Tercer pétalo

126 8 1
                                    

EL ESPEJO DEL ALMA

Había una vez en un pueblo cercano, hace poco tiempo, un príncipe guapo, hermoso y maravilloso; o al menos así es como él se veía a sí mismo. Aquel día era soleado y caluroso con nubes en un cielo azul y la brisa que entraba por la ventana del dormitorio se sentía fresca. Al despertarse en su elegante colchón, tocaba la campana un par de veces y una señora se aparecía con su desayuno, dejándolo en la mesita de noche, esperando la reacción del príncipe.

Al llevarse la taza a los labios escupió su contenido, asqueado.
-Está muy amargo-dijo, devolviendo la bebida a la señora-Dile al cocinero que más le vale preparar un buen café de ahora en adelante o será sacado a patadas.

Acto seguido, probó el huevo, esbozando una mueca de desdén. --¡Qué insípido me sabe este huevo! Llévatelo también.-Dándole la bandeja con el desayuno, ella se retiró asustada por el mal comportamiento del príncipe. Sin querer ocasionar más molestias a su majestad, le comunicó al cocinero real las peticiones de éste.
Poco después volvió, ofreciéndole al príncipe un nuevo y "mejorado" desayuno.

-¿Qué es esto?-comentó, probando el alimento por segunda vez, echándole ojos asesinos a la ama de llaves-Mis huevos revueltos tienen mucha sal, ¿qué acaso no saben que tanto sodio mata el sabor de los alimentos? Menudos ignorantes están hechos-y lanzó el plato, llenándola de huevo revuelto. -¡¿Y mi café?! Quiero mi café y más te vale que ahora esté bien preparado o tú y ese cocinero se las verán conmigo-bebió del café, disgustado.-Demasiado dulce. No lo quiero.
La señora se quedó ahí, con miedo de ser nuevamente regañada, cosa que por supuesto sucedió.
El príncipe dio un golpe seco a la mesa.
-¿¡Es que no saben hacer nada bien?!-Ella vio al suelo, muda y sin atreverse a levantar la vista, temía lo que pudiera ocurrirle si lo desafiaba con la mirada, sin embargo, su silencio molestó más al príncipe:
-¿Sabes qué? No le digas nada a ese bueno para nada del cocinero, yo mismo lo haré. ¡Tengo que hacerlo todo yo!-Y una vez que arrojó el café hirviendo encima de la empleada, se fue, diciendo por lo bajo pero con intenciones de ser escuchado-A parte de ser una señora sola y vieja, también me ha salido inútil.

El ama de llaves le hería aquello, pues creía que lo que él decía sobre su persona era cierto. No podía hacer nada por detenerlo, no era nadie importante y no quería buscarse más problemas.

Entrando a la cocina, furioso, el príncipe gritó al cocinero:
-¡Escucha, idiota! Últimamente me has preparado platillos tan repugnantes que estoy seguro que ni las ratas de los tiraderos se comerían, son un asco al igual que tú-soltó, señalándolo con un dedo acusador y riéndose con sorna mientras que el cocinero se le quedaba viendo con los ojos tan abiertos como canicas. Sus ayudantes dejando de hacer la receta, pusieron atención al príncipe, tragando saliva y de reojo se veían unos a otros, preocupados-Hasta yo podría hacer un café mejor, imbécil-y dicho esto, se fue, aún riendo, dejando al cocinero con un dolor agudo en el pecho y la incertidumbre de si verdad era bueno en algo.

Todos los días, después del desayuno, el príncipe salía del castillo a dar un paseo en su bello caballo donde lo esperaba el caballerango real, al cual insultaba por sus incontables granos, burlándose.
-Eres tan feo-le decía-Tienes suerte de que mi padre sea tan bueno contigo, dándote este trabajo porque con ese rostro nadie te querría como empleado en ningún otro lugar.
Y se iba riendo, cabalgando. El caballerango se quedaba triste, sintiéndose insignificante por el trato y sus palabras, sin embargo, sabía que no debía contradecirlo porque era la autoridad, heredero al trono y de intentar hacerlo, se metería en muchos problemas, incluso podría perder su empleo, el único que tenía y no encontraría otro, pues el príncipe estaba en lo cierto, nadie lo quería. Lo mismo sucedía con los sirvientes que le hacían reverencias al príncipe y éste les escupía en las cabezas, tratándolos con menosprecio, les gritaba con rudeza, sometiéndolos a trabajar sin descanso. El caballerango tenía ayudantes, al igual que el cocinero y el ama de llaves, los cuales cooperaban para acabar pronto sus deberes y tomar reposo, en realidad, se ayudaban entre todos mutuamente. Cada uno de ellos, habían sido víctimas del príncipe y sabían lo que se padecía bajo su control, su maldad, su crueldad.
Saliendo del castillo, el príncipe se paseaba por aquí y por allá, muy dichoso se sentía mientras decía a todo aquel que estuviera más cerca de donde se encontrara.
-Eres muy gordo-le enunció a un campesino que se arrodilló al verlo-Deberías bajar de peso, tal vez así llegarías a ser un poquito como yo...
Al decir esto, al buen hombre le brillaron los ojos y el príncipe, una vez que se hubo percatado de lo agradable que llegó a resultar su comentario, dijo:
-¡Qué va! Por mucho ejercicio que hagas para estar más delgado, nunca podrías llegar a ser como yo, pues yo soy guapo, hermoso y maravilloso-vociferaba con orgullo-. ¡Soy perfecto!

Florilegio de cuentos Where stories live. Discover now