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Pero eran niños, ¿no? No se suponía que debieran estar entendiendo nada.

¡Claro que no! Eran niños indefensos que apenas comprendían mecanismos básicos del mundo. Así que me dispuse a salirme del espanto y buscar salidas.

Me armé de valor, dejé a los niños juntos bajo la ventana y comencé a buscar entre las habitaciones instrumentos para salirme de esa.

La casa en la que estaba era muy pequeña, de hecho. Un baño, dos habitaciones (una con dos cunas y otra con una cama bien amplia, en la que se encontraba el cadáver), la cocina que era en donde había despertado y un garaje repleto de instrumentos que de nada me interesaron. Sólo un auto viejo y hecho añicos.

Yo no sabía de autos. Nada de Nada. Ni conducir. Pero había visto cosas. Algunas tardes mi amigo Rodri me enseñaba ciertos trucos. Y yo era de lo más tonta, pero prestaba atención, así que algo sabría sobre cómo hacer andar esa chatarra.

Día a día me arrepiento de haber tomado esa decisión, porque nadie comprende qué clase de lógica interna me llevó a buscar las llaves. «Pero si tú no sabías conducir...» decían, siempre, «¿Aprendiste cómo? ¿De la nada?» Y luego alzaban una ceja o arrugaban la frente, y algunos hasta me observaban con vergüenza ajena, porque les parecía de lo más evidente que yo estaba mintiendo.

Y mientras buscaba las llaves, puesto que dentro del auto no estaban, me topé con la necesidad de entrar en la habitación de esa señora, la que estaba muerta en el piso y que ahora parecía mirar, con esas pupilas sin vida, cada paso y cada acción de mi parte.

Tomé aire, decidida, con coraje y valentía, y entré. Por gracia de Dios no necesité pasar por encima de ella, pues me bastó con rodearla. Mi punto de interés principal eran las mesas de noche y el escritorio.

Las mesas de noche tenían algo de dinero y yo, muy tonta pero bastante astuta, lo tomé. Porque ahora las reglas del juego habían cambiado, y porque de encontrarme en el suelo suplicando vida ahora me encontraba sola y con dos niños a los que debía de cuidar. Ellos eran tan victimas como yo de esta situación, y no dejaría que nada ni nadie les hiciera daño, pues su padre ya parecía haberles hecho bastante matando a su madre.

Y sí, tal y como había pensado, se trataba de una familia que en algún momento fue feliz. Tal vez ocho meses atrás. La foto sobre la mesa de noche lo comprobaba; era ella, la mujer que ahora presumía siendo un cadáver y él, el mismo sujeto que me había secuestrado. Él la abrazaba por detrás como todo esposo a su esposa, y ambos tenían las manos sobre la barriga hinchada de una embarazada.

Debajo se exponía en letras cursivas y novelescas ''Edgar y Luisa. No hay amor más eterno que el que se enfrenta al mundo''. Un poco más abajo, en letras más pequeñas, se divisaba otra anotación, con el mismo tipo de letra ''Con dos hermosos gemelos''.

Sentí que el estómago se me revolvía. Lucían tan bien, tan felices y el panorama de la fotografía era tan maravilloso que el escenario en el que me encontraba representaba un pecado, una distopía propia del infierno. Y me sentí culpable por haber tomado ese dinero. ¡Tan culpable por lo que estaba viendo! Como si eso fuese de alguna manera mi culpa.

Fue en el último cajón del escritorio que se encontraba junto al cadáver, junto a la puerta que dejaba a la vista a los dos niños, que encontré un conjunto de notas. Y por algún motivo las tomé entre mis manos, muy aturdida, y comencé a leerlas.

La letra estaba horrenda, en realidad, por lo que me costó bastante captar cada palabra. Pero entrecerrando los ojos y prestando atención logré descifrarlas sin problema. Saltaba a la vista que se había escrito a las apuradas, de manera corrida, sin reparar en detalles y errores y sólo con el objetivo de comunicar algo urgente. También, por la finalidad que habían tenido enterradas en ese cajón, y la limpieza tan impecable de sus páginas blancas, contrastando con la apariencia de toda la casa, destellaba que no habían llegado a manos de su receptor.

MACABRO ©Où les histoires vivent. Découvrez maintenant