Capítulo 5. Empate.

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- Y el domingo dimos un paseo por el Retiro y luego la acompañé a Atocha a coger su tren. 

- Esta chica no sabe echar un polvo y ya -negó Julia con la cabeza, sonriendo. 

- Si no tiene la cita antes, la tiene que tener después. Qué empalagosa eres, coño -rió la Mari mientras removía su café. 

- La romántica sin amor -murmuró Marta. 

- ¡Hostias! -Natalia sacó su cuaderno de la mochila Vans que llevaba, lo abrió y escribió aquella frase que su amiga acababa de decir-. Buenísimo para un poema. 


Una sonrisa se dibujó en su cara con la idea, y un montón de imágenes líricas se agolparon en su mente, dando forma a la poesía insatisfecha de su amor sin dueña. 


- La hemos perdido -comentó la Mari al resto, que miraban cómo Lacunza, abstraída del entorno, escribía y escribía sin parar. 

- Se le va más la olla con las rimas que con las faldas, quién la entiende. 

- Y aún así todas babean por ella -siguió Marta con la broma, intentando picar a Natalia, que ni siquiera las escuchaba. 

- No aprovechar el tirón que tiene esta muchacha también es tirar comida -la Mari alzó un poco más la voz para llamar su atención. 

- Dios da pan a quien no tiene dientes. 

- Joder, qué pesaditas sois, ¡me piro! 


Natalia se levantó de su asiento en la cafetería, recogió la mochila del suelo y salió camino a la biblioteca, buscando algo de silencio antes de que se le esfumara la musa. 

Era curiosa la manera en la que la inspiración funcionaba en ella. Natalia imaginaba con extrema precisión lo que los estímulos le provocaban, formando una imagen impoluta en su cerebro que ella se limitaba a describir. Ella no hacía poesía, solo dibujaba con palabras lo que creaba su mente entusiasta. 

Cuando entró en la biblioteca, no supo qué fue peor, pues allí había más ruido aún que en la cafetería. Jamás había sido capaz de estudiar allí, y prefería la de la facultad de Medicina, pues el silencio era absoluto y la cafetería la mejor de todo el campus para los descansos. Lástima que Lucía estudiara allí. Era, sin duda, la pérdida que más le dolía. 

Rodó los ojos y se sentó en una escalera para atrapar al vuelo ese poema que aún olía a nuevo, para, al menos, plasmar las ideas generales que se le habían ocurrido. Ya lo repasaría y lo modificaría mil veces, pero quería que la idea global no se perdiera en los resquicios del mundanal ruido. 




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Miriam pasó junto a la mesa en la que Alba y sus amigas estudiaban y soltó una nota sobre sus apuntes, organizados por colores. Alba miró en su dirección, captando el movimiento sensual de cadera de la rubia de pelo larguísimo, e inclinando la cabeza con una sonrisa. 


- ¿Qué nota es esa? ¿La tercera de la tarde? -preguntó Marilia en voz baja. 

- La segunda, no exageres -murmuró Alba, roja como un tomate. 

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