PARTE I. CAPÍTULO XI. La Guadalupana en París

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   El amanecer parisino fue maravilloso, la doncella que había conocido a mi llegada llevó hasta mi cama unas tibias y aromáticas piezas de pan, acompañadas para mi sorpresa por una humeante taza de chocolate.

Más tarde cuando indagué sobre el asunto, fray Juan me puso al tanto de que María Negra había abastecido para nosotros una pasta de cacao, vainilla, azúcar y leche, y que con la ayuda de la ama de la mansión de Sevilla había incluido instrucciones escritas para su preparación; lo que no me dijo ni pregunté fue la razón de que la sorpresa fuese reservada para París.

Cuando una hora más tarde bajaba las escaleras, un sirviente me informó que el señor obispo me esperaba en la biblioteca.

- Buenos días su eminencia. ¿Le hice esperar mucho?

- En realidad no don Mariano, estoy preparándome para una plática que tendré con don Iñigo de Loyola y requiero de su ayuda en dos asuntos.

- Usted diga y yo haré lo que se requiera.

- Primero que arme usted este marco –me señaló ocho molduras de madera que estaban sobre el escritorio-, y monte este lienzo en él -extendió su brazo para señalar un alargado rollo-, después que se encargue de asegurar que la reunión que tendré a eso del medio día se desarrolle en absoluta pri-va-ci-dad.

Para enfatizar su interés elevó el tono y separó cada sílaba de privacidad.

El lienzo mencionado por fray Juan era la copia de la imagen del ayate de Juan Diego que había realizado Marcos Cipac y que había estado expuesta en su camarote hasta que yo la había desmontado previo a nuestro arribo a Cádiz.

- Cuente vuestra merced con eso –dije al tiempo que comencé a armar los dos bastidores del marco usando un vaso de vidrio como martillo-.

Para asegurar la privacidad que me indica –continué-, solicito su permiso para levantar un censo de los habitantes de esta casa, para después ordenar que todos estén a mi vista mientras usted esté en su reunión, de esa manera podremos estar seguros de que nadie usará algún recoveco de la construcción para escuchar en secreto.

- ¡Me sorprende gratamente vuestra prudencia don Mariano! Y bueno, tiene usted razón, estando en casa ajena no sabemos ni de modos ni de mañas, así que es mejor tomar precauciones. ¡Adelante pues!, pero mire, no me gustaría que alguien vea la pintura, así que antes de que continúe por favor pida al mayordomo que entre para que lo instruya debidamente.

Abrí la puerta y me dio la impresión de que el elegante sirviente acababa de separar la oreja de la madera. Lo invité a entrar y antes de que se repusiera de la sorpresa fue informado de que debía darme su total colaboración.

Le solicité que me dictara todos los nombres del personal y les ordenara que estuvieran prestos para ser entrevistados uno a uno, después lo despedí.

Tras terminar de armar el marco y fijar el lienzo salí de la biblioteca e interrogué a cuatro sirvientes más para que me nombraran a todos sus compañeros y compañeras.

Los nombres coincidieron y como corroboración definitiva pedí que todo el personal se presentara ante mí.

Con mi informe Zumárraga obtuvo la tranquilidad que yo deseaba para que en su reunión con don Iñigo se expresara con toda libertad sobre la aparición de la imagen de La Virgen.

Para enterarme de cualquier inconveniencia no requería de tanto alboroto, porque pude haber pedido ayuda a Xóchitl, pero eso no habría proporcionado evidencias válidas para fray Juan.

De todos modos solicité ayuda y Xóchitl me confirmó que no tenía de que preocuparme.

La reunión inició puntualmente al medio día, yo me aposté en el recibidor principal desde donde veía la entrada a la biblioteca, a mi lado estaban sentados según lo indiqué un hombre y tres mujeres del personal, el mayordomo deambulaba en el salón principal pretendiendo revisar la pulcritud de pisos y paredes, en el primer piso la mucama que ya he mencionado hacía la limpieza de las recámaras, la cocinera estaba en su puesto y el jardinero podaba las flores del frente.

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