Epílogo. La carta de Zayn

670 93 114
                                    

Las risotadas, el sonido de la televisión y el ridículo hilo musical de villancicos de su padre se seguían escuchando mientras subía las escaleras hasta el segundo piso. Quedaba media hora para que fuera medianoche y entraran en un nuevo año, así que se estaba escaqueando descaradamente de la reunión familiar. Los hijos de sus primos estaban especialmente insoportables a aquellas horas. Los amigos de sus padres no paraban de hablar, medios borrachos y especialmente afanados en un debate sobre cualquier asunto que saliera en la televisión. Y a pesar de todo, la casa realmente estaba llena de vida. La emoción de la festividad de un nuevo año los emocionaba a todos, a él también, pero desde que habían decidido volver a pasar esa celebración en casa de sus padres, era algo que no podía evitar hacer.

Terminó de subir las escaleras y caminó por el pasillo del segundo piso. Se paró frente a la puerta cerrada del que fue su dormitorio desde la infancia y jugueteó con la copa de cava que llevaba en las manos. Debería haberla soltado en algún lado del salón antes de subir. Sin embargo, afianzó los dedos de una mano en el cristal, sujetándola con fuerza, mientras que con la otra sujetaba la madera desgastada del pomo de la puerta, que parecía transmitirle un susurro del pasado. Abrió la entrada con cautela. Un aroma familiar que llenaba el ambiente lo recibió mientras cruzaba el umbral de lo que alguna vez había sido un refugio y la concentración de todo su mundo. Su mirada recorrió la lámpara de techo cuando encendió su luz suave, las paredes decoradas con posters, el rincón del escritorio y la cama a la izquierda. Se sentó en ella despacio y dejó la copa a la que aún se aferraba sobre la mesa de noche. Observó la estancia con una mezcla de cariño y un nudo ardoroso de nostalgia que le apretó de repente la garganta. Una sonrisa triste se escapó entonces de las comisuras de su boca. La luz suave de la luna que se filtraba por la ventana parecía teñir todo de un matiz cada vez más melancólico.

Ya no era aquel niño, ni adolescente, ni joven que había vivido en aquellas cuatro paredes. Sabía que ya no quedaba nada de ese Harry.

El reloj de la pared resonaba y se sorprendió por ello. Una cosa era que su madre no hubiese sido de las que convirtieran su antigua habitación en un cuarto de gimnasia y otra que le siguiera poniendo pilas al reloj. Suspiró, volvió a sonreír y notó los latidos de su corazón acelerándose al compás de aquel tic-tac, como si fuera una metáfora palpable de su ansiedad.

Se encontró cara a cara consigo mismo cuando su mirada se posó en el reflejo que le devolvía el espejo de cuerpo entero al lado de su armario. Los ojos que lo miraban eran maduros, pero con aquella chispa de introspección que había definido siempre su existencia. La cicatriz de su pasado estaba marcada en las líneas de expresión de su rostro, como si fueran un mapa de experiencias y aprendizajes que lo habían convertido y modelado en el hombre de treinta años que era hoy.

Físicamente sus rizos ya no existían, pues hacía años que se había decantado por la facilidad de un peinado corto hacia atrás. Siempre llevaba la barba de un par de días y sus atuendos eran cómodos y sencillos. Sobrios.

La nostalgia, definitivamente, era agridulce en su intensidad y sus pensamientos ya habían obrado independientes. Sabía para qué había subido, así que se levantó de la cama, abrió una de las puertas de su armario y llevó un brazo al fondo de la segunda balda.

Notó los latidos casi en la garganta cuando sacó una cajita de metal. De pequeño solía guardar allí cromos.

No se volvió a sentar, sino que le dio la espalda a la puerta y se posicionó frente al escritorio. Respiró hondo, tragó la poca saliva que tenía en la boca y, notando que las palmas de las manos le habían comenzado a sudar, dejó la caja en la mesa y la abrió con cuidado.

Durante mucho tiempo, toparse con aquel sobre abultado y doblado a la mitad se sintió como un bofetón. Uno ardiente, de esos que hacía despertar. Uno que de solo pensarlo ya escocía en la cara.

As de picasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora