epilogo

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Había aprendido a disfrutar las mañanas. Aún no las amaba, todavía me costaba trabajo levantarme temprano, pero las disfrutaba.

Un día anterior a ese había pasado horas caminando por la ciudad fotografiando todo lo insignificante de las calles; las ratas, los puestos, la gente, los vagabundos, la basura, los taxis. Cada pequeño detalle que hacía de la Gran Manzana lo que era.

La exposición era al día siguiente y tenía un día libre para mi solo antes de recibir miles de críticas y luego volar a Amsterdam. Ya extrañaba Nueva York. Habían pasado casi dos años desde que nos habíamos ido y aunque pensé que no iba a mirar a la ciudad con nostalgia, estaba muy equivocado. 

Después de terminar la preparatoria me había mudado a Nueva York, vivía de los ingresos que ganaba de Instagram, que a pesar de que no era la gran cosa, me ayudaban a sostenerme. Conseguí un trabajo y me promocioné como fotógrafo de bodas. Tom se enojó todo el día conmigo cuando le dije y fue ahí que dejé de subir fotos de la ciudad y comencé a presumir a mi novio en redes sociales ganando muchos más seguidores y expendiendo mi público; desde chicas y chicos que desfrutaban de ver fotos de Tom, hasta personas que les gustaba la fotografía, o disfrutaban la moda, colectivo LGBTQ, y demás. 

Habían pasado cinco años de eso, ahora vivía en Amsterdam con Tom en un departamento en el que siempre se oían los gritos de nuestros vecinos de al lado y al que todas las mañanas y noches llegaba un gato naranja a que lo alimentáramos. Ahora me dedicaba profesionalmente a tomar fotografías para artistas y revistas y Tom era primer violín en El Concertgebouw y profesor particular. Había dejado de hacer exposiciones desde que vivíamos en Amsterdam, pero tenía varias fotos del verano de hace seis años que había recuperado de mi vieja cámara, y algunas que representaban el paso del tiempo entre los dos. Tal vez todo era una gran excusa para volver a Nueva York por un tiempo. 

Ese día desperté milagrosamente a las ocho de la mañana, sin ayuda del despertador. Me dí una ducha y cuando bajé a la cocina Tom estaba sentado en la mesa y su mamá nos preparaba panqueques. No merecíamos a esa mujer en nuestras vidas. Respondí el saludo de mi suegra y serví café de la cafetera en una taza grande, fui con Tom y la dejé frente a él. Me agradeció con una sonrisa y me senté a su lado dejando que su mamá hablara. 

Fuimos brutalmente interrumpidos por la puerta del Pent House abriéndose y supe que eran mis padres por la exagerada cantidad de escándalo que hicieron al entrar. Fuimos a recibirlos y mi mamá me estrujó en sus brazos como cuando era niño. 

"¡Te extrañé tanto!" exclamó y me soltó para analizar mi rostro "¡Te cortaste el cabello!"

"Sí"

"¡No! ¡¿Por qué?!" me sobó el cabello. 

Me preocupaba lo traicionada que se veía al respecto. 

"Te dije que se iba a enojar" me dijo Tom cuando mi mamá me soltó. 

"¡Thomas!" ahora fue turno de mi esposo ser asfixiado en un abrazo de oso sorprendentemente fuerte para ser de aquella mujer tan delgada.

Mi papá no dijo nada, solo abrió los brazos esperando que me lanzara a ellos como si tuviera tres años. Cosa que hice pues el hombre acababa de sobrevivir al cáncer de próstata, no podía negarme. Había sido su culpa que su único hijo de veintidos estuviera casado, pues dos años atrás, después de haber sido detectado y de que voláramos de vuelta a Chicago para verlo, nos había dicho que quería vernos casados y felices, por lo que le prometimos que si se mejorara lo haríamos. Y lo siguiente que supimos fue que estaba en remisión y en camino a Amsterdam para la boda. En parte, quizá sin eso jamás hubiéramos formalizado la relación, por lo que había que agradecerle. Tom recibió el mismo trato y un par de palmadas en la espalda. 

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