AL DESPERTAR

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—Juro, prometo, garantizo que Andrés Forua no va a volver a beber jamás. Seguro —gruño mientras me incorporo en la cama.

No recuerdo bien cómo he llegado hasta el cuarto, pero ahora mismo no puedo pensar. La cabeza me va a estallar, y el estómago, no lo siento mucho mejor.

Me levanto de la cama, me froto los ojos con desgana, me desperezo y pongo rumbo al baño de mi ca... Vale, por lo que veo, hay un problema. Un gravísimo, sí, gravísimo, problema. Que no cunda el pánico pero, ¡esta no es mi casa!

—¿Verony? ¿Maria? —llamo a mis compañeras, con la esperanza de haberme precipitado y de que sí que sea mi hogar, solo que con un nuevo aspecto: nuevos muebles, nuevo color de paredes, nuevos objetos...

Tal vez hayan llamado a uno de esos programas que ve Verony, uno de esos que te reforman la casa en menos de veinticuatro horas. Aunque diría que han hecho un trabajo horrible. Me gusta menos así.

Rápidamente, echo un vistazo general desde el pasillo a todas las estancias. La distribución sigue igual, pero la decoración... ¡Oh! ¡Qué diferencia! Ahora la casa luce más... ¿oscura? Las paredes son de color naranja claro pero los muebles son de madera vieja. Además, las largas y gruesas cortinas de color granate que cubren las ventanas ensombrecen mucho el entorno.

No hay muñecos cabezones que den color al lugar, ni ropa tirada por las esquinas tal y como suele dejar Maria... No hay nada que muestre la esencia de un juvenil piso de estudiantes.

El salón es la estancia con mayor claridad, gracias a que hay una ventana abierta. Sobre los viejos muebles, hay diversos objetos: un delfín de porcelana, un teléfono, una televisión y, libros, muchos libros. Es lo único que me recuerda a Verony.

—¿Dónde narices estoy? —Ahora ya tengo más que claro que no es mi casa.

Otra diferencia a destacar es que no hay ni rastro de polvo. Maria y yo, los encargados de la limpieza, seríamos incapaces de hacer que los objetos reluciesen tanto. Hasta los libros parecen haberse limpiado uno a uno.

La mesa del salón es redonda, y de la misma madera oscura que el resto de los muebles. A su alrededor hay cuatro sillas, y creo estar a punto de descubrir quiénes suelen ocuparlas. En la pared, hay una fotografía familiar. Es una foto de estudio impresa y encuadrada en un marco de color dorado. En ella posan cuatro sonrientes personas: una señora mayor, una pareja joven y una niña pequeña, de unos cinco años. Mi atención se centra en esta última. Es pelirroja, como el que parece su padre. Me aproximo y también veo que tiene pequitas, unas pequitas que reconozco. Son las de Rebeca.

—Oh, joder...

De pronto, recuerdo lo ocurrido anoche en el ascensor, y corro a la entrada de la casa para comprobar que mis sospechas son ciertas. Abro la puerta y, como suponía, estoy en la octava planta.

—Es la casa de Rebeca Abazo.

Vuelvo a entrar, para recorrer la estancia de un lado al otro, en busca de alguien. Pero estoy solo. ¿Dónde está Rebeca? ¿Y su familia?

Vuelvo a la habitación en la que he despertado y la observo con atención. Es un cuarto simple. No hay nada más que una cama, un armario lleno de mantas viejas y libros y dos mesillas. Me percato de que en una de ellas está mi móvil y, debajo, hay un papel en el que han escrito: «Buenos días. Cuando te despiertes, llama», seguido de un número de teléfono.

Observo mejor la caligrafía y la reconozco. Es obra de Rebeca. Recuerdo que la nota que me dejó en el libro de Paper Towns tenía el mismo estilo de letra cuidada y delicada.

—Oh, qué lío... —Me siento en uno de esos escape rooms que tanto le gustan a Verony.

Si bien es cierto que me emociona estar en casa de Rebeca, también me angustia, y es que ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí. Maldito alcohol.

—Andrés, tranquilo —me digo a mí mismo, y analizo la situación—: Estás en una casa que no conoces, solo, y sin llaves para subir a tu piso, que aún estará vacío porque tus compañeras siguen en la mansión de Bill. Estaban muy borrachas... —Suspiro—. Aunque no tanto como tú. ¡Oh, mierda! —Me tiro en la cama—. Rebeca tiene que pensar que soy un patético borracho. Tengo que llamar al número de la nota y pedirle perdón...

Desbloqueo el móvil. Indica que son las 11 h y que tengo decenas de mensajes. Les echo un primer vistazo y, ahora, aparte de ser un patético borracho, también compruebo que soy un capullo. Tengo siete mensajes de Claudia, y ninguno me deja en buen lugar. Pero los problemas, en orden. Primero tengo que solucionar el de Rebeca. Marco el número de teléfono indicado en la nota y espero. Las manos me sudan y mi respiración se acelera con cada tono. Ansío escuchar su voz, pero nadie coge la llamada y me estoy desesperando.

—Vamos, vamos, va... —Escucho a alguien al otro lado de la línea. Salto de la cama y camino sin rumbo mientras pregunto—: ¿¡¿Rebeca?!? ¿Eres tú?



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69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora