Décimo pétalo

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FLOR MARCHITA, PÉTALOS CAÍDOS

Aún recuerdo aquel verano, cuando la flor que sembramos florecía. Mi corazón estaba desierto y aunque no era helado sí que era frío y estaba endurecido. Las nubes lo cubrían y en él sólo caía la lluvia debido a mis tristezas y un aire gélido por mi amargo carácter. No dejaba a nadie acercarse a él, lo cuidaba y protegía como si de un diamante se tratase y es que así era, después de todo, era el único que tenía y por muy dura que pudiera mostrarme con tal de protegerlo, por dentro me sentía vulnerable y débil. Sin embargo, una bella creación de la propia naturaleza del amor no puede vivir sólo de agua, necesita alimentarse también del calor y fuiste tú, justamente tú, quien le dio el Sol que tanto necesitaba. Los rayos entraban dentro de mí alumbrando la tierra y fue ahí que arrojaste la semilla, cuando me miraste por vez primera, cuando los caramelos de miel se encontraron con mi soledad. No sentí tu toque, tan delicado habías sido que no me di cuenta hasta muy tarde. Me saludabas con una sonrisa la cual hacia crecer a la semilla, que se revoloteaba inquieta bajo la tierra húmeda y caliente. Intentaste conversar conmigo pero lo que no sabías es que yo no me comunicaba por medio del lenguaje, bastaba tu atención, las miradas y las sonrisas que me dabas para hablarnos en un idioma secreto que tan sólo ambos comprendíamos. De lo más profundo de los sentimientos del corazón, de un color verde intenso y vivo salió una hoja. Me asombraba cada parte que crecía, que se hacía más grande.

Tú solías ser un alma en libertad, yo una cautiva en sí misma, tú eras sol, mientras que yo era lluvia. Tú eras luz y yo, oscuridad. Tú eras una criatura angelical, una especie de Dios y yo no te alcanzaba. Pero, cuando, hoja tras hoja me dio aviso de tu interés, quedé prendida por ti. Eras todo lo que buscaba, quien provocó que de mí naciera un algo al que no supe darle nombre. No encontraba expresiones para explicar la atracción que sentía por ti. De fuera, inalcanzable; por dentro, eras mío. Me llevé la mano al pecho y sentí los leves latidos de mi desbocado corazón. Fue ahí que lo supe. Comencé a mirarte de lejos cuando acompañado estabas, así como hacías conmigo. Pero, oh, cuando estábamos solos, te recuerdo acercándote, brillante. Proporcionando calor a lo que fuera que hubieses dejado. Nuestros encuentros, en los que me sonreías. Tu sonrisa, la que me decía todo sin necesidad de abrir la boca para ello. Tus labios finos que, besando el cultivo, me besaban a mí. Tus largos brazos, que, abrazando a la creación, me abrazaban a mí. Evoco tu recuerdo, ahí, en lo alto. Iluminando cual estrella solar eras, arrojándome tus rayos. Un deseo ardiente vino a mí, cada vez sentía que te quería más y sabía que tú, en secreto, también me querías. Nunca lo confesamos en voz alta, no hacía falta, ellos hablarán, déjalos. Déjalos que hablen. Temías que leyeran tu sentir a través de las dulces piedras de oro que me miraban con afecto, cuando se te olvidó que sólo estábamos tú y yo. Que el resto se enterase sería el significado de nuestra perdición. Para mí, un suplicio. Para ti, pero qué vergüenza.

Fue tal la tarde de primavera que me enamoré. Venías de visita. Querías que te contemplara como si un cuadro fueras, y así lo hice. Deslumbrante sonrisa con blancas perlas en perfecta simetría.

Sin embargo, ocultábamos tan bien nuestro amor. Poco me importaban otros seres si tenía el placer de estar a tu lado, mientras que alumbrabas ya a diario, lloraba. Escaparon mis lágrimas de ilusión por ti; tus chispas de mentira, que fueron, en mi caso, agua, y en el tuyo, calor, para la maravilla especial. Dicen que de la lluvia y el sol nacen las cosas más bellas. Esperé un arcoíris. Me sembraste una flor. Un tallo creciendo, escapándose de mi pecho. Más miradas, más sonrisas. Más encuentros furtivos. Los primeros pétalos asomándose, la creación florecía. Que éste amor crezca, me dije.

Aunque al principio, tímidos y temerosos, cual si fueran yo, cada pétalo se abría. Hasta que por fin, llegó el tan ansiado día. Aquel en que estaríamos juntos para siempre, sí, ese mismo día en que la bella creación que sembraste en mi corazón, estaba en su total apogeo de vida y de gloria. La flor más hermosa, más perfecta fue la que me entregaste tú. Era tan delicada, tan bella. Pasé mis dedos por ella, de la raíz, recorriendo el tallo y una vez llegando más arriba, tocando con la yema el centro. Acaricié los pétalos con ternura, dentro un sentimiento profundo e intenso. En sueños me encontraba, cuando, de improvisto; sentí un vacío. Y cuando miré hacia ti, exclamando un alarido de dolor desde el pecho, me percaté de que llevabas la flor en tu mano. La arrancaste de mi corazón, la despojaste desde la raíz. Me la arrebataste. Y se la diste a ella. Fuiste a su encuentro. La besaste, como nunca me has besado a mí, la abrazaste como nunca me has abrazado a mí. Le sonreíste como, al parecer, me sonreías a mí... y a muchas más. Pero nunca miraste a nadie cómo a mí. Ese es sólo el vasto y pobre consuelo que me queda. O por lo menos, quiero pensar que fue así. Le entregaste la flor. Nuestra flor. La que nació y floreció por medio de, ya no creo nuestro, pero sí de mi amor. Ella la aceptó gustosa, llena de dicha. Así como yo, así como muchas más.

Vueltas en el aire, intercambiando sonrisas y miradas, tú y ella. Pero ya yo no... Me fui. Me largué tragándome las lágrimas, intentando secarlas para que no me vieras llorar. La desolación que sentía era tan honda y el tormento inmenso. Me rompiste. Y de la peor manera que se le puede romper el corazón a una mujer; y esa es arrebatarle la flor que sembraste y criaste, la creación que diste vida a quién se creyó amada por ti, que nació de valeroso pecho para al final entregarle semejante maravilla a otra.

Cuál fue mi desgracia al propinarme semejante golpe de realidad. Me sentí desdichada, sin vida. Era tal la vitalidad, que sin ti me asfixiaba, me sentía desfallecer.

Antes de irme, presencié como de a uno, los pétalos iban cayendo, como se marchitó de a poco, pasando de un color vivo y alegre, a uno muerto y opaco. Mientras ella sostenía la flor del tallo, ésta se marchitaba. Hasta quedar sin nada... Se trataba, pues, de mi sentir. Y si tu amor no me pertenece ni creas que, de la flor nacida de mi corazón, lo hará para ella. Muere, flor preciosa; muere. Así cómo muerto estuvo siempre tu amor.

Florilegio de cuentos Where stories live. Discover now