La paciente prohibida [LIBRO...

By Nozomi7

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Una mujer de la alta sociedad malagueña escapa de la violencia física de su marido, encontrando la calidez y... More

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By Nozomi7

—Y ya deja las pamplinas para después, que no hay tiempo —se quejó doña María mientras se colocaba al lado de donde estaba su protegida, quien estaba sentada sobre una gran roca, en la orilla—. Venga, coge el jabón y...

Empezó a instruirla en las labores de lavado.

Aunque al comienzo se le hacía difícil, poco a poco se sintió más cómoda lavando la ropa. Sin embargo, con el transcurrir de las horas, el continuo restregar de las ropas en el río y el sol llegando a su punto máximo de calor, Catalina estaba exhausta. También, echó de menos tener un botijo como el que le había visto al doctor García. Y si esto no fuera poco, su poca experiencia a estas alturas le trajo más de un problema.

Cuando las llagas en sus manos le hicieron ver que no estaba acostumbrada a esta labor, fue que valoró aún más el trabajo de las empleadas que le habían servido en diferentes etapas de su vida. Si durante una mañana ella se sentía adolorida, sedienta y cansada, no se quería imaginar cómo la pasaban aquellas mujeres que todos los días debían hacer lo que ella ahora.

En un momento dado, cuando su vista se posó sin querer sobre una de las mujeres que conversaba amenamente al tiempo que retorcía la ropa para quitarle toda el agua posible, previo al secado, casi babeó por la sed que la arreciaba. Una de ellas, que sabía que respondía al nombre de Encarna, le sonrió de lado cuando se percató de que la observaba con atención mientras bebía de su botijo.

—¿Tiene sed? —le preguntó con un tono de voz más alto que el que solía usar María.

—Sí —respondió con inercia.

Sin mediar un segundo, ni bien Encarna le alargó la mano para animarla a que se acercara, Catalina ya se había adelantado a ello. Cuando el líquido elemento cayó por su boca de forma intempestiva, mojando sus raídas ropas, se olvidó por completo de la buena educación y decoro que le habían enseñado. En ese instante, solo le importaba aplacar la terrible sed que la venía agobiando durante horas.

—Chiquilla, pero ¿qué hace'? —intervino Encarna, junto a un coro de risas, codazos y murmullos de quienes las rodeaban.

Al darse cuenta del espectáculo que había provocado, la cordura volvió de inmediato a Catalina. Se limpió la boca y el cuello como pudo, agachó la cabeza y le devolvió el botijo a Encarna, muy apenada.

—Gracias —dijo casi en un susurro.

—De nada.

Encarna hizo todo lo posible por no reírse de ella. No obstante, la cara de pena de la rubia era de tal manera, que las carcajadas le ganaron. Catalina quería esconderse debajo de una piedra; no era la primera vez que se sentía un objeto de burla de parte de otras personas.

Evocó varios recuerdos, cuando su marido se carcajeaba de ella en su cara y le decía que era una buena para nada, para luego propinarle una cachetada o una patada. Al acordarse de esto, amarró bien el pañuelo que cubría su cabeza para poder ocultar su rostro de todo ese barullo de gente. Pero, lo siguiente que harían la sorprendió:

—Toma. —Encarna le alargó un pañuelo, dejándola anonadada—. Para que te limpies la cara.

Dubitativa, no se animó a tomar el pañuelo que tenía frente a ella. La mujer tuvo que insistirle de que tenía su ropa mojada y que lo recomendable era que se secara.

—Siempre debes traer uno cuando vienes a lavar, chiquilla. —Retiró otro pañuelo de sus bolsillos y se secó la frente—. Con la calo' que hace, ¿tú crees que puedes venir sin él?

—Gra... gracias —obedeció Catalina al mismo tiempo que se limpiaba el rostro.

—¿Por qué tan asustada? —Movió la cabeza hacia el resto de lavanderas, que se estaban tomando un descanso—. Ni que te fuéramos a comer.

Catalina abrió sus ojos con amplitud. Cuando comprobó que las mujeres se reían escandalosamente, pero que esta carcajada no venía acompañada de los golpes físicos como esperaba, suspiró muy profundo. Para su tranquilidad, las lavanderas parecieron haberse olvidado de ella para luego dirigirse a un pequeño llano que había metros más allá.

Habían colocado lo que le parecía lonas amplias a lo largo del césped. Sobre ellos, cada una extendía su ropa lavada para que se secara. Y hubiera seguido con su contemplación, de no ser porque doña María la llamó con urgencia para hacerla recordar que sus labores de lavandería no habían acabado.

—¡De inmediato! —dijo y corrió hacia la señora para continuar con su trabajo.

Al contrario del resto de mujeres, doña María había llevado un cordel para que pudiera colgar su ropa sobre ella, aunque aquel no alcanzaba para las sábanas de un par de las clínicas. Había destinado lo mejor del secado para la ropa de la familia de los ricachones que le habían encargado.

—En mi juventud, antes de que me contratase doña Celia, me dedicaba a lavar la ropa a los señoritos —dijo pensativa.

—No lo sabía. Pensé que siempre había trabajado para ellos —acotó Catalina.

Durante el mes que había estado bajo su cuidado, doña María le había contado, más de una vez, de su «época de oro» cuando vivió en una gran mansión, al servicio de los Castel.

—Era un trabajo mal pagado, para el esfuerzo que significaba, ya que te deja las manos destrozadas en verano y las manos moradas en invierno...

—¿En invierno también debe lavar? —intervino, espantada.

Si bien el lavar le había supuesto heridas en su mano, en un momento dado había agradecido que fuera verano, ya que el agua que corría del río Guadalhorce era fría. No se quería ni imaginar lo que sería lavar en invierno, cuando las temperaturas marcaban a veces 5° C.

—Pues claro, niña. ¡Qué cosas dices! ¿Acaso en invierno la gente no se viste, no ensucia la ropa?

—Sí, claro...

—¡Alguien la debe lavar!

María se rio ante la ingenuidad o mejor dicho, ignorancia de Catalina respecto al lavado. Definitivamente, cada día confirmaba más sus sospechas.

—Pero no me importaba, o bueno sí, claro que me importaba, porque estos callos y cicatrices no se han hecho solos, no.

Contempló sus manos con desprecio. Tiempo atrás, había envidiado la suavidad de las manos impolutas de la señora para la que trabajaba, las mismas características que había apreciado en las de Catalina hacía horas atrás, porque ahora lloraban de sangre y sudor, por enésima vez. La joven miró sus manos con pena, al tiempo que cogía el pañuelo, que Encarna le había regalado, para tratar de que fungiera de venda sobre su palma izquierda, la cual estaba destrozada.

—Siempre me gustó codearme con los señoritos... —prosiguió María al tiempo que la observó de manera fija—. Son tan educados, tan elegantes, tan... simplemente ellos, que se distinguen a lo lejos, ¿no crees, niña?

Catalina tragó saliva. De inmediato, agachó su cabeza para escapar de aquellos ojos que la escudriñaban.

¿Por qué la miraba así? ¿Habría descubierto su identidad? Pero ¿cómo?, si no había dado muestras de su origen. Siempre había tenido cuidado de apegarse a su mentira de la amnesia, y hasta ahora parecía haber dado resultado. A no ser que fuera como ella afirmaba, que podía identificarse a alguien de buena cuna con solo verlo de lejos. De ser así, ¿podría confiar en María?

La mujer, aunque estricta en los últimos días debido a su mejoría en su salud, siempre se había mostrado amable y servicial al cuidarla durante los dos últimos meses. Parecía tenerla en estima, porque estaba muy pendiente de su estado de salud, le dedicaba buena parte de las noches, durante la cena, a contarle anécdotas de su juventud, e incluso, la tarde anterior, le había confesado que, desde su llegada a la choza, se había sentido más acompañada que en mucho tiempo.

De inmediato, se le pasó por la cabeza preguntarle si conocía su procedencia. Pero, cuando iba a abrir la boca para formularle aquella interrogante que le atosigaba el alma, algo la detuvo.

A su costado, las mujeres se levantaban. Se le hizo extraño, porque la ropa de aquellas todavía se hallaba tendidas sobre el pasto.

—¿Se van a ir sin su ropa? —les preguntó Catalina.

—Es hora de come'. ¿Acaso no tienes hambre? Estoy enmallaa'(1) —le contestó Encarna. Volteó a mirar a los alrededores; parecía que buscaba a alguien—. ¿A'onde se ha ido este chiquillo?

—¿Está buscando a Josemi?

—Sí, ¿lo ha visto? —continuó buscándolo por los alrededores—. Le dijimos que pa' la hora de la comida debía estar aquí, pa' cuidarnos la ropa.

—Dijo que estaba aburrido de vernos lavar y que se iba a cazar gorriones.

—¡¿Gorriones?! —Puso una cara de espanto.

La joven asintió con la cabeza.

—¿Gorriones? —añadió Encarna—. ¡Pero será hijo de puta!

Catalina abrió grandemente la boca. No estaba acostumbrada a escuchar a una mujer hablar groserías.

—Este chiquillo ha salido escopetao(2), ni bien pudo —agregó otra de las mujeres que acompañaba a Encarna, doña Inma.

—Estará ancá (3) Antonia, en Venta Berrocal.

—¿Esa no era su novia?

—Qué va, se la cameló hace meses, pero ya tiene otra.

—Y ahora está interesado en Catalina —acotó otra de las lavanderas que respondía al nombre de Pilar, con una sonrisa de picardía, provocando que la aludida agache la cabeza por la pena.

—Entonce' ¿qué hacemos? ¿Nos turnamos pa' cuidar la ropa?

—¡Hay que ver! ¡El Josemi de los cojones nos pone en aprietos!

Catalina volvió a abrir la boca al oír a otra mujer soltar groserías.

—En fin, no le esperemos más, que se nos va a ir el día. Entonces: Pilar, Encarna e Inma —ordenó Josefa—, vosotras id primero a Venta Berrocal a comer, que nos pilla más cerca. Luego, vamos el resto.

—¿No íbamos a ir al cortijo a comer? —intervino Encarna—. ¡Que mi madre nos iba a hacer la comida!

—Pero no podemos dejar la ropa sin cuidar, que viene un chorizo(4) y nos la roba.

—Tú lo que quieres es ir al cortijo pa' almorzar con el doctorcito, ¿eh, Encarna?

Josefa le dio un codazo y le dedicó una sonrisa de complicidad, que provocó que a la aludida le subiera la sangre al rostro.

—¿Ya habló con tu padre, Encarna? ¿Ya le pidió permiso pa' ser novios?

«¿Novios?», pensó Catalina mientras sentía que su interior le quemaba.

—No, pero —se rascó el cuello Encarna, sonriendo muy nerviosa— creo que hoy lo hará. Padre me dijo que le había pedido ir a la casa más tarde, que quería hablar con él de algo muy urgente.

El resto de las lavanderas chillaron al unísono al tiempo que la abrazaban y la felicitaban, menos dos, que apreciaban el cuadro a distancia y con distinta reacción.

—¿De verdad el doctorcito se va a ennoviar con la Encarna? —se preguntó doña María con un gesto de incredulidad.

«¿Novios?», volvió a repetirse Catalina al tiempo que sus brazos y pies empezaron a temblarle. Todo le daba vueltas y, cuando menos se dio cuenta, se vio envuelta en un hoyo de temores, de miedos y de inseguridades, que desaparecía el relajo que aquel largo día le había supuesto para ella.

*******

1) Enmallada: expresión malagueña que significa hambrienta.

2) Salir escopetado: salir corriendo.

3) Estar ancá Antonia: estar en la casa de Antonia.

4) Chorizo: ladrón.

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