Capítulo 55 "Trece minutos"

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 Victoria no ha dormido en días. No ha podido conciliar el sueño por más de tres horas seguidas desde que la tragedia llegó a sus oídos. No ha podido poner la mente en blanco, no ha logrado pensar en otra cosa sin que el asunto se le cruce por la cabeza y la sustraiga por completo. Días atrás olvidó las pizzas en el horno, estando parada junto a la cocina, pero perdida en sus pensamientos, hasta que el olor a quemado la trajo de una sacudida a la realidad, y tuvieron que pedir empanadas por delivery para cenar. Poco tiempo antes, había llegado a la caótica conclusión de que estaban a punto de caer en quiebra, de que no iban a poder afrontar los gastos del mes, sólo porque había registrado un par de ceros de más que volvieron los números disparatados, y ello sólo suma a la lista de tareas que ha estropeado y en las que ha fracasado, los horarios que ha confundido, compromisos a los que faltó sin querer. Está distraída, está totalmente ida, y su familia lo entiende, Pablo no le ha dado menos que apoyo y paciencia, las mellizas la están ayudando con el lavado de la ropa, procurando que no mezcle la roja con la blanca y tiña todo de rosa, otra vez; pero aun así, requieren de ella que sea más que un zombie viviente. Debe estar lúcida y enérgica para ser madre de sus hijas, debe ayudar a Alina con sus tareas, debe procurar que todos los días vaya al colegio con el uniforme limpio y planchado, bien peinada, y que tenga un plato de comida al regresar. Ha resignado contratar a una empleada doméstica como Pablo le sugirió justamente porque ella puede hacerlo, y disfruta poder seguir compartiendo esos pequeños momentos con la menor de sus hijas. Y luego, están Zóe y Sara, para quienes ya no es indispensable en su día a día, pero en fechas recientes se comportan como si les hicieran falta los castigos y límites de cuando eran niñas, como si volver a la casa las hubiera hecho involucionar lo que habían crecido, y se hubieran vuelto inmaduras de nuevo. Le parece una locura, lo rápido que se han venido los años a pesar de que recuerda el día en que nacieron como si hubiese sido ayer, mimadas y consentidas al ser las primeras nietas de parte de ambas familias; la celebración cuando pronunciaron sus primeras palabras, aunque nadie sabía qué era lo que "tapo" quería decir. Zóe habló primero, pero aprendió a caminar después, dando sus primeros pasos cuando Sara ya se desplazaba por toda la casa, demostrando lo inquieta que podía ser. Fue una locura, cuando comenzaron a transitar la adolescencia, con las peleas y los cambios hormonales, los miedos, las inseguridades, el colegio secundario, las amigas, los "amigos", las fiestas y los boliches, y si bien extraña en ellas esa frescura, esa inocencia, agradece que hayan sobrevivido a esa etapa, y sobre todo, que ya haya quedado en el pasado. Le parece una locura, sentir que todo ello pasó hace tan poco tiempo, cuando lo cierto es que están a punto de entrar en la primera década de la adultez. Sus niñas, sus bebés, van a cumplir veinte años. Esa es la causa que la estimula, la que la mantiene motivada y en la que invierte su tiempo, por el que se levanta a las mañanas y se la pasa hablando horas sobre detalles y decoraciones. Falta poco para la fiesta y todavía hay mucho que organizar, justo ahora debería estar eligiendo la iluminación para el salón, y sería más eficiente en sus ocupaciones si no se dejara distraer con otras inquietudes. Pero es humana, y como todos, no puede poner el cien por ciento de sí misma en más de una cosa a la vez.
 Con el dictamen pericial que revolucionó el caso de Leticia y dio un giro en la investigación, su familia no tardó en constituirse como querellante particular, lo que les otorga la posibilidad de presentar sus propios testigos, designar peritos de control, y ofrecer pruebas. Una investigación privada que se desarrolla paralelamente a la policial, en la que Victoria ha colaborado con generosos fondos, y que no hubieran podido llevar adelante sin su apoyo. Supone que esa es la razón por la que la han convocado a ella antes que a la propia familia de Leticia para comunicarle las novedades, aunque tiene un nudo en el estómago que le impide no pensar que quizás la información es demasiado fuerte, o muy delicada para sus padres y hermanas. No sabe qué le podría hacer creer a Karen y Peter que ella será capaz de soportarlo, pero alguien tiene que saberlo, supone.
 Karen y Peter son pareja y trabajan juntos hace años. Sus actuaciones son discretas, se mantienen fuera del ojo público, pero han estado detrás de investigaciones de los casos más controvertidos de la provincia. Son buenos en lo que hacen, ambos graduados de la Universidad Tecnológica en ingeniería en sistemas e informática. Él es un genio con los programas, ella, es una luz. Así se lo describieron los abogados que consultó, y así también, llegó a ellos. En persona, y a pesar de la seriedad de los temas que tratan, son un amor, tan cálidos desde el primer momento en que llega y le ofrecen un asiento y un café, criollos que ella agradece, pero declina, y sonrisas amables, que algo esconden; lo supo desde que Peter le abrió la puerta sin poder siquiera mirarla a los ojos. Pero Karen es más discreta, y no deja entrever nada a partir de sus gestos.
 Cada uno de ellos tiene un monitor frente a su asiento, que muestra la misma imagen, y a Victoria, le permite tener una vista general.
—Pudimos acceder a las grabaciones de las cámaras de seguridad —informa ella.
—Incluso antes de que la fiscalía —acota Peter, lo que parece ser un dato importante.
 Mientras que ellos pudieron conseguirlas a través de contactos estratégicos, los fiscales deben seguir un procedimiento legal que si bien tiene como objetivo asegurar el debido proceso y velar por la observancia de las garantías constitucionales en la recolección de las pruebas, puede fallar en términos de eficacia al no ser lo suficientemente veloz. No le extraña, la justicia tiene la mala fama de ser lenta. Sería menos grave si no fuera cierto.
—Individualizamos a la enfermera, fue la última persona en entrar al cuarto de Leticia mientras ella estaba con vida —explica Karen, y en los monitores, la imagen comienza a moverse, señalando a una enfermera en particular, con un círculo rojo que la rodea y se desplaza con ella—, salió del almacén, y se dirigió hacia la habitación.
—El almacén, valga la redundancia, es el lugar donde almacenan toda la medicación de los pacientes, así como también las batas y parte del uniforme del personal.
—Tenemos información de que toda la medicación llega junta, y es ahí donde se la fracciona en frascos más chicos, ya sí con el nombre de cada paciente, según lo que se les asigna de acuerdo a su patología. El contenido suele ser de tres a cinco dosis.
 Victoria asiente, entendiendo el punto al que se dirigen. El cambio de pastillas tiene que haberse realizado en ese lugar.
—Lamentablemente, ese cuarto no cuenta con cámaras de seguridad —Peter continúa—. No tenemos forma de saber, por video al menos, cómo fue exactamente que las pastillas llegaron al frasco de Leticia. Es probable que, si hubo complicidad desde adentro del centro, hayan puesto directo en su frasco las pastillas letales. La otra opción es que esta enfermera, la que se las dio a ella, las haya cambiado.
—Sería importante determinarlo —acota Victoria.
—Es fundamental, un detalle como ese, marca la diferencia entre una persona con intención de matar, y otra que no tenía idea y fue usada como instrumento. Por ahora, la única forma de saberlo es a partir de las declaraciones de las enfermeras, todas están expuestas en la investigación como sospechosas.
 Es tan triste, incluso irónico, que quienes tendrían que trabajar por el bienestar de los pacientes, sean las primeras implicadas, piensa.
—Volviendo a la enfermera que estaba dentro del cuarto, la vemos salir trece minutos después —interviene Karen señalando la pantalla. La cámara del pasillo la toma por detrás cuando se aleja—. El frasco queda dentro, lo que incluso si las consecuencias hubieran sido otras, denota inexperiencia o falta de conocimiento. Aunque no fue el caso, le está dando una oportunidad a la paciente para que tome más de una dosis, con fatales consecuencias.
—Puede haberlo dejado a propósito, para hacer parecer que era un suicidio.
 Peter es escéptico al respecto de esa teoría.
—La mentira tiene patas cortas, la autopsia lo desmintió en seguida.
—No creo que los asesinos sean tan inteligentes —difiere Victoria.
—Muchas veces lo son, más de lo que uno cree.
 Nota, aunque no lo menciona, la amargura con la que Karen lo dice, la tranquilidad con la que siempre habla, que oculta debajo una inmensurable angustia, por la que no pregunta, pero que percibe cada vez que la oye exhalar con un sufrimiento que no la ha dejado ir. Entiende, y siente, que a veces el pasado remueve demasiado dolor, y a pesar de todo, lo mejor es continuar.
—Entonces, ¿cómo puede ser que una enfermera que no estaba capacitada esté trabajando en un centro de salud?
 Peter mira de reojo a su esposa, quien levemente asiente. Han previsto esta situación, y procederán de acuerdo al plan.
—Ese es el problema. Resulta que, esa enfermera en particular, no está en los registros como una empleada del centro.
—Creemos que debe haberse infiltrado sin permiso —dice Karen, siendo muy cuidadosa en su elección de palabras—, por algún motivo.
—¡Seguramente! —exclama Victoria, cuando todo comienza a tener sentido—. Ella debe haber sido la que entró las pastillas, si ella misma se metió para poder dárselas.
—Bueno, algo que hay que tener en cuenta es que, cuando se investiga un caso, los indicios no siempre conducen a las conclusiones más obvias.
—Pero es lo más lógico, ¿a ustedes les queda alguna duda?
 El silencio no es una auténtica respuesta, y ambos permanecen inexpresivos. Demasiado inexpresivos para ser esa una reacción espontánea.
—Saben quién es, ¿cierto? —pregunta, y ante la negativa de darle un nombre se cree capaz de ella misma arrancarlo de sus bocas, por los medios que hagan falta, y denunciar a la mujer acto seguido.
 Pero Peter toma el control de una de las computadoras, y Karen procede en la explicación.
—Trabajamos con un sistema de identificación que tiene como base de datos el DNI de todos los habitantes del país. Cuando reconoce un rostro, adjunta la foto, y le asigna los datos que figuran en el documento de identidad.
—Por lo general, arroja varios resultados posibles, y nosotros nos encargamos de hacer una selección posterior, basado en lo que podemos deducir de otras pruebas. En este caso, otros fragmentos de video, y circunstancias de tiempo y espacio —agrega él, que no deja de teclear códigos.
 Luego, deja de mover los dedos, apenas apoyando su índice en la tecla enter, como si presionarla fuera el paso final.
—Suele ser bastante preciso —prosigue ella—, pero la calidad de las imágenes puede resultar en errores. Aproximadamente, tiene un ochenta y cinco por ciento de efectividad, lo que nos deja...
—Con un margen de error del quince por ciento, entiendo.
 Karen asiente, y con gesto, indica a Peter que presione la tecla.
 En cuestión de segundos, la imagen de los monitores vuelve a moverse, solo que esta vez, es hacia atrás, y ve de reversa como la supuesta enfermera sale de la habitación y camina por el pasillo. Una cámara la capta de frente, y ella comete lo que podría considerarse como un error garrafal; levanta la vista y mira directo al lente, dando una clara imagen de su rostro. El sistema hace zoom, y escanea sus facciones, pero es casi instantáneo en arrojar un resultado. Uno que podría asumir que ya ha emitido antes, porque Peter se aparta, y Karen le toma la mano. Pero Victoria huye de su agarre, de su forzado sostén, de sus miradas compasivas. Se pone de pie, se obliga a mirar más de cerca, aunque ni enfocar más la vista ni desconfiar del sistema de identificación es capaz de darle una respuesta distinta de la inminente conclusión. Aunque lo rechace, aunque crea estar viviendo una pesadilla, aunque en su cabeza sólo se oiga "no, no, no. No puede ser", y lo esté diciendo en voz alta.
 Sara.
 Se muestra una nueva serie de grabaciones en la que se la ve entrando al centro de salud. Con el cabello suelto, y vistiendo una blusa que le regaló hace años. La ve pararse frente a la recepcionista y hablar un par de palabras, pero cuando ésta se distrae y le da la espalda, ella aprovecha para escabullirse y meterse al pasillo, desapareciendo en la primera puerta, el almacén. Para luego reaparecer con el cabello atado y vestida de enfermera. La enfermera que entró las pastillas, la última persona que la vio con vida, porque horas más tarde, Leticia estaba muerta.
 Sara, que sale de la habitación trece minutos más tarde, vuelve al almacén sin ser vista, se quita la bata, esquiva a la recepcionista, y antes de irse, da una mirada final hacia el pasillo, a la última puerta, por encima de su hombro. Ilegible, porque nadie nunca sabrá qué es lo que estaba pensando al irse de allí.
 Sara.

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