CAPÍTULO 6. EL SECRETO DEL SEÑOR KOKOTSKA (II)

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Eran las ocho menos cuarto de la mañana cuando llamé a la puerta de la comisaría tras comprobar que había luz en el interior. A los diez minutos la puerta se abrió. Me encontré de bruces con un tipo rubio, alto y de ojos azules. Joven. De seguro no hacía mucho que se había incorporado. Lo vi en la recepción el día en que me detuvieron. Llevaba uniforme y se sorprendió al verme.

― ¿Qué haces aquí, chico? ―inquirió.

Iba a responder, pero en ese momento una mano se posicionó sobre mi hombro, sobresaltándome. Era la mano nudosa y grande del viejo Pata de Palo, que observó con seriedad a aquel joven,

―Ha quedado conmigo para tratar un asunto, Smith ―respondió―, ¿Qué te trae a ti por aquí tan temprano?

Por un momento guardó silencio. Y fue incapaz de mirarme a los ojos, en su lugar los posó directos en el rostro de John. Se cuadró y respondió con firmeza.

―Olvidé el expediente sobre el que estaba investigando ―Se excusó―. Ya sabe. Lo de los robos de hace dos semanas. Creo que estoy muy cerca y quería darle una vuelta.

John asintió.

―Está bien dar vueltas al trabajo, pero no se olvide de vivir Smith. No estaremos para siempre sobre este mundo ―declamó―. ¡Váyase!

Ambos se despidieron y ese chico se escabulló con decisión, perdiéndose entre las calles de Flicmond.

―Discúlpale, acaba de entrar y le gusta el peloteo ―suspiró John―. Me pone de los nervios, pero estas generaciones nuevas parece que vienen todas a patrón. Tan desesperados por encontrar un trabajo que harían cualquier cosa para conservarlo.

Abrió la puerta. El óxido y el polvo le daban un aspecto de desarraigo bastante marcado. Nadie barría la entrada haría mil años. Y las telarañas se extendían por el exterior de las ventanas. Era un antiguo edificio de oficinas de hormigón, de apenas dos plantas. El más modesto de todo Londres. En lugar de una comisaría parecía una cárcel.

Entramos.

Los papeles se amontonaban por los rincones en los escritorios, mal dispuestos y ordenados. Al fondo un gran mostrador frente al que con frecuencia hacían cola muchas personas. Solo había un despacho que fuera una habitación como tal y no estuviera separado de los demás por biombos. Era el del viejo John.

La puerta tenía un cristal traslúcido, y un ventanal lo separaba de la calle, siempre con la cortina echada. Me acordaba de ese escritorio y del olor a puro y alcohol. Eran tan fuerte que entrar a aquel lugar era un reto para los pulmones.

No sabía cómo él podía pasarse horas allí.

Me invitó a sentarme, y así lo hice. Después se dirigió a una estantería que tenía llena de licores. Sacó dos vasos.

―¿Te gusta el whisky, chico?

Arqueé las cejas.

Asentí.

―Pero tengo café, gracias.

―No quieres beber, ¿Acaso planeas ocultarme algo? ―Me preguntó con seriedad.

En ese momento pensé que me cagaría encima.

―Tengo algo que contarle.

Esta vez asintió. Guardó un vaso de los que había sacado, se sirvió en el otro un buen trago de bourbon, y se sentó a la mesa. Aliviado por no tener que soportar por un rato el cansancio de arrastrar esa pierna metálica a la que todos llamábamos pata de palo. Tenía suerte de tener una prótesis.

CUANDO LA NIEBLA CAE Where stories live. Discover now