XVII: Sangre en el cuello

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Arian Betancourt

Arian estuvo más de dos horas afilando la espada que le había otorgado la corte. Era de mucha mejor calidad que la suya antigua, pero no por ello la prefería más.

Afilar su espada.

Siempre lo hacía cuando su mente estaba tranquila, pero su corazón no. Y en ese momento, su corazón estaba más que preocupado. Cada varios segundos levantaba la vista hacia el carruaje de la chica, casi sin darse cuenta. Hazel no era más que otra dama de alta cuna, con sus definidos tirabuzones rubios y largos y su vestido de la mejor tela de todo el reino. Siempre los nobles se escondían entre su dinero, creyéndose superiores a otro solo por tener una mejor apariencia y vivienda. Era absurdo. Todos eran absurdos. Esa chica seguro que jamás había pensado en los hombres esclavos y los niños y mujeres que morían cada día.

Y desde luego nadie le habría hecho ningún rasguño. Ese era su privilegio. No tenían que exponerse al sol, ni a que un animal los matara, ni la pobreza ni el hambre. Nadie le haría daño.

Aunque, y no quería admitirlo, algo en ella lo agradaba.

Ya llevaban tres días, y los caballos, al igual que él, estaban muy agotados. Algunas veces le daba envidia pensar que Hazel estaba dentro de su hermoso y grande carruaje, durmiendo en sus cómodos colchones sin preocuparse de nada. Arian pensó en Georgina. Su rostro lo atormentaba por las noches, y algunas veces no quería ni cerrar los ojos porque allí estaba ella. Tal vez algún día se encontraría con aquel soldado, Grimm, y entonces lo mataría.

Sus compañeros estaban todos reunidos en una hoguera que habían conseguido encender, mientras bebían vino y demás alimentos que la corona les ofrecía. Uno de ellos, que tenía el pelo largo y parecía estar medio borracho, se le acercó y se sentó a su lado con la botella en la mano.

—Es una chica guapa —balbuceó, señalando el carruaje de Hazel—. Estoy seguro de si entramos y jugamos un poco con ella —tosió vino—, ya sabes a lo que me refiero, ni el mismísimo rey se enteraría.

Arian lo miró asqueado. ¿Qué diablos les pasaba a todos los soldados para querer violar a las mujeres? No podían casarse, sí, pero eso no era excusa para abusar de ellas, y mucho menos de la reina.

—Estás loco. Te ahorcarían por eso.

Soltó una risa.

—Tú pareces ser el que mejor le cae. ¡Anda! —las pupilas le daban vueltas—. Entra y fóllatela hasta que llore sangre. Aprovecha mientras sigas siendo joven y guapo, muchacho.

Los rallos del sol lo despertaron. El resto de escoltas seguían dormidos y algunos hasta inconscientes. La nobleza era más tonta de lo que parecía por darle vino a los hombres que se encargarían de proteger a la reina.

Ya era el cuarto día y seguía siendo igual de aburrido y cansado que los primeros tres. Avanzaron y avanzaron durante horas hasta que los estómagos de los guardias empezaban a rugir.

—¡Eh, jefecillo! —se le acercó uno y le tiró una manzana—. Nuestra señorita lleva sin salir y sin comer desde ayer. Me parece que si no se la das se nos va a morir de hambre.

Arian miró el brillo verde de la manzana y después de un rato haciéndolo, asintió y caminó hacia el carruaje de Hazel. Tocó la puerta varias veces, y cuando ya lo dio por perdido, abrió. Tenía el rostro cansado, los ojos entrecerrados y los labios resecos.

—Majestad. No habéis comido nada desde ayer —dijo lo primero que le salió.

Ella lo miró a los ojos y salió del carruaje sin decir una palabra. Llevaba un vestido mucho más ajustado que los días anteriores, y eso le permitió a Arian darse cuenta de que estaba embarazada.

Joder. Otro problema más que preocuparse.

¿Qué clase de rey estúpido mandaría a su esposa a la ciudad enemigo con su hijo dentro? Ahora no tenía que preocuparse por una persona, sino dos. Bueno, más bien una y media.

—Estamos a poco menos de una legua de la frontera. Ya falta poco, majestad —comentó. Dedujo que quería saberlo, ya que su rostro agotado decía mucho más que su boca.

El resto de guardias los miraron, sobre todo a ella, deseosos. Arian, al ser un hombre se dio cuenta de sus intenciones y colocó su mano en la espalda de la chica y la hizo girar noventa grados, alejándose de ellos. Hazel solo se dedicaba a mirar fijamente la manzana, como si así pudiera digerirla, mientras ambos caminaban por un sendero bordeando los carruajes y los caballos.

—No me llaméis así —soltó de pronto.

—¿Cómo?

—Majestad.

Arian se quedó pensativo. A él tampoco le agraba llamarla de ese modo. No le salía natural y parecía que le estaban forzando a hacerlo, y así era. Nunca le había gustado tener que someterse a la autoridad de alguien.

—De... acuerdo —musitó.

—¿De dónde sois? —preguntó después de un rato, caminando hasta que no quedó rastro de las voces masculinas de sus hombres— Vuestro apellido es extraño. Nunca lo había escuchado.

—Soy de las afueras de Palinn. Perteneciente a la familia Betancourt, muy amiga del rey Odell. Lástima que ya no esté —mintió.

Lo hizo al hablar de su procedencia y al decir que era una lástima para él que esa arpía muriera. De todas formas, ella pareció notarlo.

Se detuvo y lo miró a los ojos.

—Mentís...

Arian se puso muy nervioso. ¿Por qué diablos esa chica hacía tantas preguntas? ¿Qué más le daba? Le parecía muy entrometida. No sabía en la nobleza pero en los pueblos llanos, los plebeyos, no contaban toda su vida.

No quería decírselo. De alguna manera u otra no se sentía bien al contar el paradero de su familia. ¡Lo sacaba de quicio!

—Soy un simple campesino. Lo era, al menos. Al igual que mi padre y el padre de su padre.

Hizo un gesto de insatisfacción. ¿Era eso lo que quería oír? Ella entrecerró los ojos y asintió. Volvieron con el resto de soldados, porque Arian sabía que él no era lo suficientemente fuerte como para defenderse de decenas de bandidos si les atacaban ahí, el solo.

Al volver, vio que la pata de uno de los caballos estaba manchada de sangre. Pero no era del animal. Algo lo alertó y detuvo a la chica.

—Subid a vuestro carro —ordenó.

Hazel, para su sorpresa, obedeció. Arian camino lentamente hacia delante y desenfundó la espada. Cuando estaba convencido de que tendría que sumergirse en una larga y violenta pelea contra los ladrones, la risa de uno de sus compañeros le hizo volver a la realidad.

—¡Eh, jefecillo! —gritó el chico que había estado hablando con él en los últimos minutos.

—¿Ya te la has follado, imbécil?

Arian se molestó ante sus comentarios y más cuando todos se echaron a reír. Se dio cuenta de que, al contarlos, solo había diecinueve.

Faltaba uno. El borracho de pelo largo de la otra noche.

Estuvo a punto de preguntar, pero la hoja de un cuchillo en su cuello se lo impidió. Alguien le había colocado un puñal en la garganta.

El borracho, a su espalda, soltó una carcajada apestosa y con olor a vino.


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