—Cuéntame, Neal, ¿cómo has estado? ¿Has regresado a nuestra tierra de la Montaña Luminosa?

No fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo mucho que extrañaba aquel polvoriento, exótico, caluroso y hermoso lugar.

Albert se había ido. Neal la había abandonado. Su madre y el resto de sus conocidos le habían vuelto la espalda y cargaba con la responsabilidad de la señorita Ponny. Sabía que no podía estar siempre viviendo bajo el amparo de Kesi, Reth y el resto de personas que la apoyaban, pero no tenía ni la más remota idea de qué hacer. Intentó vender lo poco que tenía, pero ninguna dama de alcurnia compraría sus cosas y los nativos no podían pagar lo que ella esperaba. De todos modos, se hizo de un poco de dinero —que no le fue suficiente para comprar otro pasaje de barco—, y lo ocupó en comprar algunas cosas para ayudar en la manutención de la casa. Se sentía obligada a hacer algo, pero no sabía qué. Si tan solo hubiese crecido en un ambiente en el que se le permitiera aprender cosas que fueran realmente útiles. La única idea que tenía era implorar ayuda, pero solo pensarlo le dejaba un extraño y amargo gusto a limosna. No, no quería eso. No haría eso. Algo se le ocurriría.

—Aún no —respondió él—. Mi barco zarpa mañana al amanecer. Algunos compromisos han retrasado mi regreso, pero ansío estar ya de vuelta. —«Yo también», pensó ella.

—Sé a qué te refieres —contestó con un dejo de añoranza tiñendo su voz.

—Candice, yo... —Hizo ademán de acercarse a ella para tomar su mano, pero se detuvo.

—Candy, Neal. Mis pocos amigos siempre me han llamado Candy —su mirada era franca y su sonrisa sincera. Se acercó un poco y con determinación colocó una nívea mano sobre la de él.

—Después de todo lo que te hice, no creo tener derecho a ser considerado tu amigo. —respondió él, tomando su mano, pero sin atreverse a sostener su mirada.

Era cierto. Le había hecho mucho daño. Pero ella no había sido precisamente amable con él. De algún modo había llegado a entender que cada uno de los actos de Neal había sido el resultado de una acción suya. Él había sido un bruto, sí, pero fue un bruto que había tenido una vida increíblemente complicada y ella no había hecho nada para ayudar a mejorar esa situación.

El día que Neal se fue, le juró que jamás iba a volver. Aseguró que había hecho todo lo que había podido por hacerla feliz, por lograr que lo amara, pero no había tenido éxito. La verdad es que muy dentro de sí él sabía que se iba esperando que ella lo detuviera y, si no lo hacía, esperaba que, después de un tiempo, se diera cuenta de la falta que le hacía y deseara que regresase junto a ella para desposarla. Le rompió el corazón.

Ella no podía esperar que él fuera amable si le había causado tanto sufrimiento. ¡Cuánta rabia había sentido al darse cuenta de que su corazón se estaba abriendo a alguien que no lo amaba! Por muchos meses deseó no haber prestado oídos jamás a las palabras del señor Walter, quien lo felicitó efusivamente porque «cualquiera podía ver que la señorita Candice era feliz y estaba enamorada». ¡Con cuánta alegría regresó a su casa ese día! Incluso se dio el lujo de una ligera cursilería llevándole flores y caramelos. Se sentía genuinamente feliz. ¡Por primera vez en su miserable vida estaba feliz! Pero cuando llegó a casa ella lo trató como siempre, con cordialidad, pero nada más. Buscó y buscó, pero no encontró rastro alguno de aquel amor del que le habían hablado, hasta que, en una frase cualquiera, por accidente, mencionó a Albert y vio cómo su rostro se iluminaba. Los ojos le brillaron de una forma que envidió profundamente. Y todo quedó claro: amaba al rubio, no a él.

Casi se volvió loco intentando hacerse a la idea de que estaba equivocado. Tenía que estar equivocado. La había traído desde Inglaterra para estar con él, no para darle la oportunidad de dejarlo. Intentó enamorarla. Intentó hacerla feliz. Desde el principio ideó miles de planes para ganar su cariño. Logró con mucha dificultad hacer que la casa fuera de su agrado. Todos los días dejaba una flor distinta en «su» espacio, pero ella no se dio cuenta jamás. Trató de interesarse por aquello que ella disfrutaba, incluso había comenzado a leer poesía. Pero nunca logró que sus ojos brillaran al verlo a él como lo habían hecho con la sola mención de Albert. La única sonrisa de verdad que lograba arrancarle día a día venía acompañada del nombre de un hombre que no era él. Que jamás sería él. Y sus ojos, cuando lo miraban, siempre se mantuvieron igual. Ni una sola muestra de cariño profundo se manifestaba en ellos, ni siquiera un poquito de comprensión. ¿Cómo podía entonces esperar amor? ¡Qué tonto había sido!

NakupendaWhere stories live. Discover now