Catorce

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•El cigarrillo•Capri

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•El cigarrillo
Capri

Dos meses se escurrieron como agua entre mis manos, y con los ojos cerrados podía decir que tomé la mejor decisión al venir al pueblo. La felicidad brotaba por mis poros mientras experimentaba cosas nuevas, viviendo las pequeñas cosas que en casa siempre me prohibieron y conociendo a gente nueva.

Con las nubes opacando el gran cielo azul, y el olor a tierra mojada deleitándonos, decidí que era el día perfecto para probar mi primer cigarrillo. Me encontraba en la habitación, con el encendedor y una cajetilla de tabacos en mis manos. Me había documentado apropiadamente; YouTube me brindó grandes técnicas para poder fumar el primer cigarro y no morir en el intento. Y en realidad, después de algunos minutos experimentando, no morí. Solo fracasé. El ser autodidacta no me daba resultados placenteros.

Recuerdo muy bien que junto a la ventana tomé el cigarrillo y lo llevé hacia mi boca para aspirarlo. Sin embargo, lo que todos los mugrientos videos dijeron, esa leyenda de «no tragues el humo», justo fue lo primero que hice y, a consecuencia, una guerra imparable de tos dio inicio. Por todos los cielos, después de algunos intentos me encontraba mareada y mis ojos no tardaron en volverse rojos. Era un desastre en vestido floreado.

—Qué desagradable...

Hice un mohín y encendí uno nuevo. Necesitaba intentarlo hasta que lo hiciera de manera correcta. No me dejaría vencer por un pedazo de tabaco enrrollado en blanco papel.

Era el noveno intento cuando, ¡lo logré! ¿Será que era retrasada? O, ¿en realidad todos pasaban por lo mismo? Esa sí era una buena incognita, pero no importaba. Me sentía satisfecha por haber encontrado el secreto de fumar: llenar la boca de humo y luego expulsarlo suavemente. Incluso lo sentí divertido, pero eso sí, no me gustó en lo absoluto.

Bajé con una gran sonrisa estampada en el rostro a mi clase de cocina con Tara y, aunque estúpido, me sentía realizada por recién haber aprendido a fumar. Sin embargo, entre las cuatro paredes de la cocina me encontré a un concentrado Alek, quien trataba de hacer tocino sin que el aceite le salpicara. Con una mano sostenía uno de los cojines del sofá de la estancia, y con la otra, movía las piezas de tocino con una larga espátula.

— ¿Qué estás haciendo? —pregunté asombrada y pausada.

Inmediatamente se deshizo del cojín, arrojándolo al suelo. Me miró, entrando en postura y presumiendo de su gloriosa alta estatura que a veces envidiaba.

—Hola.

Ahogué una risa, colocando los dedos sobre mis labios.

—Buenos días, Aleksanteri. ¿Necesitas ayuda?

—No, gracias. Estoy bien —se jactó.

LA PRIMERA VEZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora