La entrada triunfal de Cristo en Jerusalén era una débil representación
de su venida en las nubes del cielo con poder y gloria, entre el triunfo
de los ángeles y el regocijo de los santos. Entonces se cumplirán las
palabras de Cristo a los sacerdotes y fariseos: "Desde ahora no me
veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.'
En visión profética se le mostró a Zacarías ese día de triunfo final; y
él contempló también la condenación de aquellos que rechazaron a Cristo
en su primer advenimiento: "Mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán
llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como
quien se aflige sobre primogénito." Cristo previó esta escena cuando
contempló la ciudad y lloró sobre ella. En la ruina temporal de
Jerusalén, vio la destrucción final de aquel pueblo culpable de derramar
la sangre del Hijo de Dios.
Los discípulos veían el odio de los judíos por Cristo, pero no veían
adónde los conduciría. No comprendían todavía la verdadera condición de
Israel, ni la retribución que iba a caer sobre Jerusalén. Cristo se lo
reveló mediante una significativa lección objetiva.
La última súplica a Jerusalén había sido hecha en vano. Los sacerdotes y
gobernantes habían oído la antigua voz profética repercutir en la
multitud en respuesta a la pregunta: "¿Quién es éste?" pero no la
aceptaban como voz inspirada. Con ira y asombro, trataron de acallar a
la gente. Había funcionarios romanos en la muchedumbre, y ante éstos
denunciaron sus enemigos a Jesús como el cabecilla de una rebelión. Le
acusaron de querer apoderarse del templo y reinar como rey en Jerusalén.
Pero la serena voz de Jesús acalló por un momento la muchedumbre
clamorosa al declarar que no había venido para establecer un reino
temporal; pronto iba a ascender a su Padre, y sus acusadores no le
verían más hasta que volviese en gloria. Entonces, pero demasiado tarde
para salvarse, le reconocerían. Estas palabras fueron pronunciadas por
Jesús con tristeza y singular poder. Los oficiales romanos callaron
subyugados. Su corazón, aunque ajeno a la influencia divina, se conmovió
como nunca se había conmovido. En el rostro sereno y solemne de Jesús,
vieron amor, benevolencia y dignidad. Sintieron una simpatía que no
podían comprender. En vez de arrestar a Jesús, se inclinaron a
tributarle homenaje. Volviéndose hacia los sacerdotes y gobernantes, los
acusaron de crear disturbios. Estos caudillos, pesarosos y derrotados,
se volvieron a la gente con sus quejas y disputaron airadamente entre
sí.
Mientras tanto, Jesús entró sin que nadie lo notara, en el templo. Todo
estaba tranquilo allí, porque la escena que se había desarrollado en el
monte de las Olivas había atraído a la gente. Durante un corto tiempo
Jesús permaneció en el templo, mirándolo con tristeza. Luego se apartó
con sus discípulos y volvió a Betania. Cuando la gente le buscó para
ponerlo sobre el trono, no pudo hallarle.
Toda aquella noche Jesús la pasó en oración, y por la mañana volvió al
templo. Mientras iba, pasó al lado de un huerto de higueras. Tenía
hambre y, "viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó, si
quizá hallaría en ella algo; y como vino a ella, nada halló sino hojas;
porque no era tiempo de higos."
No era tiempo de higos maduros, excepto en ciertas localidades; y acerca
de las tierras altas que rodean a Jerusalén, se podía decir con acierto:
"No era tiempo de higos." Pero en el huerto al cual Jesús se acercó
había un árbol que parecía más adelantado que los demás. Estaba ya
cubierto de hojas. Es natural en la higuera que aparezcan los frutos
antes que se abran las hojas. Por lo tanto, este árbol cubierto de hojas
prometía frutos bien desarrollados. Pero su apariencia era engañosa. Al
revisar sus ramas, desde la más baja hasta la más alta, Jesús no "halló
sino hojas." No era sino engañoso follaje, nada más.
Cristo pronunció una maldición agostadora. "Nunca más coma nadie fruto
de ti para siempre," dijo. A la mañana siguiente, mientras el Salvador y
sus discípulos volvían otra vez a la ciudad, las ramas agostadas y
las hojas marchitas llamaron su atención. "Maestro --dijo Pedro,-- he
aquí la higuera que maldijiste, se ha secado."
El acto de Cristo, al maldecir la higuera, había asombrado a los
discípulos. Les pareció muy diferente de su proceder y sus obras. Con
frecuencia le habían oído declarar que no había venido para condenar al
mundo, sino para que el mundo pudiese ser salvo por él. Recordaban sus
palabras: "El Hijo del hombre no ha venido para perder las almas de los
hombres, sino para salvarlas." Había realizado sus obras maravillosas
para restaurar, nunca para destruir. Los discípulos le habían conocido
solamente como el Restaurador, el Sanador. Este acto era único. ¿Cuál
era su propósito? se preguntaban.
Dios "es amador de misericordia." "Vivo yo, dice el Señor Jehová, que no
quiero la muerte del impío." Para él la obra de destrucción y
condenación es una "extraña obra." Pero, con misericordia y amor, alza
el velo de lo futuro y revela a los hombres los resultados de una
conducta pecaminosa.
La maldición de la higuera era una parábola llevada a los hechos. Ese
árbol estéril, que desplegaba su follaje ostentoso a la vista de Cristo,
era un símbolo de la nación judía. El Salvador deseaba presentar
claramente a sus discípulos la causa y la certidumbre de la suerte de
Israel. Con este propósito invistió al árbol con cualidades morales y lo
hizo exponente de la verdad divina. Los judíos se distinguían de todas
las demás naciones porque profesaban obedecer a Dios. Habían sido
favorecidos especialmente por él, y aseveraban tener más justicia que
los demás pueblos. Pero estaban corrompidos por el amor del mundo y la
codicia de las ganancias. Se jactaban de su conocimiento, pero ignoraban
los requerimientos de Dios y estaban llenos de hipocresía. Como el árbol
estéril, extendían sus ramas ostentosas, de apariencia exuberante y
hermosas a la vista, pero no daban sino hojas. La religión judía, con su
templo magnífico, sus altares sagrados, sus sacerdotes mitrados y
ceremonias impresionantes, era hermosa en su apariencia externa, pero
carente de humildad, amor y benevolencia.
Ningún árbol del huerto tenía fruta, pero los árboles que no tenían
hojas no despertaban expectativa ni defraudaban esperanzas. Estos
árboles representaban a los gentiles. Estaban tan desprovistos de
piedad como los judíos; pero no profesaban servir a Dios. No aseveraban
jactanciosamente ser buenos. Estaban ciegos respecto de las obras y los
caminos de Dios. Para ellos no había llegado aún el tiempo de los
frutos. Estaban esperando todavía el día que les había de traer luz y
esperanza. Los judíos, que habían recibido mayores bendiciones de Dios,
eran responsables por el abuso que habían hecho de esos dones. Los
privilegios de los que se habían jactado, no hacían sino aumentar su
culpabilidad.
Jesús había acudido a la higuera con hambre, para hallar alimento. Así
también había venido a Israel, anhelante de hallar en él los frutos de
la justicia. Les había prodigado sus dones, a fin de que pudiesen llevar
frutos para beneficiar al mundo. Les había concedido toda oportunidad y
privilegio, y en pago buscaba su simpatía y cooperación en su obra de
gracia. Anhelaba ver en ellos abnegación y compasión, celo en servir a
Dios y una profunda preocupación por la salvación de sus semejantes. Si
hubiesen guardado la ley de Dios, habrían hecho la misma obra abnegada
que hacía Cristo. Pero el amor hacia Dios y los hombres estaba eclipsado
por el orgullo y la suficiencia propia. Se atrajeron la ruina al negarse
a servir a otros. No dieron al mundo los tesoros de la verdad que Dios
les había confiado. Podrían haber leído tanto su pecado como su castigo
en el árbol estéril. Marchitada bajo la maldición del Salvador, allí, de
pie, seca hasta la raíz, la higuera representaba lo que sería el pueblo
judío cuando la gracia de Dios se apartase de él. Por cuanto se negaba a
impartir bendiciones, ya no las recibiría. "Te perdiste, oh Israel,"
dice el Señor.
La amonestación que dio Jesús por medio de la higuera es para todos los
tiempos. El acto de Cristo, al maldecir el árbol que con su propio poder
había creado, se destaca como amonestación a todas las iglesias y todos
los cristianos. Nadie puede vivir la ley de Dios sin servir a otros.
Pero son muchos los que no viven la vida misericordiosa y abnegada de
Cristo. Algunos de los que se creen excelentes cristianos no comprenden
lo que es servir a Dios. Sus planes y sus estudios tienen por objeto
agradarse a sí mismos. Obran solamente con referencia a sí mismos. El
tiempo tiene para ellos valor únicamente en la medida en que les permite
juntar para sí. Este es su objeto en todos los asuntos de la vida.
No obran para otros, sino para sí mismos. Dios los creó para vivir en un
mundo donde debe cumplirse un servicio abnegado. Los destinó a ayudar a
sus semejantes de toda manera posible. Pero el yo asume tan grandes
proporciones que no pueden ver otra cosa. No están en contacto con la
humanidad. Los que así viven para sí son como la higuera que tenía mucha
apariencia, pero no llevaba fruto. Observan la forma de culto, pero sin
arrepentimiento ni fe. Profesan honrar la ley de Dios, pero les falta la
obediencia. Dicen, pero no hacen. En la sentencia pronunciada sobre la
higuera, Cristo demostró cuán abominable es a sus ojos esta vana
pretensión. Declaró que el que peca abiertamente es menos culpable que
el que profesa servir a Dios pero no lleva fruto para su gloria.
La parábola de la higuera, pronunciada antes de la visita de Cristo a
Jerusalén, está en relación directa con la lección que enseñó al
maldecir el árbol estéril. En el primer caso, el jardinero de la
parábola intercedió así: "Déjala aún este año, hasta que la excave y
estercole. Y si hiciere fruto, bien; y si no, la cortarás después."
Debía aumentarse el cuidado al árbol infructuoso. Debía tener todas las
ventajas posibles. Pero si permanecía sin dar fruto, nada podría
salvarlo de la destrucción. En la parábola, no se indicó el resultado
del trabajo del jardinero. Dependía de aquel pueblo al cual se dirigían
las palabras de Cristo. Los judíos estaban representados por el árbol
infructuoso, y a ellos les tocaba decidir su propio destino. Se les
había concedido toda ventaja que el Cielo podía otorgar les, pero no
aprovecharon sus acrecentadas bendiciones. El acto de Cristo, al
maldecir la higuera estéril, demostró el resultado. Los judíos habían
determinado su propia destrucción.
Durante más de mil años, esa nación había abusado de la misericordia de
Dios y atraído sus juicios. Había rechazado sus amonestaciones y muerto
a sus profetas. Los judíos contemporáneos de Cristo se hicieron
responsables de estos pecados al seguir la misma conducta. La culpa de
esa generación estribaba en que había rechazado las misericordias y
amonestaciones de que fuera objeto. La gente que vivía en el tiempo de
Cristo estaba cerrando sobre sí los hierros que la nación había estado
forjando durante siglos.
En toda época se otorgó a los hombres su día de luz y privilegios, un
tiempo de gracia en el que pueden reconciliarse con Dios. Pero esta
gracia tiene un límite. La misericordia puede interceder durante años,
ser despreciada y rechazada. Pero llega al fin un momento cuando ella
hace su última súplica. El corazón se endurece de tal manera que cesa de
responder al Espíritu de Dios. Entonces la voz suave y atrayente ya no
suplica más al pecador, y cesan las reprensiones y amonestaciones.
Ese día había llegado para Jerusalén. Jesús lloró con angustia sobre la
ciudad condenada, pero no la podía librar. Había agotado todo recurso.
Al rechazar las amonestaciones del Espíritu de Dios, Israel había
rechazado el único medio de auxilio. No había otro poder por el cual
pudiese ser libertado.
La nación judía era un símbolo de las personas que en todo tiempo
desprecian las súplicas del amor infinito. Las lágrimas vertidas por
Cristo cuando lloró sobre Jerusalén fueron derramadas por los pecados de
todos los tiempos. En los juicios pronunciados sobre Israel, los que
rechazan las reprensiones y amonestaciones del Espíritu Santo de Dios
pueden leer su propia condenación.
En esta generación, muchos están siguiendo el mismo camino que los
judíos incrédulos. Han presenciado las manifestaciones del poder de
Dios; el Espíritu Santo ha hablado a su corazón; pero se aferran a su
incredulidad y resistencia. Dios les manda advertencias y reproches,
pero no están dispuestos a confesar sus errores, y rechazan su mensaje y
a sus mensajeros. Los mismos medios que él usa para restaurarlos llegan
a ser para ellos una piedra de tropiezo.
Los profetas de Dios eran aborrecidos por el apóstata Israel porque por
su medio eran revelados los pecados secretos del pueblo. Acab
consideraba a Elías como su enemigo porque el profeta reprendía
fielmente las iniquidades secretas del rey. Así también hoy los siervos
de Cristo, los que reprenden el pecado, encuentran desprecios y
repulsas. La verdad bíblica, la religión de Cristo, lucha contra una
fuerte corriente de impureza moral. El prejuicio es aun más fuerte en
los corazones humanos ahora que en los días de Cristo. Jesús no cumplía
las expectativas de los hombres; su vida reprendía sus pecados, y le
rechazaron. Así también ahora la verdad de la Palabra de Dios no
armoniza con las costumbres e inclinaciones naturales de los hombres, y
millares rechazan su luz. Impulsados por Satanás, los hombres ponen en
duda la Palabra de Dios y prefieren ejercer su juicio independiente.
Eligen las tinieblas antes que la luz, pero lo hacen con peligro de su
propia alma. Los que cavilaban acerca de las palabras de Cristo
encontraban siempre mayor causa de cavilación hasta que se apartaron de
la verdad y la vida. Así sucede ahora. Dios no se propone suprimir toda
objeción que el corazón carnal pueda presentar contra la verdad. Para
los que rechazan los preciosos rayos de luz que iluminarían las
tinieblas, los misterios de la Palabra de Dios lo serán siempre. La
verdad se les oculta. Andan ciegamente y no conocen la ruina que les
espera.
Cristo contempló el mundo de todos los siglos desde la altura del monte
de las Olivas; y sus palabras se aplican a toda alma que desprecia las
súplicas de la misericordia divina. Oh, escarnecedor de su amor, él se
dirige hoy a ti. A ti, aun a ti, que debieras conocer las cosas que
pertenecen a tu paz. Cristo está derramando amargas lágrimas por ti, que
no las tienes para ti mismo. Ya se está manifestando en ti aquella fatal
dureza de corazón que destruyó a los fariseos. Y toda evidencia de la
gracia de Dios, todo rayo de la luz divina, enternece y subyuga el alma,
o la confirma en una impenitencia sin esperanza.
Cristo previo que Jerusalén permanecería empedernida e impenitente; pero
toda la culpa, todas las consecuencias de la misericordia rechazada,
pesaban sobre ella. Así también sucederá con toda alma que está
siguiendo la misma conducta. El Señor declara: "Te perdiste, oh
Israel." "Oye, tierra. He aquí yo traigo mal sobre este pueblo, el
fruto de sus pensamientos; porque no escucharon a mis palabras, y
aborrecieron mi ley."