Capítulo 60 "Parte diez"

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Es como una nube, un humo espeso en suspensión a través del cual no puede divisar a lo lejos, tampoco cerca. Se siente un poco mareada por lo que, con más empeño, más consciencia, intenta aguantar la respiración y mantenerse parada en sus pies. Lo ha logrado, cree, hay una voz en el fondo de su cabeza que le asegura, que está convencida, de que todo ha salido bien.
Comienza a desaparecer, a esfumarse, se transforma en un espacio limpio, en un aire respirable que llena con plenitud sus pulmones, y suspira, y sonríe, aunque está siendo crédula, porque, por primera vez desde que ha llegado allí, se siente a salvo.
Voltea, y lo primero que encuentra, es el color cielo de sus ojos. El anillo en sus manos tiene un peso significativo, ella lo contempla una última vez, observa el detalle de su grabado.
-¿031998? -pregunta, son los números que han sido escritos en el interior, con los que pudo abrir la caja fuerte.
Ello explica por qué el gas se ha desvanecido. El sistema de seguridad reconoció, desde que digitó la clave correcta, que no había amenaza de la que fuera necesario proteger; parcialmente, los dos hombres yacen adormilados en el suelo.
-Marzo, del 98'. Los dos teníamos una pésima memoria para las fechas, pero algún día, de ese mes, de ese año, fue cuando nos conocimos.
Creyeron, en base a presunciones, a esa primera plana del diario a la que no prestó tanta atención, a un recuerdo débil sobre las demás cosas que hicieron en el día que pudiera decirles si era viernes o martes, que la fecha exacta en la que se habían visto por primera vez, fue alrededor del diez. Que si trece, que si quince, nunca fue lo primordial. Por si acaso, solían celebrar las dos noches; con campari, siempre. Con un brindis, con sus vasos medio llenos, medio vacíos, los labios rojizos. Los ojos achinados, cansados, pero felices.
La fecha le remueve, un sentimiento muy adentro, muy profundo. Él siempre estuvo ahí, incluso cuando ella no lo estaba, cuando ni siquiera había nacido, y aún cuando nacieron, y después, en cada alegría y en cada pena, en cada momento difícil brindándole apoyo, consuelo, esperanza. Sabe ahora que su abuelo tuvo a alguien en sus días más oscuros, para traer luz y aminorar todo atisbo de tristeza, y por ello, le está eternamente agradecida.
Extiende el brazo hacia él, le devuelve el anillo, el que deja con suavidad en la palma de su mano, pero no la suelta, se aferra a su tacto.
-Si yo hubiera sabido, te juro, te prometo que...
Habría hecho algo, intentado salvarlo, tratar de convencerlo de que la vida merece ser vivida, de que todavía tenía mucho por disfrutar. De que podría haber sido quién quisiera ser, de que había lugar para su felicidad allí, con ellos, con su familia, de que lo habrían recibido con los brazos abiertos. Sergio nunca supo el vacío que dejó cuando se fue, no sabe lo mucho que les hace falta.
Luis acorta la distancia que había puesto por respeto entre sus cuerpos y la recibe entre sus brazos, Sara se deja sumergir en su abrazo, se hunde en su calidez y en el aroma de su cuello y, quizás es su perfume, o la fragancia de su ropa, quizás es el beso que deposita en su frente, las palabras susurradas en su cabello, que le dicen que lo peor ya pasó, que todo va a estar bien, que la hace sentir segura y protegida.
Es triste, porque le recuerda a los abrazos de su abuelo, esos que extraña tanto, pero no lo dice en voz alta porque le partirá el corazón. Pero es reparador, también, le deja una sensación de paz que su alma, de otra manera, no podría conciliar. Y cuando se aparta, y lo mira, lo observa colocarse el anillo otra vez en el dedo anular, el lugar al que siempre ha pertenecido, hecho a medida sólo para él, se da cuenta de lo mucho que han perdido, que es irreemplazable, pero al mismo tiempo, es consciente de lo que acaban de obtener.
-¿Tano?
Hasta entonces, Sara solo lo conocía por su apodo.
"Luis" escucha, pero no viene de él, sino de Fernando, que, agachado cerca de uno de los inconscientes hombres, se pone de pie.
-No me digas que vos sos el tipo del que Sergio estaba hablando.
Él asiente, y se encoge de hombros, es un tanto incómodo, los instantes que Fernando tarda en transformar su expresión de incredulidad, a un relajado gesto de compañerismo.
-Loco, ¿hace cuánto que trabajamos juntos? Me lo podrías haber dicho -comenta, aligera cualquier tensión existente en lo que se acerca y le da una palmada en la espalda.
También, arruina la emotividad de la escena. Sara entiende lo que pretende, y a pesar de que Fernando busca su mirada, ella lo ignora y rueda los ojos. Su comentario, más que simpático, le suena insensible y fuera de lugar.
-¿Están desmayados? -pregunta Sara, señalando con la cabeza a los hombres.
-Si, parece que el gas era un tipo de sedante, pero nada muy fuerte. Van a estar dormidos por un rato creería. Nos da tiempo suficiente para...
Para nada, en realidad, no les da siquiera un par de segundos para reaccionar, o para interponerse, siquiera para pensar, mucho menos para actuar, porque de imprevisto, sin antecedentes, sin el miedo previo, sin amenaza, sin ningún tipo de preparación, oyen un sonido desgarrador.
Sara se acuerda, cuando sus ojos se abren con desesperación, que Zóe y Francisco, bajo la custodia de los otros dos hombres, todavía estaban en posible riesgo. No preguntan "¿qué fue eso?" a medida que suben, lo más rápido que pueden sus, ya cansados, pies, aunque la cuestión ronda en sus cabezas; porque ya lo saben, porque ya lo han oído, y los tres reconocen, con mayor o menor precisión, cómo se oye un disparo.
La escena con la que se encuentran arriba es, cuanto menos, escalofriante.
Zóe está sosteniendo un palo de madera, pero sus dedos tiemblan a su alrededor como si no supiera qué hacer con él, o por qué lo tiene entre sus manos.
Francisco está en la misma posición en la que Luis recuerda haberlo dejado, sosteniendo su arma en alto, aunque esta vez, hacia la nada misma, porque en el lugar dónde debería haber una persona, a quien le esté apuntando, hay en cambio en el suelo dos hombres caídos. A uno, una contusión en la cabeza lo ha dejado inconsciente, el otro ha recibido un disparo. Al menos uno de ellos está respirando.
-¿Qué pasó? -pregunta Luis.
Sara no tiene palabras, o voluntad para pronunciarlas, siquiera, como para hacer esa indagación. Hay demasiada sangre en el pasto que, pese a que comienza a absorberse en la tierra, va dejando una mancha rojiza.
-Yo...le estaban apuntado a Fran...tenía miedo...muchísimo miedo...creí que le iban a disparar, entonces...encontré esto y...cerré los ojos, ni siquiera estaba mirando cuando le pegué...
No supo a dónde, cuando escuchó el fuerte golpe. Su intención era ir por la espalda o el brazo, hacer que soltara el arma por el impacto. No esperaba verlo caer a sus pies, desvanecido.
-Entonces el otro se dio vuelta y le apuntó y... -continúa Francisco, ha dejado caer el arma. Está temblando, los dos lo están- le iba a disparar, si yo no lo hacía primero, la iba a matar. Estoy seguro.
Sus ojos se vuelven a encontrar, Zóe y Francisco se miran atónitos. Todo pasó demasiado rápido, fue sólo un segundo de reacción inmediata, y al siguiente, ya estaba hecho, había sucedido, y no había vuelta atrás.
Cuando los demás habían descendido al sótano, Tres y Cuatro se posicionaron espalda con espalda en medio, cubriéndose por atrás al tiempo que hacían una barrera entre ellos.

Para quien quiera abrir los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora