Capítulo cuarenta y nueve

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Aiden:

Estaba perdido. Todo se había ido al carajo.

Miré por la ventanilla del auto: conocía el camino a la comisaría, y no quedaba mucho para llegar.

Me sentía nervioso pero sobre todo, me sentía derrotado. Sabía que esta sería la golpiza más fuerte que tendría que afrontar, y no estaba seguro de si saldría vivo de ello. Si me quitaban a mis hermanos por esto, no iba a vivir más para soportarlo. Me suicidaría.

Odiaba a Emma por ser tan estúpida por meterse en ese asqueroso lugar. ¿Cómo es que no tuvo ni un poco de consciencia? A simple vista, ya sea cerca o lejos, se notaba que ese callejón no era sano. Sé que estaba enojada, que la consumió la rabia de verme hacer lo que hacía, pero qué estúpida fue. Por querer protegerla, ahora tenía graves consecuencias en mi vida.

La odiaba. La odiaba y solo de pensar en ella me consumía la rabia. Era su culpa. No mía. Era su culpa. ¿Qué iba a entender ella de esto? Cuestionó mis acciones con el desprecio en su voz y en sus ojos, y eso era lo que me ponía de más malhumor. Tal como se lo dije, ella nació en una cuna de oro, siempre tuvo todo lo que quiso, siempre tuvo amor familiar y estoy seguro de que jamás sintió desesperación o se quedó sin comer por días. Emma no tenía a nadie que mantener, ni siquiera tenía que mantenerse a ella misma porque sus padres se encargaban de ello. Jamás le preocupó quedarse sin casa, sin trabajo ni mucho menos tuvo que contar el dinero con lágrimas en los ojos por saber que no llegaría a fin de mes. ¿Qué derecho tenía ella de venir a juzgar mis acciones? Qué derecho tenía de decirme todas esas cosas que, por cierto, dolieron y mucho.

El auto se estacionó en frente y los policías se bajaron para sacarnos del vehículo. Mis manos temblaban y mis heridas dolían. No era una buena combinación. Mucho menos con mi rabia acumulándose.

Charles me observó con los ojos entrecerrados, y sentí el impulso de despotricar. Aun así, me contuve si no quería empeorar mi situación.

Emma volvió a rondar por mi mente, a pesar de odiarla tanto. Recordé su carita asustada, las lágrimas en sus ojos, y sentí un pinchazo en el medio del pecho. No. No era verdad. No la odiaba. No podía odiarla. No a ella.

Suspiré.

¿Qué iba a ganar culpándola a ella de todo esto? El único que tenía la culpa era yo. Emma nunca me obligó a vender droga, solo quería ayudarme a estar mejor y quería que yo la amara como ella me amaba a mí. Nada más que eso. Tenía que entenderla y dejar de hacerme creer que la odiaba, porque eso solo era un método de desviación: no la odiaba a ella, me odiaba a mí. Fui yo quien cavó su propio hueco de desgracia e infelicidad, tomé acciones poco coherentes, y lastimé a la única persona que me ha querido dar una mano sin importar cuántas veces la alejaba y rechazaba la ayuda. Esto tarde o temprano iba a pasar, y resultó siendo más temprano de lo que pensaba.

Sí pensaba que Emma nunca tuvo que preocuparse por todo lo que yo sí, pero no tenía que echárselo en cara porque, afortunadamente, la mujer que amaba tenía una buena vida. Además, se notó que eso le afectó, y también me siento culpable por ello. Debía disculparme, pero no estaba listo para ver a Emma. Y si era sincero... tenía miedo de que ya no quisiese verme jamás.

Caí en cuenta de que nuestra relación acabó. Cerré los ojos inmediatamente, sintiendo el dolor de la ruptura. La perdí...

Me escoltaron hasta el interior de la comisaría: vender droga puede costarte años de prisión, y era lo que menos quería. Iba a tener que defenderme. Una vez quise salirme de todo eso, quise huir porque no era correcto ni sano para mí, pero no me quedó otra que seguir con aquella vida de mierda o, de lo contrario, mis seres queridos iban a salir lastimados. Esperaba que eso sirviera en mi defensa. No podía arriesgarme a mentir negando que no era vendedor de drogas porque, si me atrapaban mintiendo, las consecuencias serían peores.

La tristeza de sus ojos  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora