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—Sí, soy yo —Y sonreí, porque era tan amistosa que podía sonreírte sin conocerte, y en el mundo real sonreír a todos te vuelve un blanco fácil.

Pero también, yo era tonta, porque estaba, quizás, tan acostumbrada a ser el centro de atención en todas partes; a ser hija única y la profesional competente, que ni siquiera me di cuenta de cuestionarle cómo él sabía eso. Asumí, como todos, que formaba parte del conjunto de padres; de esos que están allí recogiendo a sus hijos y pasándose por los genitales (perdón la expresión) los consejos de crianza que les dábamos.

—Ya que estás aquí —dijo—, me gustaría pedirte socorro. Verás, estoy en apuros.

Y me tomó de la mano y comenzó a conducirme hacia algún lugar. A este punto, la situación comenzó a parecerme extraña. Pero no quería ser irrespetuosa porque yo, más que nadie, conocía los posibles complejos mentales que pudieran estar afectando a este sujeto. Los vi en sus ojos a penas me sonrió, pero no dije nada y tan sólo sonreí, porque en nuestra institución tan pedagógica juzgar por las apariencias y llamar ''loco'' a alguien era simplemente deplorable. Y tiré, levemente, de mi mano, conforme dábamos pasos hacia no sé dónde y él continuaba dándome explicaciones sobre una patología extraña que no recuerdo.

Y me solté después de notar, para mi sorpresa, que no eran las cuatro de la tarde como la última vez que había checado la hora en el celular. De hecho, a las cuatro de la tarde el sol aún se encuentra en el punto más alto del cielo y ahora, el sol ni siquiera se encontraba. Estaba yo, el sujeto extraño de sonrisa perversa y la soledad de la noche.

Era pleno centro y yo lo gozaba cada día, pues estaba, desde mi ridícula perspectiva, poblado siempre de gente. Nunca me había dado cuenta que no, que la que en realidad estaba poblada de gente era yo y por eso jamás sentía miedo de caminar en aquel lugar sola.

—Por favor, llevo esperándote aquí desde hace ya mucho...

—Lo siento —murmuré, bastante asustada tras comprender el entorno. El sujeto me había arrastrado a una calle lateral, esas por las que ni los gatos callejeros quieren pasar porque suelen ser bastante oscuras y peligrosas. De hecho, recuerdo la luz de uno de los faroles, a lo lejos, fallando como de costumbre—. Si precisa ayuda puede venir otro día, quizás mañana, al colegio. Lo estaremos esperando. Lleve a sus niños, claro.

Y me di la vuelta y me fui dejando al hombre sólo. Y el silencio se extendió detrás de mí y sentí demasiado miedo. Pero no me volteé porque, justamente, pensé que salir de allí lo más rápido posible sería lo mejor que podría hacer por mi propia vida.

Pensé en mi cama, en Copito esperando su comida y en que mañana sería otro día duro de trabajo y yo no me hallaría en las noticias, entre los títulos, siendo relatada por una periodista.

Y caminé, cada vez a paso más apresurado, hacia la esquina que dividía ambas calles. Una repleta de luz y eventuales autos y otra oscura y con un sujeto extraño. Un auto blanco atravesó la calle. Era uno brillante, como bien lustrado e impoluto, digno de un hombre con dinero. Y lo relato porque fue lo último que vi antes de sentir un golpe. 

Fuerte, pronunciado y directo en la cabeza. No recuerdo nada más. Me dejó sin vida por un tiempo.

Quizás no sea relevante, pero yo trabajaba con niños especiales. Algunos esquizofrénicos, otros psicóticos y otros agresivos y con diversas patologías complicadas. En cierta ocasión uno de ellos me dio en la cabeza con una taza de metal. Pensé que jamás sentiría un dolor similar. Fue tan fuerte que un par de lágrimas escaparon, sin quererlo, de mis ojos.

Bueno, me equivoqué.

Había bastantes dolores peores que aquel, sólo que yo no tenía la costumbre de lastimarme. Pero esa noche el mundo me dio todos los golpes en un solo movimiento.

MACABRO ©Where stories live. Discover now