2. Invisible

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Las primeras personas a las que Vera culpaba de su poder de invisibilidad, eran ellos: sus padres. Y aunque en el fondo sabía que era injusto, lo cierto es que toda su vida había cambiado desde la mudanza, el ascenso de su padre y sus interminables horas en el trabajo, la nueva academia de música, el nuevo instituto... Nada ya era como antes. Por si fuera poco, apenas tenía contacto con los pocos amigos de su antigua ciudad y en ese lugar, raro era el día que hablaba con alguien.

—Pero Vera, qué tarde llegas —la voz de Carmen nada más abrir la puerta, la increpó desde la cocina— ¡Dios mío! —exclamó la mujer, cuando se asomó al recibidor y vio el estado en el que se encontraba su hija— ¿Qué te ha pasado?

La calefacción del coche de la señorita Losas había hecho que Vera pasara de estar completamente empapada a estar solamente húmeda. Aunque daba igual porque seguía teniendo un aspecto horrible, algún resto de pintura que ya estaba seco y tiraba de su piel y toda la ropa estropeada. Lo único que se había salvado de aquella nueva broma de Prado y sus amigas, había sido su bandolera.

—Me caí a la piscina del colegio, mamá.

—¿Qué? ¿Y cómo te apañaste?

—Resbalé.

Carmen se cruzó de brazos y entornó los ojos. Sabía que su hija estaba mintiendo, pero no quería volver a enzarzarse en otra discusión con ella, de esas que tenían casi todos los días. Sabía que a Vera le estaba costando adaptarse al nuevo instituto y a la nueva ciudad y sabía también que les culpaba de todo a ella y a su marido, pero quién sabe si, de aquí a un tiempo, las cosas podrían mejorar.

—¿Puedes dejar de mirarme así?

—¿Así cómo?

—Como si pudieras adivinar mis pensamientos. Me pones nerviosa.

—¿Y qué encontraría si los adivinara?

—¿Ahora mismo? Unas ganas horribles de darme un baño caliente, ¿puedo?

Carmen puso los ojos en blanco y después sonrió levemente. No había manera de hacer que la chica se relajara y sacara todo aquello que llevaba dentro y que ella sabía que llevaba porque era su madre, y la conocía demasiado bien.

—Claro que puedes —dijo, después de un silencio que a la chica se le hizo eterno.

—Gracias.

—Pero baja inmediatamente a cenar, nada de acostarte, ¿me oyes?

—Sí —Vera contestó desde las escaleras, y Carmen volvió a la cocina donde estaba preparando la ensalada de aquella noche.

***

—¿Y qué tal el día hoy, pollito?

Ya en la cena, Vera tuvo que soltar los cubiertos y respirar hondo para evitar que su cara no reflejase lo ridícula que se sentía cada vez que su padre la llamaba así. Seguramente él hubiera llegado de trabajar en la comisaría mientras ella se bañaba y por eso no le había escuchado llegar. Ahora estaban allí los tres, alrededor de la mesa servida con la cena y ella sentía que quería salir corriendo de la cocina.

—Papá, te he dicho mil veces que no me llames pollito. Es ridículo.

—Cariño, sé que no te gusta, pero...

—Es que era tan rubia de pequeña... —dijo Vera a coro con su padre, porque eso era lo que él siempre contestaba cuando ella le reñía por llamarla pollito. Una y otra vez—. Mi pelo no es tan rubio ya, ¿no? Pues deja de llamármelo.

—¿Estás bien?

—No, no lo estoy.

—Cariño —dijo entonces Carmen—, quizá debas contarle a tu padre lo que ha pasado hoy, ¿no crees?

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora