6. Los miserables

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Había pasado una semana desde que Joseph, el repartidor de pizzas, había desaparecido del sótano de mi mansión para perderse en la inmensidad del mundo exterior

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Había pasado una semana desde que Joseph, el repartidor de pizzas, había desaparecido del sótano de mi mansión para perderse en la inmensidad del mundo exterior. No tenía la menor idea de cómo había sucedido. 

La noche anterior a ello había caído en un sueño tan profundo, que ni siquiera una explosión me habría despertado. Por lo que, si algo había ocurrido en ese lapso, jamás me habría dado cuenta. Una parte de mí creía que era otra especie de amnesia temporal, pero al mismo tiempo no, pues, según el mismo patrón que antes, ya lo habría recordado.

Otra razón que respaldaba mi hipótesis era que no había despertado en un lugar diferente. A diferencia de la última vez, que me había desmayado en la cocina y había aparecido por arte de magia en mi habitación. Además, luego de revisar mi calendario, me percaté que no había pasado más de un día.

En estas circunstancias, para mí ya era evidente que me había transformado en una clase de zombie o vampiro. ¿Cómo? También me gustaría saber la respuesta; siempre pensé que eran mitos terroríficos para asustar a la gente. Leyendas urbanas sin fundamento que provocaban inseguridad y paranoia en las mentes débiles. Pero ahí estaba yo... Comiendo cerebros sin cesar y manteniendo un perfil bajo para no ser detectado.

Una de las características que había notado en los últimos días es que la mayoría del tiempo me la pasaba sin alientos, sin ganas de hacer nada. El sedentarismo se había asentado como mi nuevo estilo de vida. Las únicas situaciones en las que podía disfrutar de un furor sobrehumano eran las veces en las que el hambre hacía rugir mis entrañas y me obligaba a ir en busca de alimento. 

Por lo general, era en las noches. Tenía que transportarme en taxi hasta la ciudad desde muy temprano antes de que la oscuridad llegara y mi cuerpo exigiera comida. 

Mi vista seguía presentando problemas, en especial en el día, cuando había mucha iluminación. Pero en las noches se normalizaba, mas temía que pudiese caer en un barranco si algún percance decidía interponerse en el camino mientras conducía mi Lamborghini. 

Por lo general, me daba miedo que mis salvajes instintos se pudiesen desencadenar y terminara asesinando al pobre taxista que contrataba. Y aunque al final siempre concluía devorando carne fresca de otros humanos, si lo hacía a plena luz del día sería más complicado ocultar la evidencia. Sin embargo, en mis cortos viajes hasta la ciudad lograba contenerme lo necesario. 

Cuando la penumbra abrazaba los solitarios corredores del sector en el que me hospedaba, la sombra de mi humanidad se perdía entre las tinieblas, y el monstruo sediento de sangre que yacía en mi interior despertaba para asaltar a las desamparadas almas que concurrían por los inhóspitos callejones de Las calles del infierno. Su destino era una dolorosa y sangrienta muerte bajo mi despiadada mordida.

Las expresiones de sorpresa que proyectaban aquellos desconocidos rostros se convertían en miradas llenas de terror, y cuando menos lo esperaban, terminaban apagándose sin siquiera alcanzar a comprender su cruel desenlace. 

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