CAPITULO 1

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Liv

Me encontraba tirada en el sofá, disfrutando los últimos instantes en los que la casa estaba en silencio. En los que no necesitaba hablar con nadie... en los que no necesitaba fingir. Eran las 5:55 de la madrugada. Decidí levantarme y atravesar el salón hasta llegar a la cocina. ¿Por qué no había dormido en mi cama? No recordaba apenas nada de la noche anterior. <<Mejor>>. Seguro que ni siquiera había sido capaz de descansar, a juzgar por las ojeras que se dibujaban bajo mis ojos.

En esta casa vieja y descuidada, que habíamos comprado en un momento oportunista, vivíamos cuatro personas: Maddie, mi mejor amiga, Nicholas, poco tenía que decir sobre él, Raph, que era Raph, y yo. Pero Stella, la (fiel como nadie novia de Nick, se quedaba a dormir aquí desde la semana pasada. A efectos prácticos éramos cinco. Qué desgracia la mía...

Empecé a preparar unas galletas para el desayuno, cuando escuché el pitido insufrible de la alarma de Raph proveniente del piso de arriba. Metí las galletas en el horno, que ya estaba a 180°C. Ardiendo como el infierno. Galletas de jengibre, de las pocas cosas que sabía cocinar. La primera vez que había intentado hacer un bizcocho, este había salido exactamente igual a un ladrillo. Asique dejé la fabricación de materiales de construcción para otros, alejándome así de la cocina. Hasta que tuve que volver a aprender para evitar morir de desnutrición.

Puse cuatro platos en la mesa, consciente de que faltaba uno para Stella y me senté en un taburete tranquilamente, esperando a que Raph hiciera acto de presencia en la cocina. Entró en la cocina, secándose el pelo con una toalla de baño. Su pelo marrón oscuro se tornaba de color negro cuando estaba mojado. Parecía estar carente de camisetas porque entró con el torso desnudo. Estuve a punto de ofrecerme a ir de compras con él, solo para no verle. Por suerte, tenía pantalones. En la oscuridad, sus ojos negros me atravesaron, a la vez que un ceño fruncido se formaba en su cara.

–Buenos días – dijo en tono somnoliento. Sus ojos, aun habiéndose dado una ducha, no conseguían abrirse del todo.

–He hecho galletas. Sácalas –respondí

–¿Por qué no eres capaz de sacar cosas del horno? – me encogí de hombros. No tenía muchas ganas de hablar. Mi desayuno ideal era estando sola y en silencio, pero si vivías con más gente eso era difícil de conseguir.

Raph rodeó la isla de la cocina, pasó por mi lado y cogió un trapo. Cuando llegó al horno, me giré para mirarle y observé cómo, con una toalla alrededor de su cuello, se agachaba y sacaba la bandeja de galletas. Los músculos de su espalda estaban perfectamente definidos, aunque tampoco era de extrañar porque Raph era la única persona que conocía que madrugaba tantísimo para ir al gimnasio. La gente normal esperaba a después del alba. Se dio la vuelta y me sorprendió mirándolo.

–¿Te gusta lo que ves? – me preguntó, el muy arrogante. Desvié la mirada.

–No. No soy el perrito faldero de nadie, que va babeando allá por donde pasan. Ya tienes otras que se dedican a eso, ¿no? – contesté con sarcasmo. Yo no era del tipo de chicas que iban persiguiendo a la gente para que las prestasen atención ¿De qué me servía la aprobación de nadie?

Raph no respondió y se limitó a colocar la bandeja con galletas en la vitrocerámica, sin cruzar mi mirada. Me bajé del taburete y coloqué las galletas en un plato grande y lo dejé en la isla. Me volví a sentar, sin darle mucha importancia al hecho de que no había negado mi pregunta. De que era cierto. Él tenía su grupito de admiradoras. Mientras Raph se sentaba en uno de los cinco taburetes libres que rodeaban a la isla de la cocina, nos sumimos en un habitual silencio. Él me ignoraba, yo a él y viceversa. Él con su móvil y yo pensando. Pensando en muchas cosas en las que no debería estar pensando. Mi aliento desprendía un ligero aroma a alcohol. No lo entendía. ¿Qué me había empujado a beber? Recordaba haber llegado a casa y antes de eso, recordaba haber hablado con... ah, ya lo entendía. Cabrones

A lo lejos, ya escuchaba las pisadas de Maddie, bajando a toda prisa las escaleras. Mi mejor amiga irrumpió en la cocina y, sin ella saberlo, apartó esos pensamientos de mi jodida mente. Sus rizos, casi rubios, iban recogidos en un moño, en lo alto de su cabeza. Ya se había arreglado con su estilo habitual y despreocupado. Un vestido de verano, con estampado floral. Nada que ver con mis vaqueros negros y camiseta blanca. Yo era oscura y ella era luz, claridad, pero no me extrañaba.

–¡Huele a galletas! – dijo súper emocionada.

–¡He hecho galletas! – dije imitando su tono de voz. Maddie era una de las pocas personas capaces de alegrarme el día.

Las dos nos reímos y Raph, que ya se había preparado su café diario, negó con la cabeza ante nuestra actitud tremendamente infantil. Empezamos a desayunar y al rato, entraron en la cocina Nick y Stella. Se acercaron ambos, con una sonrisa. Por algún motivo la sonrisa de Stella, no me dio la sensación de ser real. Fingida, siempre fingida. Nunca me ha caído bien esta chica. Siempre tuve esa vocecita en mi cabeza que me repetía constantemente que esa persona solo era un parasito de la sociedad, vendehúmos, más falsa que los anuncios de la teletienda, interesada en poco más que el dinero y la fama. A ella sí que le interesaba la aceptación del público.

–Falta un plato – dijo Nick, frunciendo el ceño. Su novia no me caía bien, aunque tampoco había que ser muy listo para darse cuenta. Él lo sabía y estaba enfadado conmigo por ello.

–No sabía que Stella estaba aquí – respondí encogiéndome de hombros y llevándome la taza a los labios para ocultar el hoyuelo que asomaba por mi mejilla. <<Mentira>>. Los había tenido que oír durante toda, TODA la noche. Me empezaba a cabrear que las paredes de esta casa fueran tan finas. Nick hizo un ruido molesto, pero lo ignoré. No estaba de humor para comenzar una pelea por su puta novia tan pronto. Con una galleta en la mano y el móvil en la otra, miré la aplicación de Instagram. Unas fotos de perritos, publicidad, publicidad, unos cuantos memes, más publicidad...

La siguiente publicación era un cuadro abstracto. Miré el nombre del pintor: Paul Mathieu. Ya lo conocía de antes. Había varios cuadros suyos que, aunque solo eran un conjunto de colores sin orden ni concierto, quedaban sorprendentemente bien juntos. Me guardé esa publicación. Me terminé la manzanilla y metí mi plato y mi vaso en el lavavajillas. Nadie en esta casa era partidario de lavar platos.

–Bueno, tengo que irme a la universidad – dijo Maddie apurada. Agarró su bolso y las llaves de su coche, un BMW i3 azul, eléctrico por supuesto, y salió de casa rápidamente, dejándome con Raph y la parejita.

Cuando Las Circunstancias Se Dan - Circunstancias 1Where stories live. Discover now