XVI: La reina regente

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Hazel Shallow

La reina regente, la reina regente, la reina regente...

Hazel no podía sacarse esas palabras de su mente, que rebotaban una y otra vez en su cráneo, como el carruaje en el camino lleno de piedras. Qué pensarían sus padres y... Grimm. La chica que había estado abusando sexualmente durante meses y ahora llevaba su hijo en el vientre era su reina. No sabía qué había pasado para que su vida diera un vuelco tan grande como aquel. Aún no llevaba una corona en la cabeza, pero lo único que sabía era que en cuando volviera a Palinn lo primero que haría sería matar a ese psicópata. Decapitarlo, prenderle fuego o ella misma clavarle una espada. Le daba igual cómo fuera. Nunca había tenido tanta certeza en toda su vida sobre algo.

Llevaban más de un día en marcha y era la primera vez que el carruaje se paraba de golpe.

Oyó voces de sus soldados al exterior y, en un principio, no hizo más que impacientarse y permanecer dentro, tal y cómo le habían ordenado. No salir en ningún momento era lo mejor para ella, ya que era muy peligroso para una dama. O al menos eso había dicho uno de los maestres, el mismo que se opuso a su coronación.

Pero le dio exactamente igual, abrió la puerta del carro y saltó a la tierra del camino. Habían cinco carruajes y el de ella era el tercero, pero desde la distancia pudo ver que había una concentración de sus guardias delante del primero. Caminó hacia ella y en cuanto la vieron hicieron una reverencia, tomándolos por sorpresa.

—La reina no debe ver esto —oyó un murmullo.

Había diez o doce de ellos bloqueando el paso, intentando tapar algo. El encargado de la guardia del viaje, Arian Betancourt, si no se equivocaba, se acercó a ella y los demás se apartaron. Tenía el pelo muy negro y despeinado, los labios carnosos y la cicatriz de su labio inferior destacaba mucho más estando de cerca.

—¿Qué ocurre, soldado? —le preguntó. Era alto, muy común en los guardias.

—Majestad —dijo. Le puso muy nerviosa el hecho de que la llamara de ese modo. Le parecía algo fuera de lugar y nada fluido. Al parecer, y por su tono de voz, a él tampoco le agradaba tener que decirlo—. Hemos tenido un problema, pero no debéis preocuparos. Podéis volver al...

—No —lo interrumpió—. Apartad, por favor.

Intentó caminar entre los guardias, pero el chico, Arian, se colocó delante de ella, aunque no la tocó, impidiendo su paso.

—Apartad —repitió, mirándolo a los ojos, que tenían un brillo inusual.

Él apretó la mandíbula y suspiró. Tardó en hacerlo, y eso la sacó de quicio, pero al final giró su cuerpo ligeramente a la derecha y la dejó pasar. Hazel no le hizo caso a las miradas preocupantes de sus escoltas y caminó entre ellos hasta llegar al lugar donde tan rigurosamente querían que no viera.

En medio del camino había siete cuerpos tumbados entre sí, muertos y ensangrentados. Toda la tierra, roca o cualquier planta cercana a ellos estaba salpicada de sangre, que abundaba de gran manera. Tenían la piel rasgada y hasta algunos se les podían ver los huesos, que sobresalían de la carne. Distinguió a un niño, que tenía los ojos abiertos y la garganta rajada. A su lado había un hombre, con el estómago abierto y la piel del brazo colgaba de él, dejando a la vista la carne viva. Y una mujer, que estaba desnuda y parecía que le habían sacado los ojos. Otro tenía un músculo enorme que salía de su boca. Le habían sacado la lengua. Y la cabeza de otro permanecía debajo de una pierda, aplastada.

Uno de sus escoltas corrió hacia un arbusto y vomitó, y ella, que perdía el equilibrio a ratos y chorreaban lágrimas de sus ojos, estaba a punto de hacerlo igual.

El joven Betancourt se le acercó y, con un gesto serio y de compasión, la acompañó de vuelta al carruaje.

—¿Por qué les han hecho eso? —preguntó Hazel con la voz rota.

—Los han asaltado y se han llevado los carruajes y... prácticamente todo lo que tenían.

—Sí, ¿pero porque así? —insistió.

Arian tragó saliva.

—Supongo que... disfrutan haciendo esto.

Hazel miró a su alrededor, temiendo a que aparecieran los bandidos de un momento a otro.

—¿Por qué hemos venido por este camino? ¿No hay otro?

—Sí. Bordeando el río. Pero se tardaría muchos más días y me temo que yo solo sigo órdenes.

El chico hizo un gesto con los labios y le abrió la puerta del carruaje. Le extendió la mano para ayudarla a subir y ella observó que tenía una horrible cicatriz en la palma. Pero no preguntó, solo se agarró a ella y se metió de nuevo en el vehículo.

Sangre y fortunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora