Capítulo 11: Adiós

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«Siempre fuiste la más brillante».

Gracias a la idea de Aidée, ahora Tomás, ella y yo, vamos montados en la camioneta en dirección a la terminal de autobuses. Mi mejor amigo conduce, su padre le enseñó cuando cumplió doce años; como siempre tuvo en mente la inutilidad de su hijo para adquirir una buena profesión, prefirió prevenirse y pensar que tal vez de camionero no le iría tan mal. Sin embargo, Tom no es un experto tras el volante, además, a eso hay que sumarle que Aidée acabó por quebrarse y caer en una crisis de llanto, parecida a la que yo tuve cuando fui llevado a un orfanato.

—Va a estar bien —menciona él. No quita la vista del volante, sus nudillos están blancos debido a tanta presión. Es obvio, él también está intranquilo—, él y Brisa tenían problemas.

Quiero gritarle que él no comprende el horror que Aidée y yo presenciamos, pero no puedo. Incluso si estuviera vivo no lo haría, mi garganta se ha cerrado debido al estrés. Como siempre, enfermándome cuando las cosas van mal.

—¡Tú no lo viste! —exclama, se agacha y frota su rostro con las palmas de sus manos—. Es que su expresión antes de morir, el ruido que hizo la bala y la sangre... ¡Dios! Toda esa puta sangre brotando de su cabeza. —Sorbe para evitar un derrame nasal—. Dudo que aun yéndonos a un planeta distinto podamos dejar todo esto atrás.

Tiene toda la razón. Tus pecados y traumas se quedarán contigo incluso después del día de tu muerte. Ellos se irán muy, muy lejos, pero quizá llegará el día en el que todo aquello que buscan dejar los atrapará. Tal y como me pasó a mí.

Tomás brinca un tope con violencia, lo que me hace rebotar en el asiento. Las palabras de mi exnovia no hicieron más que aumentar la tensión. Lo entiendo, yo también estoy mal y eso que, aunque el asunto tenga todo que ver conmigo, ya fui alcanzado por las consecuencias, así que ahora soy intocable para el hijo de puta del destino. Miro a la ventana, a la avenida principal de un pueblo del que nunca pude escapar, pero del que pronto me libraré. Echaré de menos a su gente mal hablada, comida picante, playas abiertas y coralillos entre los matorrales.

Estamos cada vez más cerca de la terminal de autobuses, la única vez que me subí a uno de esos camiones fue cuando mis padres y yo regresamos de Jalapa luego de que ellos vinieran por mí. Era un Damián melancólico por la muerte de la abuela, pero también emocionado por experimentar la vida en familia. Quería saber cómo era ser parte de una de esas que había en televisión; tener una madre amorosa que me leyera antes de dormir y un padre que me enseñara a andar en bicicleta.

Es bastante triste que se nos brinde la capacidad de soñar, desear e imaginar a quienes estamos condenados a la miseria.

La camioneta se detiene. Observo como Tom besa la frente de Aidée intentando consolarla, sonrío de lado, jamás saldrá esa escena de su cabeza, pero supongo que, aunque ambos lo saben, vale la pena jugar a ser felices mientras sigan siendo sensatos. Ella es la primera en bajarse, luego lo hace Tom, quien, una vez afuera, mira a los lados para asegurarse de que no haya nadie y tira las llaves en el suelo.

La camioneta se quedará ahí hasta que la policía la encuentre, se pongan a hilar cabos y quizá den con una verdad incompleta.

Una vez ambos se dan media vuelta y comienzan a andar por el estacionamiento para ir a la entrada principal, yo abro la puerta y salgo. Corro tras ellos, aunque no me vean o me escuchen, quiero darles el último adiós antes de que nos retiremos. Mi mejor amigo y mi exnovia para intentar seguir adelante y yo a la otra vida.

¿Cómo sé que en efecto este es mi final?

Ni puta idea, pero cada vez me siento más patético y eso quiere decir que estoy por ponerme «dulzón».

Al entrar a la terminal de autobuses, un aroma a pan de rancho penetra nuestras narices. El sitio es más pequeño de lo que recordaba, y de nuevo, mi cursilería vuelve a subir. El piso es demasiado brillante, se nota que día a día tienen a alguien que lo pule a la perfección. Finjo ser un niño pequeño, hago de cuenta como que me encuentro en el parque y tengo puestos los patines que siempre quise y que los Reyes magos no me trajeron.

Paso al lado de Tomás y Aidée, mientras él hace lo posible por esconder su rostro, ella tiene los ojos hinchados de tanto llorar. Incluso su piel se ha vuelto tan pálida como la que seguro tiene mi cadáver ahora mismo. Cuando llegan a donde se adquieren los boletos, se sueltan y es mi exnovia la que corre a comprarlos. Tom la mira con un aura deprimente, misma que me hace parar mis juegos infantiles y me regresa a esta realidad.

Mierda, quiero abrazar a Tom como lo haría el mejor amigo que pensé que era. Decirle que, aunque están metidos en un rollo bastante turbulento y que todo lo malo no se va a quedar atrás, es posible que ambos estén tranquilos un buen rato, si es que todavía conservan su sentido común.

La fila no es muy grande, así que Aidée no tarda en regresar con el par de boletos. Alcanzo a leer que son para la terminal del norte en la capital del país. Suspiro, y no sé si de alivio o es otro de mis gritos ahogados. El camión saldrá en diez minutos, les queda poco tiempo, nada puede salir mal.

Ambos se abrazan, se tienen solo el uno al otro de ahora en adelante y siento que estoy invadiendo un momento íntimo que ya no me incumbe a mí.

Es tiempo de que yo también me marche.

—Adiós —susurro.

¡Hola, conspiranoicos! ¿Qué opinan del final de Emilio?  

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¡Hola, conspiranoicos! ¿Qué opinan del final de Emilio?  

Gracias por todo el amor a este intento de escribir algo no tan realista.

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