40| La graduación: El final del camino

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—No pienses así. —Acarició su pálida frente con las manos—. Ha sido una fea casualidad. Ya está todo bien, no hay nada de lo que preocuparse —trató de aliviar aquel sabor amargo que tenía en la boca—. Mañana será otro día y podrás hablar con él.

—Sí... —Pocas veces había escuchado su voz tan amansada.

—Vamos a descansar. —Le dio un beso en la mejilla—. Te vendrá bien. —Posó sus ojos en el vestido que llevaba—. ¿Me dejas algo para dormir?

—No. Quítate el vestido y ya.

Un golpe en el brazo fue lo que obtuvo por respuesta.

—Ya quisieras. En serio.

Tras dejar escapar una pequeña risa perversa, señaló la cómoda de enfrente de su cama.

—En el tercer cajón igual encuentras alguna camiseta grande que te pueda servir.

—Qué raro imaginarte con camiseta, nunca usas —dijo abriendo el mueble, rebuscando entre las prendas—. Siempre vas con camisas y cosas así.

—No digas tonterías. Claro que uso camisetas.

La castaña se quitó el vestido, cuya cremallera se situaba en el lado y le permitía no requerir la ayuda de nadie. Un acto tan cotidiano como quitarse una prenda de ropa, estaba resultando para Bruce, que contemplaba su espalda, la imagen más seductora y atrapante que podía ver.

Se vistió con una camiseta blanca y se introdujo en la cama. Estuvieron hablando de asuntos banales hasta que el sueño lo azotó con fuerza y quedó dormido abrazando el cuerpo de la chica. A ella le costó un poco más, pero mientras escuchaba los latidos de Bruce en su espalda y su suave respiración acariciando su nuca, se preguntó cómo alguien tan sensible fue un día un monstruo al que temía.


Al día siguiente, Sebastian dejó a Spencer en casa y fue con Bruce a recoger a Harold, el cual había recibido el alta y gozaba de buena apariencia. El camino en limusina fue en un incómodo silencio. No dejaba de dar vueltas a la cabeza con la esperanza de encontrar un tema de conversación, pero bien sabía que aquello con su padre era imposible.

Al entrar por el camino de jardín que llevaba a la mansión, pudieron ver que había un elegante coche blanco aparcado en la puerta.

—Por Dios... —musitó Harold llevándose los dedos al puente de la nariz, cansado—. ¿Quién ha venido? —Miró a Bruce—. ¿Tú esperas a alguien?

—No —reafirmó la negación con un movimiento de su cabeza.

La limusina frenó y bajaron del coche. El ama de llaves les abrió la puerta antes de que tuvieran que tocar el timbre.

—Buenos días, señor —dijo con una reverencia—. Me alegra que esté bien. Ha venido a alguien que dice que necesita hablar con usted cuanto antes.

—Buenas, Dana —saludó con hastío—. Dígale que se marche, no quiero ver a nadie.

La mujer hizo varios amagos antes de hablar de nuevo.

—Se trata del Sr. Frost.

Aquella información cambió la perspectiva del hombre, que detuvo su avance nada más oír aquel nombre.

—¿Cómo dices?

—Está en la sala de invitados esperándole. Me dijo que quería hablar con usted y con su hijo. —Miró de reojo al pelirrojo, hasta ella estaba nerviosa por el suceso.

—No lo puedo creer —masculló y, dirigiéndose a su hijo, sentenció—: Vamos.

Al llegar a la habitación, se encontraba el anciano con una taza de té entre sus manos. Su asistente estaba sentado en una silla, al lado del hombre. Cuando vio llegar a las personas que estaba esperando, dejó el recipiente sobre la mesita.

La risa del ángelWhere stories live. Discover now