La paciente prohibida [LIBRO...

Galing kay Nozomi7

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Una mujer de la alta sociedad malagueña escapa de la violencia física de su marido, encontrando la calidez y... Higit pa

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Galing kay Nozomi7

—Doctorcito, gracias...

Catalina ya había llegado al cortijo. Al pasar al lado de lo que parecía ser un granero, le sorprendió lo que vio: varios niños, de diferentes edades, salían de aquel. Uno de ellos era recogido por su madre:

—Gracias por prestarle Platero y yo —añadió una señora, que respondía al nombre de Ángeles, al tiempo que guardaba un libro en los bolsillos de su delantal—. A mi hijo le encanta leer, pero no tengo dinero pa' comprarle libros.

—No se preocupe, doña Ángeles. —Lucas estaba colocado al lado de una de las puertas grandes del granero—. Siempre que lo cuide y me lo devuelva, para que luego pueda ser disfrutado por otro de sus compañeros, todo bien.

—Descuide. Todo sea pa' que mi hijo se eduque y no sea como su madre.

La mujer se dirigió a un niño pecoso, que estaba a pocos metros de ella.

—Y tú, Pepe, pórtate bien... —El médico se acercó al niño y le frotó la cabeza.

El aludido hizo un gesto de preocupación.

—Mira que te lo he prestado con una condición —añadió Lucas—: debes portarte bien. Espero que, leyendo, se te vayan las ganas de ir a gamberrear(1) por ahí y ya no preocupar a tu madre.

—Yo no soy un gamberro —se defendió al tiempo que hacía un puchero.

—No lo eres, solo te gusta tirarme de las trenzas y molestar a las niñas.

Una chiquilla, de aproximadamente diez años, le sacó la lengua a Pepe.

—¡Mentirosa!

La niña salió corriendo, siendo perseguida por Pepe. En un santiamén, ambos se perdieron metros más allá.

—Este niño ¡nunca va a cambiar! —se quejó avergonzada doña Ángeles.

—No se preocupe, así son los chiquillos.

El doctor sonrió al recordar las travesuras que cometía de niño. No tenía mucha diferencia con lo que Pepe hacía en la actualidad.

En el verano, iba a perseguir mariposas y luciérnagas. Como estas últimas salían de noche, más de una vez había preocupado a su madre al no encontrarlo para la cena. Y hubiera seguido sonriendo y disculpando a Pepe, de no ser porque se dio cuenta de que era contemplado a lo lejos por Catalina.

—Oh, doña María... —movió su cabeza en dirección a la aludida—, Catalina... —Sus ojos azules adquirieron el brillo especial de siempre cuando se contemplaba en los de ella—. Ya estáis aquí. ¿Vais a comer?

La joven todavía se hallaba curiosa del escenario que acababa de ver.

—Yo voy a ir con los peones al comedero que hay más allá —añadió Lucas—. Supongo que vosotras os dirigís también allá, ¿no?

—Así es, doctorcito. —Encarna había respondido en lugar de las aludidas, dejándolas con la palabra en la boca.

María sacudió la cabeza como desaprobación mientras Catalina solo se conformaba con pasar saliva. La observó de reojo y con incomodidad.

Encarna debería haber pasado minutos antes por el granero, ya que adelantaron a la señora y a su protegida. Pero, al intuir que a esa hora los niños deberían irse a su casa para almorzar, decidió retrasar su viaje a propósito.

—¿Qué tal? —la saludó Lucas—. No la había visto.

La mujer se limpió las manos en los bolsillos del delantal, se quitó el pañuelo del cabello y se lo arregló como pudo. Una sonrisa boba se dibujaba de oreja a oreja sobre su rostro.

—¿Qué tal las clases, doctor? ¿El Juan se ha portado bien?

—Bueno, sí...

Lucas recordó que Juan, el hermano pequeño de Encarna, no era lo que pudiera decirse un alumno aplicado. Al contrario, era bastante arisco entre sus compañeros; siempre armaba alborotos que le dificultaban dictar las clases con normalidad. Por ello, se preguntó qué hubiera pasado si aquel niño hubiera estado a cargo de su difunto padre. Él había sido un profesor conocido por su férrea disciplina entre sus alumnos, que incluían castigos físicos.

—Ahora que todos se han ido, ¿vamos al comedero juntos? —preguntó Lucas—. La cocinera debe de estar esperando a los peones y a las lavanderas.

Encarna asintió la cabeza tantas veces en señal de afirmación, que Catalina se preguntó si no se marearía.


********


—¡La calor está insoportable!

Lucas bebió agua de su botijo para aplacar su sed. El trayecto hacia el comedero había sido agradable, de no ser por Encarna: no había perdido oportunidad en abordarlo para saber sobre la situación estudiantil de su hermano.

—¿Ya aprendió por fin a leer? Es un poco empanao(2), pero es buen niño —dijo Encarna, casi gritando.

No podía disimilar, ni tampoco quería, el entusiasmo que la cercanía del doctor le provocaba.

—Bueno, yo diría que...

—Padre dice que ese chiquillo es bruto y que es una pérdida de tiempo que venga a clases, que lo necesita para arar en el campo, pero... Madre dice que hay que darle una oportunidad para que no sea bruto como yo.

—Pero ¡¿qué dice?! —Frunció el ceño, con disgusto—. Nunca es tarde para aprender. Aparte, usted no es bruta, para nada.

—¿En serio, doctorcito? —le preguntó con una felicidad tal, que rezumaba en sus orejas.

—Así es.

—¿No soy bruta? —Lo contempló con ojos esperanzadores.

—¡Qué va! —Sacudió la cabeza—. Solo no ha tenido oportunidad de ir a la escuela como yo u otros privilegiados..., pero de bruta para nada.

Si ya de por sí Encarna lo observaba con adoración, bastó que escuchara esto último para que Lucas ahora fuera visto como un dios.

—Usted siempre tan bueno, doctor.

Encarna tenía unas ganas enormes de abrazarlo para demostrarle todo el agradecimiento y amor que sentía por él, mas se contuvo. No era apropiado una mujer de su edad actuara de dicha manera, por mucha admiración que le profesase. Ya si se convertían en novios, como creía que sería luego de que Lucas le pidiese permiso a su padre para cortejarla, podría robarle un beso a escondidas.

—Estoy seguro de que, si quisiera venir a mis clases, aprendería también —habló Lucas con nerviosismo al sentir a Encarna tan cerca de él.

Retrocedió unos pasos hacia la derecha, para mantener la distancia adecuada que debían tener un hombre y una mujer ante los demás.

—¿Sus clases? —intervino Catalina, curiosa y fastidiada a la vez.

Sentía un escozor en su interior. El acercamiento de Encarna hacia el doctor le hervía las entrañas, que le provocó una gran sed para aplacarla. Por otro lado, aunque todo lo que acababa de atestiguar le hacía ver que Lucas, aparte de doctor en el pueblo fungía de maestro, tenía más preguntas que respuestas.

—Sí, sus clases —respondió doña María por él—. El doctorcito, aparte de lo que ya le conocemos, hace de maestro en este pueblo y en Monda una vez a la semana.

Ella abrió sus ojos, ampliamente sorprendida.

—¡Vaya! Desconocía que tuviese dos carreras —afirmó Catalina, sin poder dejar de sentir un dejo de admiración en su voz.

—Tan joven y tan inteligente —añadió Encarna. Poco más hacía falta que le diesen un pañuelo para cubrirse la baba que salía de su boca mientras lo miraba.

—En realidad, no estudié para ser maestro —acotó Lucas.

Una gran interrogante se posó en el rostro de Catalina. Era tan evidente, que él se apresuró en contarle los pormenores de su segundo trabajo.

La educación en la zona rural de la comarca de Guadalhorce estaba tan abandonada por parte del gobierno central, que la existencia de escuelas era casi nula. Tanto en el pueblo de Monda, como en los alrededores del cortijo «Los nogales», no había habido un maestro desde hacía tres años atrás, cuando el último asignado a esa zona se había jubilado. Desde entonces, aunque los padres habían hecho varias veces sus peticiones a los ayuntamientos para que las clases en sus escuelas se retomasen, aquellas habían sido ignoradas.

Posteriormente, cuando Lucas fue asignado a los pueblos de la comarca hacía dos años atrás, algo cambió. Su trabajo lo hizo conocer de la alta tasa de analfabetismo y abandono de la educación entre los pobladores. Fue así como llegó a una conclusión: si se combatía aquello, incidiría en que sus pacientes tomasen más conciencia en cuidar su salud y mejoraran sus hábitos de higiene. De esta manera, decidió hacerle una propuesta al alcalde de Monda y al dueño del cortijo «Los nogales»: si ellos se comprometían a acondicionar un lugar para que fungiese de escuela, podría impartir clases a los niños una vez a la semana, siempre que no interfiriese con su labor como médico.

Los días viernes, a no ser que surgiera una urgencia médica, le tocaba ir a su consulta en Cártama, por lo que ese día aprovechaba para también impartir clases. Y aunque Lucas amaba su profesión porque le permitía curar a otras personas, el fungir como maestro tampoco le era ajeno.

Su padre, don Francisco García y Jiménez, había sido un burgués que se dedicó a la docencia durante un tiempo. Él había inculcado en su hijo su generosidad hacia los demás desde muy pequeño. Ya en su adolescencia, y antes de comenzar sus estudios de medicina, Lucas lo acompañó en sus clases en Málaga capital. Durante este tiempo, descubrió que también le gustaba ayudar en sembrar el saber a los demás. Y aunque por un tiempo pensó en decantarse por la misma profesión que su progenitor, finalmente, decidió que el ser doctor era lo suyo. No obstante, años después, al contemplar de primera mano las carencias y necesidades de sus pacientes, su vocación por la enseñanza había vuelto.

Y fue así como, desde hacía un año atrás, impartía clases de leer y escribir en la improvisada escuela construida en el viejo granero del cortijo «Los nogales».

—No estudié docencia, aunque tampoco es algo que me desagrade —añadió, para terminar de informar a Catalina de cómo había llegado hasta ahí—. Creo que, mientras más acceso tenga al conocimiento una persona, podrá obtener mejores oportunidades. Y aunque la República se esfuerza en mejorar la educación de nuestra gente, hay mucho por hacer todavía.

—Usted siempre tan sabio —dijo Encarna, al tiempo que juntaba sus manos como si estuviera rezándole.

Lucas sonrió con nerviosismo. Lo incomodaba que lo tuviese en un pedestal, por una labor que, cualquiera que supiera leer y escribir como él, podría hacer por los demás, y así se lo hizo saber:

—Hago lo que cualquiera haría en mi lugar —acotó—. No me parece justo que unos pocos tengamos acceso a la educación. Aparte, si mis pacientes aprenden a leer y a escribir, les será más fácil recordar mis indicaciones cuando se las anote en un papel.

—Siempre me acuerdo de todo lo que me dice, doctorcito. —Encarna no perdió oportunidad en hacerle saber.

—Yo tampoco me olvido de los consejos que usted me dice para mejorar mi pie. —Alguien más se había unido a su conversación, provocando que Lucas volteara su cabeza hacia atrás.

Catalina había resuelto dejar de escuchar el parloteo entre Encarna y él, como mero testigo mudo.

—Puede que no recuerde mi pasado —tragó saliva—, pero en cuanto a mi vida actual, recuerdo cada día desde que usted me encontró.

—¿De verdad, Catalina?

Ella aceptó con un movimiento de la cabeza.

—Uhm, me alegro —agregó Lucas—. Eso quiere decir que, su memoria a corto plazo no se ha visto afectada. Por lo menos, es un buen avance.

—Supongo que...

Hizo una pausa. Se preguntó si decir lo siguiente no sonaría inapropiado.

—¡Por supuesto! —intervino Encarna—. El doctorcito Lucas es un gran profesional. Cualquiera que esté bajo su cuidado se sanaría, incluyendo a una cuajá(3) como usted. —La miró con desdén.

Catalina frunció el ceño. ¿La había llamado tonta? Pero ¿qué se creía?

Cuando sus ojos castaños se sostuvieron con la mirada inquisitiva de Encarna, había chispas de celos entre ambas. Los rayos del sol quedaban pequeños ante el brillo de rivalidad que se percibían en aquellos. Si Encarna había dado el primer paso en la guerra, pues le haría saber que había aceptado su declaración.

—Ella tiene razón. —Catalina volteó su rostro hacia Lucas. La invadía una seguridad tal, que hasta ahora le era desconocida. Ella misma estaba sorprendida por su nueva actitud. Se acomodó el largo flequillo rubio que le cubría las cejas, para contemplarlo, y sin temor, a sus ojos azules. Finalmente, le informó lo siguiente—: Todo se debe a su buen cuidado, doctor. Es usted un gran médico.

Él pestañeó varias veces al escuchar sus últimas palabras.

Catalina lo miró, entre decidida y orgullosa. Quería que supiera que Encarna no era la única que lo podía alabar.

Como su paciente en las últimas semanas, había experimentado de buena mano lo buen profesional que había sido Lucas con ella. No veía que fuera malo el hacerle saber lo agradecida que se sentía bajo su protección.

—No es un gran médico —acotó Encarna con un dejo de fastidio en la voz—, es el mejor del Guadalhorce

—De la provincia entonces —se apresuró en contestarle.

—¡De toda España! —Encarna habló en un tono de voz mucho más alto que el habitual.

—¡De todo el mundo! —alzó el tono Catalina, sorprendiéndose a sí misma por su reacción.

Su voz era tan resuelta y cantarina, que fue acompañada, de buena manera, por un pequeño gorrión que trinaba. Se hallaba sobre una rama, metros más allá. Parecía que estaba en época de celo y que llamaba a una hembra con su canto.

Lucas sonrió con una mezcla de complacencia y orgullo profesional. Agachó la cabeza y se tocó el puente de la nariz con sus dedos, en un gesto irresistible para ambas jóvenes. Al contrario de ellas, doña María fruncía el ceño ante lo que veía.

«¿Ambas se están peleando por ver quién le halaga más?», pensó.

—La juventud de ahora —María carraspeó— está descarriada.

—¿Dijo algo, doña María? —preguntó Encarna.

—No, nada —respondió con cinismo.

En un momento dado, la tensión entre ambas jóvenes era tan palpable, que todos habían enmudecido. Sin embargo, estos minutos no fueron desaprovechados por Encarna, al contrario. Estaba pensando de qué manera podía contraatacar para quitarse de encima a su improvisada, y desigual —tal y como la calificaba— rival.

—¿Doctorcito?

—Dígame, Encarna...

—¿Es cierto que hoy lo tendremos en mi casa para la cena?

Miró de reojo y con desdén a Catalina.

La rubia abrió la boca con preocupación. Un sudor frío recorría toda su espalda. Había olvidado por completo lo que había escuchado junto al río (que el doctor tenía que ir a hablar con el padre de Encarna).

En ese momento, quiso intervenir para cortar la conversación entre ambos, fuera lo que fuera, pero no pudo. Sus labios se le tensaron. Era como si el frío que había empezado por su espalda ahora se hubiera expandido a todo su ser. Solo sus ojos se movieron para dirigirlos a otro lado que no fuera el observar la felicidad idiota en el rostro de Encarna. Finalmente, su vista se posó, de manera momentánea, sobre el pequeño gorrión que seguía estando sobre la rama.

—Sí. Tengo que hablar de algo muy urgente con su señor padre, que no puede esperar más.

—¿Qué tan urgente es? —preguntó Encarna, muy ansiosa.

—Algo que lo implica a él... —Lucas hizo una pausa—, a usted y a su familia en general.

—¡¿A mí también?!

Encarna pegó un grito tal, que hubiera sido capaz de ser escuchada hasta la frontera con Portugal. Y no solo eso, su voz acalló para siempre el trinar del gorrión que acompañaba a Catalina, así como el sonido de los cientos de pedazos del corazón roto de la rubia que caían al suelo. Finalmente, la ave voló tan asustada, que en un santiamén se perdió de la vista de todos.

—Sí, a usted, sobre todo —contestó Lucas, sin mucho entusiasmo, pero tampoco sin desdén, tal y como le hubiera gustado a Catalina que le demostrase a Encarna.

El resto del camino hacia el comedero transcurrió sin novedad alguna, a excepción de un pequeño detalle.

La seguridad que había nacido en el corazón de Catalina, cuando se decidió a aceptar el duelo de su rival, había durado tan poco como el tiempo en el que el gorrión había hecho acto de presencia. Para cuando alzó el rostro para seguir el vuelo del pájaro, se dio cuenta de que una pequeña lágrima bajaba por su mejilla sin parar. 


*******

1) Gamberrear: Según la RAE, un gamberro es alguien «que comete actos incívicos para producir molestias o perjuicios a otras personas, especialmente en la vía pública».

2) Empanado: alguien despistado.

3) Cuajá: Atontada.

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