El deseado de todas las gentes

By youlyn

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A través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que... More

PREFACIO
CAPÍTULO 1 - Dios con Nosotros
CAPÍTULO 2 - El Pueblo Elegido
CAPÍTULO 3 - El Cumplimiento del Tiempo
CAPÍTULO 4 - Un Salvador os es Nacido
CAPÍTULO 5 - La Dedicación
CAPÍTULO 6 - "Su Estrella Hemos Visto"
CAPÍTULO 7 - La Niñez de Cristo
CAPÍTULO 8 - La Visita de Pascua
CAPÍTULO 9 - Días de Conflicto
CAPÍTULO 10 - La Voz que Clamaba en el Desierto
CAPÍTULO 11 - El Bautismo
CAPÍTULO 12 - La Tentación
CAPÍTULO 13 - La Victoria
CAPÍTULO 14 - "Hemos Hallado al Mesías"
CAPÍTULO 15 - En las Bodas de Caná
CAPÍTULO 16 - En su Templo
CAPÍTULO 17 - Nicodemo
CAPÍTULO 18 - "A él Conviene Crecer"
CAPÍTULO 19 - Junto al Pozo de Jacob
CAPÍTULO 20 - "Si no Viereis Señales y Milagros"
CAPÍTULO 21 - Betesda y el Sanedrín
CAPÍTULO 22 - Encarcelamiento y Muerte de Juan
CAPÍTULO 23 - "El Reino de Dios Está Cerca"
CAPÍTULO 24 - "¿No es Este el Hijo del Carpintero?"
CAPÍTULO 25 - El Llamamiento a Orillas del Mar
CAPÍTULO 26 - En Capernaúm
CAPÍTULO 27 - "Puedes Limpiarme"
CAPÍTULO 28 - Leví Mateo
CAPÍTULO 29 - El Sábado
CAPÍTULO 30 - La Ordenación de los Doce
CAPÍTULO 31 - El Sermón del Monte
CAPÍTULO 32 - El Centurión
CAPÍTULO 33 - ¿Quiénes son mis Hermanos?
CAPÍTULO 34 - La Invitación
CAPÍTULO 35 - "Calla, Enmudece"
CAPÍTULO 36 - El Toque de la Fe
CAPÍTULO 37 - Los Primeros Evangelistas
CAPÍTULO 38 - Venid, Reposad un Poco
CAPÍTULO 39 - "Dadles Vosotros de Comer"
CAPÍTULO 40 - Una Noche Sobre el Lago
CAPÍTULO 41 - La Crisis en Galilea
CAPÍTULO 42 - La Tradición
CAPÍTULO 43 - Barreras Quebrantadas
CAPÍTULO 44 - La Verdadera Señal
CAPÍTULO 45 - Previsiones de la Cruz
CAPÍTULO 46 - La Transfiguración
CAPÍTULO 47 - "Nada os Será Imposible"
CAPÍTULO 48 - ¿Quién es el Mayor?
CAPÍTULO 49 - La Fiesta de las Cabañas
CAPÍTULO 50 - Entre Trampas y Peligros
CAPÍTULO 51 - "La Luz de la Vida"
CAPÍTULO 52 - El Divino Pastor
CAPÍTULO 53 - El Ultimo Viaje Desde Galilea
CAPÍTULO 54 - El Buen Samaritano
CAPÍTULO 55 - Sin Manifestación Exterior
CAPÍTULO 56 - "Dejad los Niños Venir a Mí"
CAPÍTULO 57 - "Una Cosa te Falta"
CAPÍTULO 58 - "Lázaro, Ven Fuera"
CAPÍTULO 59 - Conspiraciones Sacerdotales
CAPÍTULO 60 - La Ley del Nuevo Reino
CAPÍTULO 61 - Zaqueo
CAPÍTULO 62 - La Fiesta en Casa de Simón
CAPÍTULO 63 - Tu Rey Viene
CAPÍTULO 65 - Cristo Purifica de Nuevo el Templo
CAPÍTULO 66 - Controversias
CAPÍTULO 67 - Ayes Sobre los Fariseos
CAPÍTULO 68 - En el atrio exterior
CAPÍTULO 69 - En el Monte de las Olivas
CAPÍTULO 70 - "Estos mis hermanos pequeñitos"
CAPÍTULO 71 - Un siervo de siervos
CAPÍTULO 72 - "Haced esto en memoria de mí"
CAPÍTULO 73 - "No se turbe vuestro corazón"
CAPÍTULO 74 - Getsemaní
CAPÍTULO 75 - Ante Annás y Caifás
CAPÍTULO 76 - Judas
CAPÍTULO 77 - En el tribunal de Pilato
CAPÍTULO 78 - El Calvario
CAPÍTULO 79 - "Consumado es"
CAPÍTULO 80 - En la tumba de José
CAPÍTULO 81 - "El señor ha resucitado"
CAPÍTULO 82 - "¿Por qué lloras?"
CAPÍTULO 83 - El viaje a Emaús
CAPÍTULO 84 - "Paz a vosotros"
CAPÍTULO 85 - De nuevo a orillas del mar
CAPÍTULO 86 - Id, doctrinad a todas las naciones
CAPÍTULO 87 - "A mi padre y a vuestro padre"

CAPÍTULO 64 - Un Pueblo Condenado

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By youlyn

La entrada triunfal de Cristo en Jerusalén era una débil representación

de su venida en las nubes del cielo con poder y gloria, entre el triunfo

de los ángeles y el regocijo de los santos. Entonces se cumplirán las

palabras de Cristo a los sacerdotes y fariseos: "Desde ahora no me

veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.'

En visión profética se le mostró a Zacarías ese día de triunfo final; y

él contempló también la condenación de aquellos que rechazaron a Cristo

en su primer advenimiento: "Mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán

llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como

quien se aflige sobre primogénito." Cristo previó esta escena cuando

contempló la ciudad y lloró sobre ella. En la ruina temporal de

Jerusalén, vio la destrucción final de aquel pueblo culpable de derramar

la sangre del Hijo de Dios.

Los discípulos veían el odio de los judíos por Cristo, pero no veían

adónde los conduciría. No comprendían todavía la verdadera condición de

Israel, ni la retribución que iba a caer sobre Jerusalén. Cristo se lo

reveló mediante una significativa lección objetiva.

La última súplica a Jerusalén había sido hecha en vano. Los sacerdotes y

gobernantes habían oído la antigua voz profética repercutir en la

multitud en respuesta a la pregunta: "¿Quién es éste?" pero no la

aceptaban como voz inspirada. Con ira y asombro, trataron de acallar a

la gente. Había funcionarios romanos en la muchedumbre, y ante éstos

denunciaron sus enemigos a Jesús como el cabecilla de una rebelión. Le

acusaron de querer apoderarse del templo y reinar como rey en Jerusalén.

Pero la serena voz de Jesús acalló por un momento la muchedumbre

clamorosa al declarar que no había venido para establecer un reino

temporal; pronto iba a ascender a su Padre, y sus acusadores no le

verían más hasta que volviese en gloria. Entonces, pero demasiado tarde

para salvarse, le reconocerían. Estas palabras fueron pronunciadas por

Jesús con tristeza y singular poder. Los oficiales romanos callaron

subyugados. Su corazón, aunque ajeno a la influencia divina, se conmovió

como nunca se había conmovido. En el rostro sereno y solemne de Jesús,

vieron amor, benevolencia y dignidad. Sintieron una simpatía que no

podían comprender. En vez de arrestar a Jesús, se inclinaron a

tributarle homenaje. Volviéndose hacia los sacerdotes y gobernantes, los

acusaron de crear disturbios. Estos caudillos, pesarosos y derrotados,

se volvieron a la gente con sus quejas y disputaron airadamente entre

sí.

Mientras tanto, Jesús entró sin que nadie lo notara, en el templo. Todo

estaba tranquilo allí, porque la escena que se había desarrollado en el

monte de las Olivas había atraído a la gente. Durante un corto tiempo

Jesús permaneció en el templo, mirándolo con tristeza. Luego se apartó

con sus discípulos y volvió a Betania. Cuando la gente le buscó para

ponerlo sobre el trono, no pudo hallarle.

Toda aquella noche Jesús la pasó en oración, y por la mañana volvió al

templo. Mientras iba, pasó al lado de un huerto de higueras. Tenía

hambre y, "viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó, si

quizá hallaría en ella algo; y como vino a ella, nada halló sino hojas;

porque no era tiempo de higos."

No era tiempo de higos maduros, excepto en ciertas localidades; y acerca

de las tierras altas que rodean a Jerusalén, se podía decir con acierto:

"No era tiempo de higos." Pero en el huerto al cual Jesús se acercó

había un árbol que parecía más adelantado que los demás. Estaba ya

cubierto de hojas. Es natural en la higuera que aparezcan los frutos

antes que se abran las hojas. Por lo tanto, este árbol cubierto de hojas

prometía frutos bien desarrollados. Pero su apariencia era engañosa. Al

revisar sus ramas, desde la más baja hasta la más alta, Jesús no "halló

sino hojas." No era sino engañoso follaje, nada más.

Cristo pronunció una maldición agostadora. "Nunca más coma nadie fruto

de ti para siempre," dijo. A la mañana siguiente, mientras el Salvador y

sus discípulos volvían otra vez a la ciudad, las ramas agostadas y

las hojas marchitas llamaron su atención. "Maestro --dijo Pedro,-- he

aquí la higuera que maldijiste, se ha secado."

El acto de Cristo, al maldecir la higuera, había asombrado a los

discípulos. Les pareció muy diferente de su proceder y sus obras. Con

frecuencia le habían oído declarar que no había venido para condenar al

mundo, sino para que el mundo pudiese ser salvo por él. Recordaban sus

palabras: "El Hijo del hombre no ha venido para perder las almas de los

hombres, sino para salvarlas." Había realizado sus obras maravillosas

para restaurar, nunca para destruir. Los discípulos le habían conocido

solamente como el Restaurador, el Sanador. Este acto era único. ¿Cuál

era su propósito? se preguntaban.

Dios "es amador de misericordia." "Vivo yo, dice el Señor Jehová, que no

quiero la muerte del impío." Para él la obra de destrucción y

condenación es una "extraña obra." Pero, con misericordia y amor, alza

el velo de lo futuro y revela a los hombres los resultados de una

conducta pecaminosa.

La maldición de la higuera era una parábola llevada a los hechos. Ese

árbol estéril, que desplegaba su follaje ostentoso a la vista de Cristo,

era un símbolo de la nación judía. El Salvador deseaba presentar

claramente a sus discípulos la causa y la certidumbre de la suerte de

Israel. Con este propósito invistió al árbol con cualidades morales y lo

hizo exponente de la verdad divina. Los judíos se distinguían de todas

las demás naciones porque profesaban obedecer a Dios. Habían sido

favorecidos especialmente por él, y aseveraban tener más justicia que

los demás pueblos. Pero estaban corrompidos por el amor del mundo y la

codicia de las ganancias. Se jactaban de su conocimiento, pero ignoraban

los requerimientos de Dios y estaban llenos de hipocresía. Como el árbol

estéril, extendían sus ramas ostentosas, de apariencia exuberante y

hermosas a la vista, pero no daban sino hojas. La religión judía, con su

templo magnífico, sus altares sagrados, sus sacerdotes mitrados y

ceremonias impresionantes, era hermosa en su apariencia externa, pero

carente de humildad, amor y benevolencia.

Ningún árbol del huerto tenía fruta, pero los árboles que no tenían

hojas no despertaban expectativa ni defraudaban esperanzas. Estos

árboles representaban a los gentiles. Estaban tan desprovistos de

piedad como los judíos; pero no profesaban servir a Dios. No aseveraban

jactanciosamente ser buenos. Estaban ciegos respecto de las obras y los

caminos de Dios. Para ellos no había llegado aún el tiempo de los

frutos. Estaban esperando todavía el día que les había de traer luz y

esperanza. Los judíos, que habían recibido mayores bendiciones de Dios,

eran responsables por el abuso que habían hecho de esos dones. Los

privilegios de los que se habían jactado, no hacían sino aumentar su

culpabilidad.

Jesús había acudido a la higuera con hambre, para hallar alimento. Así

también había venido a Israel, anhelante de hallar en él los frutos de

la justicia. Les había prodigado sus dones, a fin de que pudiesen llevar

frutos para beneficiar al mundo. Les había concedido toda oportunidad y

privilegio, y en pago buscaba su simpatía y cooperación en su obra de

gracia. Anhelaba ver en ellos abnegación y compasión, celo en servir a

Dios y una profunda preocupación por la salvación de sus semejantes. Si

hubiesen guardado la ley de Dios, habrían hecho la misma obra abnegada

que hacía Cristo. Pero el amor hacia Dios y los hombres estaba eclipsado

por el orgullo y la suficiencia propia. Se atrajeron la ruina al negarse

a servir a otros. No dieron al mundo los tesoros de la verdad que Dios

les había confiado. Podrían haber leído tanto su pecado como su castigo

en el árbol estéril. Marchitada bajo la maldición del Salvador, allí, de

pie, seca hasta la raíz, la higuera representaba lo que sería el pueblo

judío cuando la gracia de Dios se apartase de él. Por cuanto se negaba a

impartir bendiciones, ya no las recibiría. "Te perdiste, oh Israel,"

dice el Señor.

La amonestación que dio Jesús por medio de la higuera es para todos los

tiempos. El acto de Cristo, al maldecir el árbol que con su propio poder

había creado, se destaca como amonestación a todas las iglesias y todos

los cristianos. Nadie puede vivir la ley de Dios sin servir a otros.

Pero son muchos los que no viven la vida misericordiosa y abnegada de

Cristo. Algunos de los que se creen excelentes cristianos no comprenden

lo que es servir a Dios. Sus planes y sus estudios tienen por objeto

agradarse a sí mismos. Obran solamente con referencia a sí mismos. El

tiempo tiene para ellos valor únicamente en la medida en que les permite

juntar para sí. Este es su objeto en todos los asuntos de la vida.

No obran para otros, sino para sí mismos. Dios los creó para vivir en un

mundo donde debe cumplirse un servicio abnegado. Los destinó a ayudar a

sus semejantes de toda manera posible. Pero el yo asume tan grandes

proporciones que no pueden ver otra cosa. No están en contacto con la

humanidad. Los que así viven para sí son como la higuera que tenía mucha

apariencia, pero no llevaba fruto. Observan la forma de culto, pero sin

arrepentimiento ni fe. Profesan honrar la ley de Dios, pero les falta la

obediencia. Dicen, pero no hacen. En la sentencia pronunciada sobre la

higuera, Cristo demostró cuán abominable es a sus ojos esta vana

pretensión. Declaró que el que peca abiertamente es menos culpable que

el que profesa servir a Dios pero no lleva fruto para su gloria.

La parábola de la higuera, pronunciada antes de la visita de Cristo a

Jerusalén, está en relación directa con la lección que enseñó al

maldecir el árbol estéril. En el primer caso, el jardinero de la

parábola intercedió así: "Déjala aún este año, hasta que la excave y

estercole. Y si hiciere fruto, bien; y si no, la cortarás después."

Debía aumentarse el cuidado al árbol infructuoso. Debía tener todas las

ventajas posibles. Pero si permanecía sin dar fruto, nada podría

salvarlo de la destrucción. En la parábola, no se indicó el resultado

del trabajo del jardinero. Dependía de aquel pueblo al cual se dirigían

las palabras de Cristo. Los judíos estaban representados por el árbol

infructuoso, y a ellos les tocaba decidir su propio destino. Se les

había concedido toda ventaja que el Cielo podía otorgar les, pero no

aprovecharon sus acrecentadas bendiciones. El acto de Cristo, al

maldecir la higuera estéril, demostró el resultado. Los judíos habían

determinado su propia destrucción.

Durante más de mil años, esa nación había abusado de la misericordia de

Dios y atraído sus juicios. Había rechazado sus amonestaciones y muerto

a sus profetas. Los judíos contemporáneos de Cristo se hicieron

responsables de estos pecados al seguir la misma conducta. La culpa de

esa generación estribaba en que había rechazado las misericordias y

amonestaciones de que fuera objeto. La gente que vivía en el tiempo de

Cristo estaba cerrando sobre sí los hierros que la nación había estado

forjando durante siglos. 

En toda época se otorgó a los hombres su día de luz y privilegios, un

tiempo de gracia en el que pueden reconciliarse con Dios. Pero esta

gracia tiene un límite. La misericordia puede interceder durante años,

ser despreciada y rechazada. Pero llega al fin un momento cuando ella

hace su última súplica. El corazón se endurece de tal manera que cesa de

responder al Espíritu de Dios. Entonces la voz suave y atrayente ya no

suplica más al pecador, y cesan las reprensiones y amonestaciones.

Ese día había llegado para Jerusalén. Jesús lloró con angustia sobre la

ciudad condenada, pero no la podía librar. Había agotado todo recurso.

Al rechazar las amonestaciones del Espíritu de Dios, Israel había

rechazado el único medio de auxilio. No había otro poder por el cual

pudiese ser libertado.

La nación judía era un símbolo de las personas que en todo tiempo

desprecian las súplicas del amor infinito. Las lágrimas vertidas por

Cristo cuando lloró sobre Jerusalén fueron derramadas por los pecados de

todos los tiempos. En los juicios pronunciados sobre Israel, los que

rechazan las reprensiones y amonestaciones del Espíritu Santo de Dios

pueden leer su propia condenación.

En esta generación, muchos están siguiendo el mismo camino que los

judíos incrédulos. Han presenciado las manifestaciones del poder de

Dios; el Espíritu Santo ha hablado a su corazón; pero se aferran a su

incredulidad y resistencia. Dios les manda advertencias y reproches,

pero no están dispuestos a confesar sus errores, y rechazan su mensaje y

a sus mensajeros. Los mismos medios que él usa para restaurarlos llegan

a ser para ellos una piedra de tropiezo.

Los profetas de Dios eran aborrecidos por el apóstata Israel porque por

su medio eran revelados los pecados secretos del pueblo. Acab

consideraba a Elías como su enemigo porque el profeta reprendía

fielmente las iniquidades secretas del rey. Así también hoy los siervos

de Cristo, los que reprenden el pecado, encuentran desprecios y

repulsas. La verdad bíblica, la religión de Cristo, lucha contra una

fuerte corriente de impureza moral. El prejuicio es aun más fuerte en

los corazones humanos ahora que en los días de Cristo. Jesús no cumplía

las expectativas de los hombres; su vida reprendía sus pecados, y le

rechazaron. Así también ahora la verdad de la Palabra de Dios no

armoniza con las costumbres e inclinaciones naturales de los hombres, y

millares rechazan su luz. Impulsados por Satanás, los hombres ponen en

duda la Palabra de Dios y prefieren ejercer su juicio independiente.

Eligen las tinieblas antes que la luz, pero lo hacen con peligro de su

propia alma. Los que cavilaban acerca de las palabras de Cristo

encontraban siempre mayor causa de cavilación hasta que se apartaron de

la verdad y la vida. Así sucede ahora. Dios no se propone suprimir toda

objeción que el corazón carnal pueda presentar contra la verdad. Para

los que rechazan los preciosos rayos de luz que iluminarían las

tinieblas, los misterios de la Palabra de Dios lo serán siempre. La

verdad se les oculta. Andan ciegamente y no conocen la ruina que les

espera.

Cristo contempló el mundo de todos los siglos desde la altura del monte

de las Olivas; y sus palabras se aplican a toda alma que desprecia las

súplicas de la misericordia divina. Oh, escarnecedor de su amor, él se

dirige hoy a ti. A ti, aun a ti, que debieras conocer las cosas que

pertenecen a tu paz. Cristo está derramando amargas lágrimas por ti, que

no las tienes para ti mismo. Ya se está manifestando en ti aquella fatal

dureza de corazón que destruyó a los fariseos. Y toda evidencia de la

gracia de Dios, todo rayo de la luz divina, enternece y subyuga el alma,

o la confirma en una impenitencia sin esperanza.

Cristo previo que Jerusalén permanecería empedernida e impenitente; pero

toda la culpa, todas las consecuencias de la misericordia rechazada,

pesaban sobre ella. Así también sucederá con toda alma que está

siguiendo la misma conducta. El Señor declara: "Te perdiste, oh

Israel." "Oye, tierra. He aquí yo traigo mal sobre este pueblo, el

fruto de sus pensamientos; porque no escucharon a mis palabras, y

aborrecieron mi ley."

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