Capítulo 4: El auténtico sobrante

1.1K 219 141
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

—Vamos, pendejo, quiero saber por qué me mataste —le exijo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

—Vamos, pendejo, quiero saber por qué me mataste —le exijo. Me siento tonto, ya que no me responderá, pero a pesar de estar muerto, sigo teniendo la necesidad de escupirle a los demás mis palabras.

Tom acomoda su melena hacia atrás como parte de una manía. Está nervioso. Y no sé si es por la sobriedad, por la culpa de haberme asesinado o porque soñó consigo mismo y no tardará en hacerme compañía.

—Recibí tus dos notas —menciona Aidée. Da un paso adelante, aunque no tarda en arrepentirse de eso, el suelo se encuentra mojado y dudo que eso sea una cerveza que se cayó.

Mi amigo aprieta los labios, se encorva, baja la cabeza y me hace preguntarme de dónde sacó los huevos para arrebatarme la vida. Es el Tomás de siempre, el que conozco desde la infancia y el que prefiere arreglar todo escapando y chillando.

—Habla, cabrón —espeto. Cruzo los brazos y lo observo desafiante.

Aidée, haciendo alusión a su posición como la bruja racional, toma de la mano a Tom y lo jala hasta la salida. Esto hace que recuerde los primeros meses en preparatoria, cuando mis preocupaciones eran solo tres:

1. Que mi padre no me deformara a golpes.

2. Que las personas no se enterasen de que, sin los tamales de cuchara y molotes de la doña de la cafetería, moriría de hambre. Mi madre estaba en constante letargo emocional y nunca hacía nada.

3. Conseguir acercarme a la muchacha que me gustaba para que dejara de verme como un amigo.

Éramos nosotros tres provocando desmadre en la parte de atrás del salón, haciendo encabronar al profesor de Matemáticas, fumando detrás del edificio principal en los recesos y, a la salida, Aidée invitaba los pepitos de grosella con leche mientras caminábamos de regreso al infierno que tenemos por hogar.

Los sigo a ambos. Están caminando al lado del viejo teporocho, mismo que se encuentra dormido; Tom hace lo suyo y lo zangolotea con el pie para despertarlo y salvarlo de ahogarse con su propia saliva y vómito.

—¡Hijo de toda tu chingada madre! —grita el hombre, se sienta en la tierra y le arroja su botella vacía a Tom.

Mi amigo se aparta y le sonríe, nervioso. Aidée hace un esfuerzo para no reírse y yo suelto una carcajada. Señalo con cinismo a Tomás, me parece ridícula su forma de reaccionar, es claro que sin mí no es lo mismo zangolotear a ese viejo; él me reconoce mejor a mí y de haberme visto, solo habría relamido sus labios y vuelto a lo suyo.

La fosa a la orilla del río | DISPONIBLE EN FÍSICO| ✅ |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora