10. Trato hecho

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Cuando Irene, que al final se había pasado todo el sábado en pijama, abrió la puerta, Lucía estaba ahí y parecía tan enfadada que a la psicóloga le dieron ganas de volver a cerrarla. No tenía ganas de sermoneos ni tenía ganas de que su amiga se compadeciera de ella, por muchas buenas intenciones que trajera con su visita.

—¿Puedes dejar de torturarte? He venido porque estás a punto de rozar los niveles últimos del patetismo.

—¿Qué dices? Pero si estoy muy bien...

—No lo estás. Te has borrado el Facebook, no me coges el teléfono, no quieres hablar, no quieres venir a verme... Y seguro que, si te hubiera avisado de que venía, no me habrías abierto la puerta.

—Disculpa, mi novio me ha dejado por otra y tengo la sospecha de que no está con ella desde ayer, precisamente.

—Oye, Irene, no vengo a torturarte, ¿sabes? Pero es que...

—¡Pues me torturas! Como me tortura la idea de pensar que Carlos se va con otra a Nueva York y como me tortura no entender por qué me diría a mí todo eso de que me fuera con él y de que seríamos enormemente felices...

—No era mi intención hacerte sentir peor.

—Necesito llorar. Necesito dos o tres días para llorar toda la rabia que tengo dentro y dejar que la vida vuelva a la normalidad.

—¿Y no quieres que lloremos juntas?

—¿Y tú por qué ibas a llorar?

—Pues porque eres mi mejor amiga y odio verte así, boba.

Ese comentario tan tierno por parte de Lucía, sólo consiguió que a Irene se le terminaran de saltar las lágrimas. Y finalmente terminó abrazándose a su amiga. Se había sentido tan sola en todo el día que realmente agradeció que ella estuviera allí.

—Perdona. No quería hablarte mal.

—Ni yo torturarte, y ya ves. Pero creo que tienes razón: necesitas llorar. Que el mundo se pare y empezar a moverlo de cero, poco a poco. Así que llora, cariño. Llora.

Irene no recordaba la última vez que se había sentido tan triste, la última vez que había llorado con tantas ganas y la última vez que creyó que la rabia iba a consumirla por completo.

Todavía se le venían a la mente imágenes como de una película vieja y gastada por el tiempo, de cuando conoció a aquel chico alto y atractivo, tres o cuatro años mayor que ella, que estaba acabando la carrera de Arquitectura y que apareció, por casualidad, en el piso del amigo de un amigo.

Como casi todas las fiestas universitarias, aquella se celebraba en un piso de estudiantes lo suficientemente pequeño como para que, con menos de quince personas, el salón pareciera abarrotado. Y así estaba también la cocina, y la terraza y, por supuesto, las habitaciones, pero no el baño donde Irene sintió que tenía que refugiarse, porque parecía el único sitio en el que alguien podía detenerse a respirar un momento, sin chocar con algunos codos y acabar con una cerveza encima.

Pero cuando cerró la puerta y se volvió, descubrió que había alguien sentado en el retrete.

—Vaya, me alegro de que no estés haciendo tus necesidades.

Efectivamente, aquel chico tan guapo, con aquella sonrisa tan blanca que saludaba desde el retrete, estaba sentado, pero con los pantalones subidos y con una extraña mueca simpática en su cara.

—Sí, creo que yo también.

—Qué corte si llego a entrar y...

—Tranquila, hubiera echado el pestillo... Con tanta gente ahí fuera nunca se sabe.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Where stories live. Discover now