George Monroe (38)

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En la tarde me di cuenta de que esa no era precisamente la frase más indicada. Mientras más la repasaba en mi mente, más me percataba de lo mucho que la debía haber asustado.

Por eso antes de terminar el día, me resarcí.

"Lamento no haberme presentado como se debe, pero temo arruinarlo todo antes de empezar. Quisiera conocerte, Helena, pero no sé cómo hacerlo"

Helena era dulce, atenta y amable. Me saludaba a diario sin tener idea de que era yo quien le dejaba las notas en el casillero. Yo le respondía solo con un asentimiento de cabeza y una sonrisa nerviosa. Ella de seguro debía pesar que yo era mudo, o por el contrario tenía alguna discapacidad cognitiva. Pero mis notas la hacían sonreír, y eso era lo único que me importaba. Al principio reaccionaba con extrañeza, pero después se acostumbró tanto a ellas que las esperaba todos los días con agrado.

Nunca más volví a escribirle algo como "Buenos días, Helena Robbins" como si se tratara del detonante de alguna película de terror. Más bien le decía la verdad. En realidad, no me atribuía ningún mérito, solo era honesto. Si me parecía que su cabello lucía lindo, se lo decía. Si la notaba radiante, la nota se lo comentaba. Cualquier mínimo detalle no pasaba desapercibido para mí. Y no necesitaba más pruebas para saber que estaba enamorado de ella.

Un día estaba entregando una de mis misivas diarias cuando, sin previo aviso, ella ingresó.

Ese suceso, esa parte de mi juventud, es una mancha borrosa de la cual solo puedo recordar haber enrojecido hasta el extremo, haber sentido cómo la temperatura volaba hasta alcanzar los cien grados, haber tartamudeado algo así como que solo estaba limpiando (aún cuando ella no me había dicho o acusado de nada) y haber salido corriendo como loco dejando atrás el trapeador con el que había entrado.

Horas más tarde, encontré una nota pegada al trapeador, una vez que fui a recogerlo.

"Sabía que eras tú, y me alegra 😊"

A la mañana siguiente le dirigí la palabra con mi propia iniciativa por primera vez en la vida para pedirle que saliera conmigo. Helena dijo que no.

Dio media vuelta, se alejó unos cuantos pasos y luego regresó.

—¿Quieres salir conmigo? —me preguntó.

Más confundido que nunca, guardé silencio.

—Te espero en la entrada a las siete —sonrió, y se alejó, luego de un corto "buenos días".

Yo nunca había estado tan impresionado en toda mi vida.

En ese momento no lo entendí, pero lo hice cuando comencé a conocerla de verdad. Sus padres eran muy conservadores. Los tiempos por ese entonces en general eran bastante conservadores, pero en ese aspecto sus padres parecían haber inventado las reglas. Eran de esas personas que piensan que las mujeres son algo así como muñecas de porcelana a las que se puede perfeccionar al antojo hasta que sean lo suficientemente bellas o mayores como para ser entregadas como mercancía fina al mejor postor.

Ellos habían planeado con cuidado la vida de su única hija. Habían decidido que sería enfermera para ayudar con los gastos del hogar (con un empleo digno de una "señorita") y podría trabajar en eso hasta que le pudieran conseguir un marido que tuviera dinero y la convirtiera en una reina. Al parecer ellos no entendían que Helena ya era una reina. Como Helena de Troya. Solo que la de Troya era una princesa, pero va por el mismo contexto. Hermosa, toda una soberana con su sola presencia como única gran riqueza.

Nunca creí que pudiera estar tan enamorado de alguien hasta que ella apareció. Y ella me correspondió. Vivimos un romance dulce e inocente por el espacio de unos meses. Un romance a escondidas, por supuesto. Si los padres de Helena se hubieran enterado, con mucha probabilidad la hubieran encerrado en un convento hasta que cumpliese los treinta años. Ellos querían un empresario, un ingeniero, un cirujano, un príncipe para su hija. ¿Qué hubiesen pensado su se enteraban de que ella tenía a un vulgar conserje como pretendiente?

Cuatro de agosto © [MEMORIAS #1]Where stories live. Discover now