PARTE I. CAPÍTULO VIII. El que se va de Sevilla pierde su silla

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   El primer amanecer en Sevilla fue sin duda inolvidable, no por el paisaje, porque desde mi habitación solo se veía el muro que ocultaba la casa, no por el trinar de los pájaros, porque aunque bellos y abundantes casi no les presté atención, no por los aromas del cuidado huerto, porque eran superados por ráfagas de indeseable peste, pero sí por la felicidad que parecía salirse de mi pecho en saltarina risa, sí por la desbordada emoción de sentir la vida, sí por la inusitada dicha de sentirme enamorado.

Salí en busca de comida con un hambre que se manifestaba en una indescriptible ansiedad.

- ¡Buenos y felices días tenga vuestra merced!

Me dijo uno de los trabajadores de la casa que estaba regando una maceta de las muchas que adornaban el salón principal que por no tener techo me inclino a llamarlo patio central.

- ¡Buen día! -le respondí con mi mejor sonrisa y aproveché para obtener la información que me urgía-, ¿en dónde puedo pedir algo de comer?

- Siéntese usté ahí mismo que yo le mandaré a la cocinera al instante.

Al decir eso me señaló una pequeña mesa con cuatro sillas que estaba en el corredor que rodeaba el patio, a la que me dirigí obediente mientras el silencio de la casona era roto por los gritos del comedido jardinero.

- ¡Piláaa!, ¡mujéee!, ¡que el señorito quiere algo de coméee!

El ser referido como señorito me hizo reflexionar en algo a lo que hasta el momento no le había dado mayor importancia, pero que en ese instante me hizo exclamar en voz baja pero con total emoción.

- ¡Bendita seas Xóchitl!

¡Mi edad era de tan solo veintidós años y mi apariencia de dieciocho!

Apenas terminó de retumbar la voz del jardinero, cuando apareció el ama al otro lado del patio pidiéndome a señas que le esperara un momento.

Yo asentí con la cabeza y quedé a solas con mi hambre, casi de inmediato escuché bajar por la escalera el ruido de los tacones de Isabel y su madre, lo que causó que mi corazón comenzara a latir con mayor rapidez.

Una moza salió de la cocina con una canasta que después supe contenía pan; en cuanto vio que ya eran tres y no un solo comensal, giró en redondo y se perdió nuevamente de mi vista para regresar un instante después a poner en el centro de nuestra mesa tres hogazas de pan de buen tamaño.

Todos mis sentidos estaban colgados del pan, pero fingía escuchar con atención a doña Teresa, quien después del saludo había tomado la palabra para describir lo profundo del sueño en que había caído y lo reparador que había resultado después de tan agotador viaje. Isabel y yo cruzábamos miradas de complicidad.

La llegada de la cocinera cargando una olla repleta de un oloroso guiso puso fin a la narración de doña Teresa, quien de inmediato cambió de tema.

- ¡Que delicia! ¡Válgame Dios! Esto no lo he probado en años; me sorprende pero no me desagrada de ninguna manera que ya esté dispuesto tan temprano.

- Vuestras mercedes perdonarán -Dijo la dueña, quien había acompañado a la cocinera -, es lo que preparamos para la comida de ayer, pero solo el Señor Obispo comió y en sus aposentos, porque todos ustedes no dieron señales de vida después de su llegada.

- Tiene usted razón –Concedió doña María Teresa -, mi hija y yo estábamos urgidas de descansar en una cama que no se moviera después de tantos días de ser mecidas por la mar -Volteó entonces hacia mí para cuestionarme-, y... por lo que escucho usted tampoco probó alimentos por la tarde don Mariano, ¿cuál es su historia?, porque estando usted familiarizado con la mar no creo sus urgencias hayan sido las mismas nuestras.

RECUERDOS TRASCENDENTALESWhere stories live. Discover now