

se habían acarreado su propia ruina. El quería mostrarles cuán justo era

Dios al privarlos de sus privilegios nacionales, cosa que ya había

empezado, y terminaría no solamente con la destrucción de su templo y

ciudad, sino con la dispersión de la nación.

Los oyentes comprendieron la amonestación. Pero a pesar de la sentencia

que habían pronunciado sobre sí mismos, los sacerdotes y gobernantes

estaban dispuestos a completar el cuadro diciendo: "Este es el heredero;

venid, matémosle." "Y buscando cómo echarle mano, temieron al pueblo,"

porque el sentimiento popular estaba en favor de Cristo.

Al citar la profecía de la piedra rechazada, Cristo se refirió a un

acontecimiento verídico de la historia de Israel. El incidente estaba

relacionado con la edificación del primer templo. Si bien es cierto que

tuvo una aplicación especial en ocasión del primer advenimiento de

Cristo, y debiera haber impresionado con una fuerza especial a los

judíos, tiene también una lección para nosotros. Cuando se levantó el

templo de Salomón, las inmensas piedras usadas para los muros y el

fundamento habían sido preparadas por completo en la cantera. De allí se

las traía al lugar de la edificación, y no había necesidad de usar

herramientas con ellas; lo único que tenían que hacer los obreros era

colocarlas en su lugar. Se había traído una piedra de un tamaño poco

común y de una forma peculiar para ser usada en el fundamento; pero los

obreros no podían encontrar lugar para ella, y no querían aceptarla. Era

una molestia para ellos mientras quedaba abandonada en el camino. Por

mucho tiempo, permaneció rechazada. Pero cuando los edificadores

llegaron al fundamento de la esquina, buscaron mucho tiempo una piedra

de suficiente tamaño y fortaleza, y de la forma apropiada para ocupar

ese lugar y soportar el gran peso que había de descansar sobre ella. Si

hubiesen escogido erróneamente la piedra de ese lugar, hubiera estado en

peligro todo el edificio. Debían encontrar una piedra capaz de resistir

la influencia del sol, de las heladas y la tempestad. Se habían escogido

diversas piedras en diferentes oportunidades, pero habían quedado

desmenuzadas bajo la presión del inmenso peso. Otras no podían soportar

el efecto de los bruscos cambios atmosféricos. Pero al fin la atención

de los edificadores se dirigió a la piedra por tanto tiempo rechazada.

Había quedado expuesta al aire, al sol y a la tormenta, sin revelar la

más leve rajadura. Los edificadores la examinaron. Había soportado todas

las pruebas menos una. Si podía soportar la prueba de una gran presión,

la aceptarían como piedra de esquina. Se hizo la prueba. La piedra fue

aceptada, se la llevó a la posición asignada y se encontró que ocupaba

exactamente el lugar. En visión profética, se le mostró a Isaías que

esta piedra era un símbolo de Cristo. El dice:

"A Jehová de los ejércitos, a él santificad: sea él vuestro temor, y él

sea vuestro miedo. Entonces él será por santuario; mas a las dos casas

de Israel por piedra para tropezar, y por tropezadero para caer, y

por lazo y por red al morador de Jerusalem. Y muchos tropezarán entre

ellos, y caerán, y serán quebrantados: enredaránse, y serán presos."

Conduciéndoselo en visión profética al primer advenimiento, se le mostró

al profeta que Cristo había de soportar aflicciones y pruebas de las

cuales era un símbolo el trato dado a la piedra principal del ángulo del

templo de Salomón. "Por tanto, el Señor Jehová dice así: He aquí que yo

fundo en Sión una piedra, piedra de fortaleza, de esquina, de precio, de

cimiento estable: el que creyere, no se apresure."

En su sabiduría infinita, Dios escogió la piedra fundamental, y la

colocó él mismo. La llamó "cimiento estable." El mundo entero puede

colocar sobre él sus cargas y pesares; puede soportarlos todos. Con

perfecta seguridad, pueden todos edificar sobre él. Cristo es una

"piedra probada." Nunca chasquea a los que confían en él. El ha

soportado la carga de la culpa de Adán y de su posteridad, y ha salido

más que vencedor de los poderes del mal. Ha llevado las cargas arrojadas

sobre él por cada pecador arrepentido. En Cristo ha hallado alivio el

corazón culpable. El es el fundamento estable. Todo el que deposita en

él su confianza, descansa perfectamente seguro.

En la profecía de Isaías se declara que Cristo es un fundamento seguro y

a la vez una piedra de tropiezo. El apóstol Pedro, escribiendo bajo la

inspiración del Espíritu Santo, muestra claramente para quiénes es

Cristo una piedra fundamental, y para quiénes una roca de escándalo "Si

empero habéis gustado que el Señor es benigno; al cual allegándoos,

piedra viva, reprobada cierto de los hombres, empero elegida de Dios,

preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa

espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios

espirituales, agradables a Dios por Jesucristo. Por lo cual también

contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sión la principal piedra del

ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en ella, no será

confundido. Ella es pues honor a vosotros que creéis: mas para los

desobedientes, la piedra que los edificadores reprobaron, ésta fue hecha

la cabeza del ángulo; y piedra de tropiezo, y roca de escándalo a

aquellos que tropiezan en la palabra, siendo desobedientes."

Para todos los que creen, Cristo es el fundamento seguro. Estos son los

que caen sobre la Roca y son quebrantados. Así se representan la

sumisión a Cristo y la fe en él. Caer sobre la Roca y ser quebrantado es

abandonar nuestra justicia propia e ir a Cristo con la humildad de un

niño, arrepentidos de nuestras transgresiones y creyendo en su amor

perdonador. Y es asimismo por la fe y la obediencia cómo edificamos

sobre Cristo como nuestro fundamento.

Sobre esta piedra viviente pueden edificar por igual los judíos y los

gentiles. Es el único fundamento sobre el cual podemos edificar con

seguridad. Es bastante ancho para todos y bastante fuerte para soportar

el peso y la carga del mundo entero. Y por la comunión con Cristo, la

piedra viviente, todos los que edifican sobre este fundamento llegan a

ser piedras vivas. Muchas personas se modelan, pulen y hermosean por sus

propios esfuerzos, pero no pueden llegar a ser "piedras vivas," porque

no están en comunión con Cristo. Sin esta comunión, el hombre no puede

salvarse. Sin la vida de Cristo en nosotros, no podemos resistir los

embates de la tentación. Nuestra seguridad eterna depende de nuestra

edificación sobre el fundamento seguro. Multitudes están edificando hoy

sobre fundamentos que no han sido probados. Cuando caiga la lluvia,

brame la tempestad y vengan las crecientes, su casa caerá porque no está

fundada sobre la Roca eterna, la principal piedra del ángulo, Cristo

Jesús.

"A aquellos que tropiezan en la palabra, siendo desobedientes," Cristo

es una roca de escándalo. Pero "la piedra que desecharon los que

edificaban, ésta fue hecha por cabeza de esquina." Como la piedra

rechazada, Cristo soportó en su misión terrenal el desdén y el ultraje.

Fue "despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,

experimentado en quebranto: . . . fue menospreciado, y no lo

estimamos." Pero estaba cerca el tiempo en que había de ser

glorificado. Por su resurrección, había de ser "declarado Hijo de Dios

con potencia." En su segunda venida, habría de revelarse como Señor

del cielo y de la tierra. Aquellos que estaban ahora por crucificarle,

tendrían que reconocer su grandeza. Ante el universo, la piedra

rechazada vendría a ser cabeza del ángulo.

"Y sobre quien ella cayere, le desmenuzará." El pueblo que rechazó a

Cristo, iba a ver pronto su ciudad y su nación destruidas. Su gloria

había de ser deshecha y disipada como el polvo delante del viento. ¿Y

qué destruyó a los judíos? Fue la roca que hubiera constituido su

seguridad si hubiesen edificado sobre ella. Fue la bondad de Dios que

habían despreciado, la justicia que habían menospreciado, la

misericordia que habían descuidado. Los hombres se opusieron

resueltamente a Dios, y todo lo que hubiera sido su salvación fue su

ruina. Todo lo que Dios ordenó para que vivieran, les resultó causa de

muerte. En la crucifixión de Cristo por los judíos, estaba envuelta la

destrucción de Jerusalén. La sangre vertida en el Calvario fue el peso

que los hundió en la ruina para este mundo y el venidero. Así será en el

gran día final, cuando se pronuncie sentencia sobre los que rechazan la

gracia de Dios. Cristo, su roca de escándalo, les parecerá entonces una

montaña vengadora. La gloria de su rostro, que es vida para los justos,

será fuego consumidor para los impíos. Por causa del amor rechazado, la

gracia menospreciada, el pecador será destruido.

Mediante muchas ilustraciones y repetidas amonestaciones, Jesús mostró

cuál sería para los judíos el resultado de rechazar al Hijo de Dios. Por

estas palabras, él se estaba dirigiendo a todos los que en cada siglo

rehusan recibirle como su Redentor. Cada amonestación es para ellos. El

templo profanado, el hijo desobediente, los falsos labradores, los

edificadores insensatos, tienen su contraparte en la experiencia de

cada pecador. A menos que el pecador se arrepienta, la sentencia que

aquellos anunciaron será suya.

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