Once

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•sana distancia•Alek

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sana distancia
Alek

Jodido.

Esa era la palabra que me definía justo ahora. Estaba realmente jodido. Tanto, que si mi vida fuese un libro, este capítulo ni siquiera se llamaría «jodido». Pegué un gran suspiro, dejando caer la cabeza sobre mis brazos cruzados en la isla de la cocina.

—Llevas una semana así, ¿me vas a decir qué sucede contigo? —preguntó Tara, intentaba sonar calmosa pero yo sabía que la preocupación la obligaba incluso a morder sus uñas.

—No.

—Alek, no puedo usarte como realmente quiero si estás tan... ¿deprimido? Oh, santo cielo. ¡¿Estás deprimido?!

—Madre, por favor —pedí, levantando la mirada mientras mis manos se aferraban con fuerza a la mesa—. No te lo diré.

El rostro de la pobre mujer se descompuso en cuestión de segundos, imaginó algo y no fue difícil saber qué cosa exactamente. Preocupada, rodeó la isla y llegó a mi lado, haciéndome levantar de un rápido y fuerte tirón. Sujetó mis manos y me miró con compasión. Fruncí el ceño, claramente confundido mientras observaba a detalle su locura.

— ¿Embarazaste a Amber?

— ¡Ay, por Dios! No, mamá —solté, deshaciéndome de su agarre apresuradamente.

La tranquilidad le volvió al alma antes de persignarse.

—Gracias al señor.

Negué, volcando los ojos en claro disgusto.

—Iré a trabajar con el Porsche en el garaje —anuncié, tomando un jugo de naranja—. ¿Hasta qué hora terminará tu clase con Capri?

—Al medio día, como siempre —respondió, regresando a sus tareas—, pero creo que en verdad deberías confiarle a tu madre tus problemas.

—Lo haré, cuando no vaya a decírselo a todas sus amigas en su reunión de sábado social.

Salí de la cocina con el jugo en mano, dirigiéndome hacia la casa del árbol. No arreglaría el Porsche, al menos no en ese momento; pero en vista de que mi madre era la chismosa número uno de todos los tiempos, al decirle que trabajaría en la casa del árbol, no solo se lo diría a Capri, también haría mil y un preguntas sobre por qué no esperaba a esa niña... y la verdad es que no quería explicarle cómo es que la besé y simplemente habíamos tomado una estúpida y anormal «sana distancia».

Había pasado ya una jodida semana desde aquel beso y no podía sacarla de mi mente. Era un martirio, especialmente por la existencia de Amber en la ecuación. No era un hombre traicionero, jamás me había interesado serlo y, a pesar de haber sido solo un beso, patéticamente me sentía como un monstruo, incluso al seguir molesto con ella por la escena que montó en la fiesta. Ese era otro motivo por el que estaba jodido. Ella estaba enojada porque preferí regresar a casa con la misma chica a la que atacó, y ahora no me hablaba.

LA PRIMERA VEZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora