25. 52 cartas

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Enzo tuvo que apagar el móvil porque las continuas llamadas de su padre le provocaban pequeñas taquicardias cada vez que el aparato sonaba. Había accedido al lujoso despacho y abierto la caja fuerte de su abuelo con la llave que él le dejó. Sabía perfectamente que estaría tras su imponente retrato, que coronaba la sala detrás de la mesa. A Enzo siempre le había parecido que era una redundancia poner en un retrato del despacho al dueño del despacho, pero aquel día comprendió que su abuelo no hubiera tenido otro retrato que poner, pues nunca había querido a nadie lo suficiente como para dedicarle un sitio tan privilegiado.

Las fotos de familia se limitaban a dos, una de él, su nieto, cuando era bastante niño y otra de su padre con el birrete y la banda, de cuando se graduó en la Universidad. En todo el despacho y en sus amplias librerías había más premios a su carrera, más galardones a su bufete y más adornos insulsos que referencias a su propia familia. Y eso era muy triste.

Una vez abierta la caja, Enzo encontró lo que buscaba sin apenas problemas. Detrás de varias carpetas con documentos y de algún talonario de cheques, había dos montones de sobres cogidos con gomas. No hacía falta ser muy listo para saber que ésas eran las cartas de su madre.

En un primer impulso, el chico habría preferido cerrar de golpe la caja fuerte y salir de ese despacho sin leer ni una de ellas; pero cuando el miedo, el temor y la rabia le dejaron un poco de lucidez para pensar, cogió los montones, se sentó en la mesa de su abuelo, quitó las gomas y empezó a ordenarlas por la fecha del matasellos.

Ninguna de las cartas estaba abierta, por lo que Enzo supuso que nadie las había leído. Los sobres iban desde el año en el que él cumplió dos hasta, como bien le había dicho su abuelo, hacía un año y medio. Se notaba que su madre al principio había escrito muchas, ocho o diez cartas al año, y que después el ritmo de los envíos había ido descendiendo, pero jamás ningún año de todos aquellos se había quedado sin carta. Quizá le escribiera cada cumpleaños, quizá cuando se acordaba de él, quizá cuando realmente se atrevía.

Abrió el primer sobre y sacó el papel plegado. Se echó hacia atrás en el sillón, como si tuviera miedo del inofensivo papel. Lo primero que hizo, casi por instinto, fue llevárselo a la nariz, como si aquella hoja todavía conservara el olor de su madre y él pudiera reconocerlo.

Y no olía a nada, pero las palabras que contenía dentro, esas sí que tenían aroma, dolor y rabia camuflándose entre sus letras:

"Mi pequeño,

Espero que puedas perdonar mi cobardía. Si ahora te escribo, aunque sé que todavía no sabes leer, es porque tengo la dolorosa certeza de que no te entregarán esta carta. Pero me anima a escribirte el saber que quizá, algún día, puedas leerla, para saber todo lo que te quiero y perdones mi decisión de renunciar a ti. Decisión que, te juro, jamás habría tomado, de no ser porque sólo tengo diecisiete años y no sé qué hacer ante esta situación en la que todo se pone en mi contra..."

"Querido Enzo,

Hoy he soñado con que un día recibirías mis cartas y que nos encontraríamos. No sé cuándo será, pero estoy convencida de que el sueño se hará realidad. Por eso no voy a dejar de escribirte, aunque me aterrorice la idea de pensar que éstas cartas se están quemando en una lumbre sólo por llegar a su destino..."

"Mi pequeño,

Hoy es tu cumpleaños, ¡felicidades! Me imagino cómo debes ser con tres años, y me dan ganas de ir y abrazarte y no parar de darte besos. He tratado de llamar, como hago siempre, a casa de tu abuelo, donde supongo que seguirás viviendo porque tu padre debe estar estudiando su brillante carrera para lograr su perfecto porvenir. Este año tampoco he podido hablar contigo, como no pude el anterior, ni en Navidad, ni en Pascua... A veces pienso que lo único que me mantiene viva son estas cartas..."

Nunca digas siempre [COMPLETA]Where stories live. Discover now