CAPÍTULO 1. LA NIEBLA

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Hay cosas que no cambian con el tiempo

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Hay cosas que no cambian con el tiempo.

Cuando era niño solía recorrer el barrio hasta encontrar, a las afueras, uno de los múltiples edificios abandonados en la margen derecha de Flicmond. Eran testigos mudos de la especulación neoliberal. Del juego de los privilegiados sobre un viejo tablero de ajedrez al que llamamos vida. Ese en donde los ricos siempre ganan, y dejan en la estacada a los pobres.

Escogía alguno de ellos.

Me dejaba guiar por mi instinto y por la belleza que poseen las estructuras inacabadas, incompletas, abandonadas al paso de los años. Ecos del pasado. Hecha mi elección me colaba tras los vallados pasando por debajo de las rejas. Mis pies levantaban el polvo a mi espalda. Dejaba atrás las hormigoneras sin hormigón. Las latas de cerveza vacías. Y algún gato que había encontrado su hogar entre aquellos cimientos inacabados. Subía las escaleras sin barandilla. Varios pisos hacia arriba. Y llegaba hasta la azotea. Desde allí se veía toda la ciudad de Londres. Imponente en comparación con el micromundo en el que yo existía. Más allá de la zona que rodeaba a la fábrica, los edificios de Flicmond eran casas pequeñas o bloques de escasos pisos de viviendas en donde se hacinaban familias numerosas. Para mí era como encontrarme en el techo del mundo. La cumbre más alta que había logrado escalar.

Me tumbaba en el suelo de las azoteas.

Solo había visto edificios más altos las pocas veces que mis padres me habían llevado al centro de Londres. O cuando acompañaba a mi padre al bufete de abogados en Enfield, donde trabajaba. Esos edificios casi se veían desde la azotea de mi montaña. Allí los perfiles de los edificios de alturas imposibles en el centro financiero, muy lejos de donde me encontraba, contrastaban con la calidez del cielo. Lo rompían con sus abruptas y reflejaban realidades tan diferentes a la mía que me volvían capaz de soñar.

Los observaba durante horas. Sacaba mi lapicero y mi goma. Mi pequeño cuaderno de bocetos, regalo de mi padre. Y los dibujaba una vez tras otra. Todavía no sabía pintar, pero sin ser consciente ya se había convertido en una obsesión. La de plasmar esos interrogantes que devolvían los espejos de la arquitectura en Londres.

Cuando me hartaba de pintar. Entonces, y solo entonces. Sacaba mi guitarra. Mi padre me había enseñado a tocarla, y con apenas diez años era otra de mis obsesiones. Era una acústica de los años ochenta. Siempre se la robaba para tocar la misma canción en bucle durante horas. Mientras mis ojos se perdían en las nubes, y dejaba mi mente volar lejos, más allá de los perfiles de los edificios.

A estas alturas quizás alguien se pregunte cómo un niño idiota y solitario que invertía en aquella insulsa actividad las largas horas de sus tardes de verano llegó a ser el macarra de barrio. Ese que afirma haber regresado al lugar del crimen.

Pero a mí me interesa otra pregunta: ¿Cuál era esa maldita canción?

Quedaros con ese porcentaje de gente capaz de formulársela primero. Esa minúscula porción de personas que tiene una mente privilegiada. Porque ese siempre fue mi puto problema.

CUANDO LA NIEBLA CAE Where stories live. Discover now