El deseado de todas las gentes

By youlyn

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A través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que... More

PREFACIO
CAPÍTULO 1 - Dios con Nosotros
CAPÍTULO 2 - El Pueblo Elegido
CAPÍTULO 3 - El Cumplimiento del Tiempo
CAPÍTULO 4 - Un Salvador os es Nacido
CAPÍTULO 5 - La Dedicación
CAPÍTULO 6 - "Su Estrella Hemos Visto"
CAPÍTULO 7 - La Niñez de Cristo
CAPÍTULO 8 - La Visita de Pascua
CAPÍTULO 9 - Días de Conflicto
CAPÍTULO 10 - La Voz que Clamaba en el Desierto
CAPÍTULO 11 - El Bautismo
CAPÍTULO 12 - La Tentación
CAPÍTULO 13 - La Victoria
CAPÍTULO 14 - "Hemos Hallado al Mesías"
CAPÍTULO 15 - En las Bodas de Caná
CAPÍTULO 16 - En su Templo
CAPÍTULO 17 - Nicodemo
CAPÍTULO 18 - "A él Conviene Crecer"
CAPÍTULO 19 - Junto al Pozo de Jacob
CAPÍTULO 20 - "Si no Viereis Señales y Milagros"
CAPÍTULO 21 - Betesda y el Sanedrín
CAPÍTULO 22 - Encarcelamiento y Muerte de Juan
CAPÍTULO 23 - "El Reino de Dios Está Cerca"
CAPÍTULO 24 - "¿No es Este el Hijo del Carpintero?"
CAPÍTULO 25 - El Llamamiento a Orillas del Mar
CAPÍTULO 26 - En Capernaúm
CAPÍTULO 27 - "Puedes Limpiarme"
CAPÍTULO 28 - Leví Mateo
CAPÍTULO 29 - El Sábado
CAPÍTULO 30 - La Ordenación de los Doce
CAPÍTULO 31 - El Sermón del Monte
CAPÍTULO 32 - El Centurión
CAPÍTULO 33 - ¿Quiénes son mis Hermanos?
CAPÍTULO 34 - La Invitación
CAPÍTULO 35 - "Calla, Enmudece"
CAPÍTULO 36 - El Toque de la Fe
CAPÍTULO 37 - Los Primeros Evangelistas
CAPÍTULO 38 - Venid, Reposad un Poco
CAPÍTULO 39 - "Dadles Vosotros de Comer"
CAPÍTULO 40 - Una Noche Sobre el Lago
CAPÍTULO 41 - La Crisis en Galilea
CAPÍTULO 42 - La Tradición
CAPÍTULO 43 - Barreras Quebrantadas
CAPÍTULO 44 - La Verdadera Señal
CAPÍTULO 45 - Previsiones de la Cruz
CAPÍTULO 46 - La Transfiguración
CAPÍTULO 47 - "Nada os Será Imposible"
CAPÍTULO 48 - ¿Quién es el Mayor?
CAPÍTULO 49 - La Fiesta de las Cabañas
CAPÍTULO 50 - Entre Trampas y Peligros
CAPÍTULO 51 - "La Luz de la Vida"
CAPÍTULO 52 - El Divino Pastor
CAPÍTULO 53 - El Ultimo Viaje Desde Galilea
CAPÍTULO 54 - El Buen Samaritano
CAPÍTULO 55 - Sin Manifestación Exterior
CAPÍTULO 56 - "Dejad los Niños Venir a Mí"
CAPÍTULO 57 - "Una Cosa te Falta"
CAPÍTULO 58 - "Lázaro, Ven Fuera"
CAPÍTULO 59 - Conspiraciones Sacerdotales
CAPÍTULO 60 - La Ley del Nuevo Reino
CAPÍTULO 61 - Zaqueo
CAPÍTULO 63 - Tu Rey Viene
CAPÍTULO 64 - Un Pueblo Condenado
CAPÍTULO 65 - Cristo Purifica de Nuevo el Templo
CAPÍTULO 66 - Controversias
CAPÍTULO 67 - Ayes Sobre los Fariseos
CAPÍTULO 68 - En el atrio exterior
CAPÍTULO 69 - En el Monte de las Olivas
CAPÍTULO 70 - "Estos mis hermanos pequeñitos"
CAPÍTULO 71 - Un siervo de siervos
CAPÍTULO 72 - "Haced esto en memoria de mí"
CAPÍTULO 73 - "No se turbe vuestro corazón"
CAPÍTULO 74 - Getsemaní
CAPÍTULO 75 - Ante Annás y Caifás
CAPÍTULO 76 - Judas
CAPÍTULO 77 - En el tribunal de Pilato
CAPÍTULO 78 - El Calvario
CAPÍTULO 79 - "Consumado es"
CAPÍTULO 80 - En la tumba de José
CAPÍTULO 81 - "El señor ha resucitado"
CAPÍTULO 82 - "¿Por qué lloras?"
CAPÍTULO 83 - El viaje a Emaús
CAPÍTULO 84 - "Paz a vosotros"
CAPÍTULO 85 - De nuevo a orillas del mar
CAPÍTULO 86 - Id, doctrinad a todas las naciones
CAPÍTULO 87 - "A mi padre y a vuestro padre"

CAPÍTULO 62 - La Fiesta en Casa de Simón

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By youlyn

Simon de Betania era considerado discípulo de Jesús. Era uno de los

pocos fariseos que se habían unido abiertamente a los seguidores de

Cristo. Reconocía a Jesús como maestro y esperaba que fuese el Mesías,

pero no le había aceptado como Salvador. Su carácter no había sido

transformado; sus principios no habían cambiado.

Simón había sido sanado de la lepra, y era esto lo que le había atraído

a Jesús. Deseaba manifestar su gratitud, y en ocasión de la última

visita de Cristo a Betania ofreció un festín al Salvador y a sus

discípulos. Este festín reunió a muchos de los judíos. Había entonces

mucha excitación en Jerusalén. Cristo y su misión llamaban la atención

más que nunca antes. Aquellos que habían venido a la fiesta vigilaban

estrechamente sus movimientos, y algunos, con ojos inamistosos.

El Salvador había llegado a Betania solamente seis días antes de la

Pascua, y de acuerdo con su costumbre había buscado descanso en la casa

de Lázaro. Los muchos viajeros que iban hacia la ciudad difundieron las

noticias de que él estaba en camino a Jerusalén y pasaría el sábado en

Betania. Había gran entusiasmo entre la gente. Muchos se dirigieron a

Betania, algunos llevados por la simpatía para con Jesús, y otros por la

curiosidad de ver al que había sido resucitado.

Muchos esperaban oír de Lázaro una descripción maravillosa de las

escenas de ultratumba. Se sorprendían de que no les dijera nada. Nada

tenía él de esta naturaleza que decir. La Inspiración declara: "Los

muertos nada saben.... Su amor, y su odio y su envidia, feneció ya."

Pero Lázaro tenía un admirable testimonio que dar respecto a la obra de

Cristo. Había sido resucitado con este propósito. Con certeza y poder,

declaraba que Jesús era el Hijo de Dios.

Los informes llevados de vuelta a Jerusalén por los que visitaron

Betania aumentaban la excitación. El pueblo estaba ansioso de ver y

oír a Jesús. Por todas partes se indagaba si Lázaro le acompañaría a

Jerusalén, y si el profeta sería coronado rey en ocasión de la Pascua.

Los sacerdotes y gobernantes veían que su influencia sobre el pueblo

estaba debilitándose cada vez más, y su odio contra Jesús se volvía más

acerbo. Difícilmente podían esperar la oportunidad de quitarlo para

siempre de su camino. A medida que transcurría el tiempo, empezaron a

temer que al fin no viniera a Jerusalén. Recordaban cuán a menudo había

frustrado sus designios criminales, y temían que hubiese leído ahora sus

propósitos contra él y permaneciera lejos. Mal podían ocultar su

ansiedad, y preguntaban entre sí: "¿Qué os parece, que no vendrá a la

fiesta?"

Convocaron un concilio de sacerdotes y fariseos. Desde la resurrección

de Lázaro, las simpatías del pueblo estaban tan plenamente con Cristo

que sería peligroso apoderarse de él abiertamente. Así que las

autoridades determinaron prenderle secretamente y llevarle al tribunal

tan calladamente como fuera posible. Esperaban que cuando su condena se

conociese, la voluble corriente de la opinión pública se pondría en

favor de ellos.

Así se proponían destruir a Jesús. Pero los sacerdotes y rabinos sabían

que mientras Lázaro viviese, no estarían seguros. La misma existencia de

un hombre que había estado cuatro días en la tumba y que había sido

resucitado por una palabra de Jesús, ocasionaría, tarde o temprano, una

reacción. El pueblo habría de vengarse contra sus dirigentes por haber

quitado la vida a Aquel que podía realizar tal milagro. Por lo tanto, el

Sanedrín llegó a la conclusión de que Lázaro también debía morir. A

tales extremos conducen a sus esclavos la envidia y el prejuicio. El

odio y la incredulidad de los dirigentes judíos habían crecido hasta

disponerlos a quitar la vida a quien el poder infinito había rescatado

del sepulcro.

Mientras se tramaba esto en Jerusalén, Jesús y sus amigos estaban

invitados al festín de Simón. A un lado del Salvador, estaba sentado a

la mesa Simón a quien él había curado de una enfermedad repugnante, y al

otro lado Lázaro a quien había resucitado. Marta servía, pero María

escuchaba fervientemente cada palabra que salía de los labios de Jesús.

En su misericordia Jesús había perdonado sus pecados, había llamado

de la tumba a su amado hermano, y el corazón de María estaba lleno de

gratitud. Ella había oído hablar a Jesús de su próxima muerte, y en su

profundo amor y tristeza había anhelado honrarle. A costa de gran

sacrificio personal, había adquirido un vaso de alabastro de "nardo

líquido de mucho precio" para ungir su cuerpo. Pero muchos declaraban

ahora que él estaba a punto de ser coronado rey. Su pena se convirtió en

gozo y ansiaba ser la primera en honrar a su Señor. Quebrando el vaso de

ungüento, derramó su contenido sobre la cabeza y los pies de Jesús, y

llorando postrada le humedecía los pies con sus lágrimas y se los secaba

con su larga y flotante cabellera.

Había procurado evitar ser observada y sus movimientos podrían haber

quedado inadvertidos, pero el ungüento llenó la pieza con su fragancia y

delató su acto a todos los presentes. Judas consideró este acto con gran

disgusto. En vez de esperar para oír lo que Jesús dijera sobre el

asunto, comenzó a susurrar a sus compañeros más próximos críticas contra

Cristo porque toleraba tal desperdicio. Astutamente, hizo sugestiones

tendientes a provocar descontento.

Judas era el tesorero de los discípulos, y de su pequeño depósito había

extraído secretamente para su propio uso, reduciendo así sus recursos a

una escasa pitanza. Estaba ansioso de poner en su bolsa todo lo que

pudiera obtener. A menudo había que sacar dinero de la bolsa para

aliviar a los pobres; y cuando se compraba alguna cosa que Judas no

consideraba esencial, él solía decir: ¿Por qué se hace este despilfarro?

¿Por qué no se coloca el costo de esto en la bolsa que yo llevo para los

pobres? Ahora el acto de María contrastaba tanto con su egoísmo que él

quedaba expuesto a la vergüenza; y de acuerdo con su costumbre trató de

dar un motivo digno a su crítica en cuanto a la dádiva de ella.

Dirigiéndose a los discípulos, preguntó: "¿Por qué no se ha vendido este

ungüento por trescientos dineros, y se dio a los pobres? Mas dijo esto,

no por el cuidado que él tenía de los pobres; sino porque era ladrón, y

tenía la bolsa, y traía lo que se echaba en ella." Judas no tenía amor

a los pobres. Si el ungüento de María se hubiese vendido y el importe

hubiera caído en su poder, los pobres no habrían recibido beneficio. 

Judas tenía un elevado concepto de su propia capacidad administrativa.

Se consideraba muy superior a sus condiscípulos como hombre de finanzas,

y los había inducido a ellos a considerarlo de la misma manera. Había

ganado su confianza y tenía gran influencia sobre ellos. La simpatía

que profesaba a los pobres los engañaba, y su artera insinuación los

indujo a mirar con desagrado la devoción de María. El murmullo circuyó

la mesa: "¿Por qué se pierde esto? Porque esto se podía vender por gran

precio, y darse a los pobres."

María oyó las palabras de crítica. Su corazón temblaba en su interior.

Temía que su hermana la reprendiera como derrochadora. El Maestro

también podía considerarla impróvida. Estaba por ausentarse sin ser

elogiada ni excusada, cuando oyó la voz de su Señor: "Dejadla; ¿por qué

la fatigáis?" El vio que estaba turbada y apenada. Sabía que mediante

este acto de servicio había expresado su gratitud por el perdón de sus

pecados, e impartió alivio a su espíritu. Elevando su voz por encima del

murmullo de censuras, dijo: "Buena obra me ha hecho; que siempre

tendréis los pobres con vosotros, y cuando quisiereis les podréis hacer

bien; mas a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía;

porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura."

El don fragante que María había pensado prodigar al cuerpo muerto del

Salvador, lo derramó sobre él en vida. En el entierro, su dulzura sólo

hubiera llenado la tumba, pero ahora llenó su corazón con la seguridad

de su fe y amor. José de Arimatea y Nicodemo no ofrecieron su don de

amor a Jesús durante su vida. Con lágrimas amargas, trajeron sus

costosas especias para su cuerpo rígido e inconsciente. Las mujeres que

llevaron substancias aromáticas a la tumba halla ron que su diligencia

era vana, porque él había resucitado.

Pero María, al derramar su ofrenda sobre el Salvador, mientras él era

consciente de su devoción, le ungió para la sepultura. Y cuando él

penetró en las tinieblas de su gran prueba, llevó con sigo el recuerdo

de aquel acto, anticipo del amor que le tributarían para siempre

aquellos que redimiera.

Muchos son los que ofrendan sus dones preciosos a los muertos. Cuando

están alrededor de su cuerpo frío, silencioso, abundan en palabras de

amor. La ternura, el aprecio y la devoción son prodigados al que no

ve ni oye. Si esas palabras se hubiesen dicho cuando el espíritu

fatigado las necesitaba mucho; cuando el oído podía oír y el corazón

sentir, ¡cuán preciosa habría sido su fragancia!

María no conocía el significado pleno de su acto de amor. No podía

contestar a sus acusadores. No podía explicar por qué había escogido esa

ocasión para ungir a Jesús. El Espíritu Santo había pensado en lugar

suyo, y ella había obedecido sus impulsos. La Inspiración no se humilla

a dar explicaciones. Una asistencia invisible habla a la mente y al

alma, y mueve el corazón a la acción. Es su propia justificación.

Cristo le dijo a María el significado de su acción, y con ello le dio

más de lo que había recibido. "Porque echando este ungüento sobre mi

cuerpo --dijo él,-- para sepultarme lo ha hecho." De la manera en que el

alabastro fue quebrado y se llenó la casa entera con su fragancia, así

Cristo había de morir, su cuerpo había de ser quebrantado; pero él había

de resucitar de la tumba y la fragancia de su vida llenaría la tierra.

"Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y

sacrificio a Dios en olor suave."

"De cierto os digo --declaró Cristo,-- que donde quiera que este

evangelio fuere predicado en todo el mundo, también será dicho para

memoria de ella, lo que ésta ha hecho." Mirando en lo futuro, el

Salvador habló con certeza concerniente a su Evangelio. Iba a predicarse

en todo el mundo. Y hasta donde el Evangelio se extendiese, el don de

María exhalaría su fragancia y los corazones serían bendecidos por su

acción espontánea. Se levantarían y caerían los reinos; los nombres de

los monarcas y conquistadores serían olvidados; pero la acción de esta

mujer sería inmortalizada en las páginas de la historia sagrada. Hasta

que el tiempo no fuera más, aquel vaso de alabastro contaría la historia

del abundante amor de Dios para con la especie caída.

La acción de María estaba en pronunciado contraste con la que Judas

estaba por realizar. ¡Cuán terminante lección pudiera haberle dado

Cristo a aquel que había sembrado la semilla de la crítica y los malos

pensamientos en la mente de los discípulos! ¡Cuán justamente el acusador

pudiera haber sido acusado! Aquel que lee los motivos de cada corazón y

516 entiende toda acción, pudo haber abierto ante los que estaban en la

fiesta los capítulos obscuros de la vida de Judas. Podría haber

desenmascarado la falsa pretensión sobre la cual el traidor basaba sus

palabras; porque en vez de tener simpatía para con los pobres, él les

robaba el dinero destinado a aliviarlos. Podría Cristo haber excitado la

indignación contra él porque oprimía a la viuda, al huérfano y al

asalariado. Pero si Cristo hubiese desenmascarado a Judas, esto se

hubiera considerado como un motivo de la traición. Y aunque acusado de

ser ladrón, Judas hubiera ganado simpatía hasta entre los discípulos. El

Salvador no le censuró, y así evitó darle una excusa para traicionarle.

Pero la mirada que Jesús dirigió a Judas le convenció de que el Salvador

discernía su hipocresía y leía su carácter vil y despreciable. Al

elogiar la acción de María, que había sido tan severamente condenada,

Cristo había censurado a Judas. Antes de eso, nunca le había hecho el

Salvador un reproche directo. Ahora la reprensión había provocado

resentimiento en su corazón y resolvió vengarse. De la cena fue

directamente al palacio del sumo sacerdote, donde estaba reunido el

concilio, y ofreció entregar a Jesús en sus manos.

Los sacerdotes se alegraron mucho. A estos dirigentes de Israel se les

había dado el privilegio de recibir a Cristo como su Salvador, sin

dinero y sin precio. Pero rechazaron el precioso don que les fue

ofrecido con el más tierno espíritu de amor constrictivo. Rehusaron

aceptar la salvación que es de más alto valor que el oro, y compraron a

su Salvador por treinta piezas de plata.

Judas se había entregado a la avaricia hasta que ésta había subyugado

todo buen rasgo de su carácter. Envidiaba la ofrenda hecha a Jesús. Su

corazón estaba lleno de celos porque el Salvador había sido objeto de un

don digno de los monarcas de la tierra. Por una cantidad muy inferior a

la que costaba el vaso de ungüento, entregó a su Señor.

Los discípulos no se parecían a Judas. Ellos amaban al Salvador. Pero no

apreciaban debidamente su exaltado carácter. Si hubiesen comprendido lo

que él había hecho por ellos, hubieran sentido que nada que se le

ofrendaba era malgastado. Los sabios del Oriente, que conocían tan poco

de Jesús, habían manifestado mejor aprecio del honor debido a él.

Trajeron sus preciosos dones al Salvador, y se inclinaron en homenaje a

él, cuando no era sino un niño y yacía en un pesebre.

Cristo apreciaba los actos de cortesía que brotaban del corazón. Cuando

alguien le hacía un favor, lo bendecía con cortesía celestial. No

rechazaba la flor más sencilla arrancada por la mano de un niño, que se

la ofrecía con amor. Aceptaba las ofrendas de los niños, bendecía a los

donantes e inscribía sus nombres en el libro de la vida. En las

escrituras, se menciona el ungimiento de Jesús por María para

distinguirla de las otras Marías. Los actos de amor y reverencia para

con Jesús son una evidencia de la fe en él como Hijo de Dios. Y el

Espíritu Santo menciona, como evidencia de la lealtad de una mujer a

Cristo: "Si ha lavado los pies de los santos; si ha socorrido a los

afligidos; si ha seguido toda buena obra."

Cristo se deleitó en el ardiente deseo de María de hacer bien a su

Señor. Aceptó la abundancia del afecto puro mientras que sus discípulos

no lo comprendieron ni quisieron comprenderlo. El deseo que María tenía

de prestar este servicio a su Señor era de más valor para Cristo que

todo el ungüento precioso del mundo, porque expresaba el aprecio de ella

por el Redentor del mundo. El amor de Cristo la constreñía. Llenaba su

alma la sin par excelencia del carácter de Cristo. Aquel ungüento era

un símbolo del corazón de la donante. Era la demostración exterior de

un amor alimentado por las corrientes celestiales hasta que desbordaba.

El acto de María era precisamente la lección que necesitaban los

discípulos para mostrarle que la expresión de su amor a Cristo le

alegraría. El había sido todo para ellos, y no comprendían que pronto

serían privados de su presencia, que pronto no podrían ofrecerle prueba

alguna de gratitud por su grande amor. La soledad de Cristo, separado

de las cortes celestiales, viviendo la vida de los seres humanos, nunca

fue comprendida ni apreciada por sus discípulos como debiera haberlo

sido. El se apenaba a menudo porque sus discípulos nunca le daban lo

que hubiera debido recibir de ellos. Sabía que si hubiesen estado bajo

la influencia de los ángeles celestiales que le acompañaban, ellos

también hubieran pensado que ninguna ofrenda era de suficiente valor

para manifestar el afecto espiritual del corazón.

Su comprensión posterior les dio una verdadera idea de las muchas cosas

que hubieran podido hacer para expresar a Jesús el amor y la gratitud de

sus corazones, mientras estaban junto a él. Cuando ya no estaba con

ellos y se sintieron en verdad como ovejas sin pastor, empezaron a ver

cómo hubieran podido hacerle atenciones que hubieran infundido alegría a

su corazón. Ya no cargaron de reproches a María, sino a sí mismos. ¡Oh,

si hubiesen podido recoger sus censuras, su presentación del pobre como

más digno del don que Cristo. Sintieron el reproche agudamente cuando

quitaron de la cruz ele cuerpo magullado de su Señor.

La misma necesidad es evidente en nuestro mundo hoy. Son pocos los que

aprecian todo lo que Cristo es para ellos. Si lo hicieran expresarían el

gran amor de María, ofrendarían libremente el ungüento, y no lo

considerarían un derroche. Nada tendrían por demasiado costoso para

darlo a Cristo, ningún acto de abnegación o sacrificio personal les

parecería demasiado grande para soportarlo por amor a él.

Las palabras dichas con indignación: "¿Por qué se pierde esto?"

recordaron vívidamente a Cristo el mayor sacrificio jamás hecho: el don

de sí mismo en propiciación por un mundo perdido. El Señor quería ser

tan generoso con su familia humana que no pudiera decirse que él habría

podido hacer más. En el don de Jesús, Dios dio el cielo entero. Desde el

punto de vista humano, tal sacrificio era un derroche desenfrenado. Para

el raciocinio humano, todo el plan de la salvación es un derroche de

mercedes y recursos. Podemos ver abnegación y sacrificio sincero en

todas partes. Bien pueden las huestes celestiales mirar con asombro a

la familia humana que rehusa ser elevada y enriquecida con el infinito

amor expresado en Cristo. Bien pueden ellas exclamar: ¿Por qué se hace

este gran derroche?

Pero la propiciación para un mundo perdido había de ser plena, abundante

y completa. La ofrenda de Cristo era sumamente abundante para enriquecer

a toda alma que Dios había creado. No debía restringirse de modo que no

excediera al número de los que aceptarían el gran Don. No todos los 

hombres se salvan; sin embargo, el plan de redención no es un

desperdicio porque no logra todo lo que está provisto por su

liberalidad. Debía haber suficiente y sobrar.

Simón, el huésped, había sentido la influencia de la crítica de Judas

respecto al don de María, y se había sorprendido por la conducta de

Jesús. Su orgullo de fariseo se había ofendido. Sabía que muchos de sus

huéspedes estaban mirando a Cristo con desconfianza y desagrado. Dijo

entre sí: "Este, si fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer

que le toca, que es pecadora."

Al curarlo a Simón de la lepra, Cristo lo había salvado de una muerte

viviente. Pero ahora Simón se preguntaba si el Salvador era profeta.

Porque Cristo permitió que esta mujer se acercara a él, porque no la

rechazó con indignación como a una persona cuyos pecados eran demasiado

grandes para ser perdonados, porque no demostró que comprendía que ella

había caído, Simón estaba tentado a pensar que él no era profeta. Jesús

no sabe nada en cuanto a esta mujer que es tan liberal en sus

demostraciones, pensaba él, de lo contrario no permitiría que le tocase.

Pero era la ignorancia de Simón respecto a Dios y a Cristo lo que le

inducía a pensar así. No comprendía que el Hijo de Dios debía actuar

como Dios, con compasión, ternura y misericordia. El plan de Simón

consistía en no prestar atención al servicio de penitencia de María. El

acto de ella, de besar los pies de Cristo y ungirlos con ungüento, era

exasperante para su duro corazón. Y pensó que si Cristo era profeta,

debería reconocer a los pecadores y rechazarlos.

A estos pensamientos inexpresados contestó el Salvador: "Simón, una cosa

tengo que decirte.... Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía

quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos de qué

pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de éstos le amará más? Y

respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel al cual perdonó más. Y él le

dijo: Rectamente has juzgado."

Como Natán con David, Cristo ocultó el objeto de su ataque bajo el velo

de una parábola. Cargó a su huésped con la responsabilidad de pronunciar

sentencia contra sí mismo. Simón había arrastrado al pecado a la mujer a

quien ahora despreciaba. Ella había sido muy perjudicada por él. Por

los dos deudores de la parábola estaban representados Simón y la mujer.

Jesús no se propuso enseñar qué grado de obligación debían sentir las

dos personas, porque cada una tenía una deuda de gratitud que nunca

podría pagar. Pero Simón se sentía más justo que María, y Jesús deseaba

que viese cuán grande era realmente su culpa. Deseaba mostrarle que su

pecado superaba al de María en la medida en que la deuda de quinientos

denarios excedía a la de cincuenta.

Simón empezó ahora a verse a sí mismo desde un nuevo punto de vista. vio

cómo era considerada María por quien era más que profeta. vio que, con

penetrante ojo profético, Cristo había leído el corazón de amor y

devoción de ella. Sobrecogido de vergüenza, comprendió que estaba en la

presencia de uno que era superior a él.

"Entré en tu casa --continuó Cristo,-- no me diste agua para mis pies;"

pero con lágrimas de arrepentimiento, impulsada por el amor, María ha

lavado mis pies, y los ha secado con su cabellera. "No me diste beso,

mas ésta," que tú desprecias, "desde que entré, no ha cesado de besar

mis pies." Cristo enumeró las oportunidades que Simón había tenido para

mostrar el amor que tenía por su Señor, y su aprecio de lo que había

sido hecho en su favor. Claramente, aunque con delicada cortesía, el

Salvador aseguró a sus discípulos que su corazón se apena cuando sus

hijos dejan de mostrar su gratitud hacia él con palabras y hechos de

amor.

El que escudriña el corazón leyó el motivo que impulsó la acción de

María, y vio también el espíritu que inspiró las palabras de Simón.

"¿Ves esta mujer?" le dijo él. Es una pecadora. "Por lo cual te digo que

sus muchos pecados son perdonados, porque amó mucho; mas al que se

perdona poco, poco ama.

La frialdad y el descuido de Simón para con el Salvador demostraban cuán

poco apreciaba la merced que había recibido. Pensaba que honraba a Jesús

invitándole a su casa. Pero ahora se vio a sí mismo como era en

realidad. Mientras pensaba estar leyendo a su Huésped, su Huésped estaba

leyéndolo a él. vio cuán verdadero era el juicio de Cristo en cuanto a

él. Su religión había sido un manto farisaico. Había despreciado la

compasión de Jesús. No le había reconocido como al representante de

Dios. Mientras María era una pecadora perdonada, él era un pecador no

perdonado. La severa norma de justicia que había deseado aplicar contra

María le condenaba a él.

Simón fue conmovido por la bondad de Jesús al no censurarle abiertamente

delante de los huéspedes. El no había sido tratado como deseaba que

María lo fuese. vio que Jesús no quiso exponer a otros su culpa, sino

que, por una correcta exposición del caso, trató de convencer su mente,

y subyugar su corazón manifestando benevolencia. Una denuncia severa

hubiera endurecido el corazón de Simón contra el arrepentimiento, pero

una paciente admonición le convenció de su error. vio la magnitud de la

deuda que tenía para con su Señor. Su orgullo fue humillado, se

arrepintió y el orgulloso fariseo llegó a ser un humilde y abnegado

discípulo.

María había sido considerada como una gran pecadora, pero Cristo conocía

las circunstancias que habían formado su vida. El hubiera podido

extinguir toda chispa de esperanza en su alma, pero no lo hizo. Era él

quien la había librado de la desesperación y la ruina. Siete veces ella

había oído la reprensión que Cristo hiciera a los demonios que dirigían

su corazón y mente. Había oído su intenso clamor al Padre en su favor.

Sabía cuán ofensivo es el pecado para su inmaculada pureza, y con su

poder ella había vencido.

Cuando a la vista humana su caso parecía desesperado, Cristo vio en

María aptitudes para lo bueno. Vio los rasgos mejores de su carácter. El

plan de la redención ha investido a la humanidad con grandes

posibilidades, y en María estas posibilidades debían realizarse. Por su

gracia, ella llegó a ser participante de la naturaleza divina. Aquella

que había caído, y cuya mente había sido habitación de demonios, fue

puesta en estrecho compañerismo y ministerio con el Salvador. Fue María

la que se sentaba a sus pies y aprendía de él. Fue María la que derramó

sobre su cabeza el precioso ungüento, y bañó sus pies con sus lágrimas.

María estuvo junto a la cruz y le siguió hasta el sepulcro. María fue la

primera en ir a la tumba después de su resurrección. Fue María la

primera que proclamó al Salvador resucitado.

Jesús conoce las circunstancias que rodean a cada alma. Tú puedes

decir: Soy pecador, muy pecador. Puedes serlo; pero cuanto peor seas,

tanto más necesitas a Jesús. El no se aparta de ninguno que llora

contrito. No dice a nadie todo lo que podría revelar, pero ordena a toda

alma temblorosa que cobre aliento. Perdonará libremente a todo aquel que

acuda a él en busca de perdón y restauración.

Cristo podría encargar a los ángeles del cielo que derramen las redomas

de su ira sobre nuestro mundo, para destruir a aquellos que están llenos

de odio contra Dios. Podría limpiar este negro borrón de su universo.

Pero no lo hace. El está ahora junto al altar del incienso presentando

las oraciones de aquellos que desean su ayuda.

A las almas que se vuelven a él en procura de refugio, Jesús las eleva

por encima de las acusaciones y contiendas de las lenguas. Ningún hombre

ni ángel malo puede acusar a estas almas. Cristo las une a su propia

naturaleza divino-humana. Ellas están de pie junto al gran Expiador del

pecado, en la luz que procede del trono de Dios. "¿Quién acusará a los

escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?

Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además

está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros."

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