Richard Cole (45)

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No conocí a Rachel en las circunstancias más comunes

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No conocí a Rachel en las circunstancias más comunes.

La conocí en un bar, así como inician tantas historias de amor urbanas que escuché en mi juventud. Ella estaba sirviendo tragos detrás de la barra. Traía un uniforme muy sugerente, una falda corta sobre esas curvas tan delineadas y una cola de caballo en la rubia cabellera.

Me tomé dos tragos dobles antes de hablarle por primera vez.

—Hola —le dije.

Me dedicó una sonrisa coqueta antes de responder.

—Qué tal.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Rachel —mordió su labio inferior y se acercó a mí por sobre la barra para decirme algo. Pensé que me preguntaría el mío, pero lo que pasó fue un tanto distinto—. Salgo a las cinco. Te espero por la puerta de atrás.

Y así como así se retiró meneándose alegremente para atender a más clientes que esperaban sus respectivos tragos muy cerca de mí.

Pasé el resto de la tarde debatiéndome y luchando conmigo mismo entre tragos y más tragos, miradas coquetas y sonrisas por parte de ambos. Me pasé horas pensando y tratando de discernir si estaba bien aceptar la propuesta de la bella mujer que solo tenía ojos para mí esa noche. ¿Era correcto? ¿Debía hacerlo? ¿Luego me arrepentiría de haberlo hecho?

Nunca me respondí. Lo único cierto es que a las cinco en punto estuve en la puerta trasera y Rachel salió a recibirme con una sonrisa cargada de sensualidad.

A los quince minutos estábamos en otro bar bebiendo un poco. Ella tenía veintinueve años, mientras que yo acababa de cumplir los treinta y tres. En medio de la conversación me fui dando cuenta de que era una mujer apasionada, inteligente, perspicaz, muy astuta y ruda. Sabía lo que quería. No hablamos de la familia, lo cual fue mucho mejor para mí, y parecía que también para ella, por alguna razón.

Luego de algunas rondas terminamos en un hotel dando rienda suelta a nuestros bajos instintos.

Estábamos en medio del asunto sumergidos en la penumbra de la habitación, cuando mi tacto percibió algo en su piel que no pude dejar de notar. En su vientre, a primera vista plano y terso, había una cicatriz de cesárea.

No me detuve mientras le preguntaba acerca de eso. Ella me dijo, entre susurros y jadeos, que efectivamente tenía un hijo. No se me ocurrió preguntar nada más hasta terminar.

Rachel estaba un poco pasada de copas, así que, mientras descansábamos uno junto al otro sin más cobertor que una sábana blanca, terminó contándome que en realidad estaba casada y tenía un niño de seis años. Dijo que vivía en una "casa de mierda" en un "barrio de mierda", que su hermana era una chismosa, su hijo una rareza y su marido un bueno para nada, un soñador sin aspiraciones, un pobre diablo, un muerto de hambre que no servía para nada más que para calentar su lado de la cama.

Cuatro de agosto © [MEMORIAS #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora