Parte XXII: LA TRÍADA - CAPÍTULO 108

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CAPÍTULO 108

Clarisa apoyó a Merianis en el suelo, junto a un árbol al pie de un pequeño arroyo que atravesaba el bosque, y se apresuró a juntar agua en un trozo de corteza seca, apoyándola enseguida en los labios de la flagelada mitríade para que pudiera beber. Merianis aceptó el agua y bebió de a pequeños sorbos. Clarisa mojó un pañuelo en el arroyo y comenzó a limpiar con paciencia las numerosas heridas de la mitríade. Merianis se dejó hacer, demasiado débil incluso para reaccionar al dolor.

—Su brazo derecho está quebrado. Necesitamos entablillarlo —anunció Clarisa—. Busca alguna rama que esté derecha y dame tu cinturón.

Augusto desprendió la espada de su cinturón y se lo sacó, alcanzándoselo a Clarisa. Luego buscó la rama que ella le pedía. Clarisa trabajó con destreza, entablillando el brazo de Merianis con la rama y el pañuelo que había usado para limpiar las heridas, y creando un cabestrillo con el cinto. La mitríade se estremeció cuando Clarisa le manipuló el brazo pero no protestó.

—Creo que hay una manta en el coche. La buscaré para envolverla —propuso Augusto.

—No, su piel y sus alas necesitan estar expuestas al sol —le explicó Clarisa—. Las hadas toman la mayor parte de su suministro personal de energía del sol.

—¿Qué más podemos hacer por ella? —preguntó Augusto.

—Solo permitir que descanse —respondió Clarisa.

—Desearía poder hacer algo por sus heridas —se lamentó Augusto—, pero su estado está más allá de mis habilidades.

—Habéis hecho más que suficiente al liberarme, querido muchacho —habló por primera vez Merianis no sin cierta dificultad—. Estoy más que agradecida por vuestras acciones —paseó una mirada cansada entre los dos—. No sé cómo me habéis encontrado o por qué me habéis rescatado, pero debo advertiros que quien me puso allí es un enemigo de temer, y cuando vea que ya no estoy bajo su poder, averiguará quién hizo posible mi escape y ejecutará una cruel venganza. Por eso os imploro que toméis medidas de protección extremas.

—Gracias por la advertencia —dijo Clarisa—. Sabemos bien que Nemain es peligrosa.

—¿Sabéis de Nemain? —se sorprendió Merianis—. ¿Quiénes sois?

—Yo soy Augusto, esposo de Lyanna —se presentó Augusto.

—¡Lyanna! Entonces, ¿el mensaje de Mateo llegó a Baikal?

—¿Mateo?

—El niño, el hijo del coronel Suarez —explicó Merianis.

—Sí, su mensaje llegó —respondió Augusto.

—¿Dónde está Lyanna? —preguntó Merianis con el rostro preocupado.

—No lo sabemos —contestó Augusto—. Las cosas se complicaron...

—No debéis dejar que enfrente a Nemain sola, es muy peligroso —les advirtió la mitríade.

—Lo sabemos —asintió Clarisa.

—¿Y quién sois vos? —inquirió Merianis con curiosidad.

—Mi nombre es Clarisa —respondió la otra—. Soy el Ojo Azul, servidora y amiga de Morgana.

—¡Morgana! —. El rostro de Merianis se transfiguró al escuchar el nombre—. ¿Es posible? ¿Ella vive todavía?

—Sí —afirmó Clarisa.

—Sé que no soy nadie en este mundo y que no tengo derecho a pediros más de lo que ya habéis hecho, pero... ¿Sería posible...? —dudó Merianis—. ¿Sería posible que me llevarais ante ella? ¿Intercederíais en mi nombre para que ella acepte verme?

—Merianis —le sonrió Clarisa—, será un placer llevarte con ella, y estoy segura de que Morgana está tan deseosa de verte como tú a ella. Pero necesitamos completar nuestra misión antes.

—¿Qué misión? —inquirió la mitríade.

—Vinimos a robar una gema roja que posee Nemain —anunció Augusto.

—¡El Tiamerin! —exclamó Merianis con el ceño fruncido—. ¿Qué poderosa razón os impulsa a cometer semejante locura?

—Es una larga historia —suspiró Augusto—. Lo necesitamos para restaurar a Morgana.

—¿Restaurarla? No entiendo...

—Nemain corrompió su sangre —explicó Clarisa.

—El Tiamerin es una gema de gran poder, pero es en extremo peligroso. Ni siquiera Nemain se atreve a llevarlo encima excepto en los breves momentos en que abre sus portales —dijo Merianis—. ¿Estáis seguros de que no existe una forma menos arriesgada de restaurar a Morgana?

—Ya hemos agotado todas nuestras posibilidades. Me temo que el Tiamerin es nuestro último recurso —contestó Clarisa.

—¿Tú sabes cómo manejar el Tiamerin? ¿Puedes enseñarnos? —casi rogó Augusto a Merianis.

—Solo en teoría —admitió la mitríade—, y preferiría no hacerlo.

—Hemos llegado a un punto desesperado, Merianis, y nuestras preferencias deben ser dejadas de lado —la presionó Clarisa.

—No sabéis lo que estáis pidiéndome —le dijo Merianis con un tono más cansado que enojado.

—No podemos forzarte a que nos ayudes —le dijo Augusto—, pero haremos lo que tenemos que hacer de todas formas, con o sin tu colaboración.

Merianis apretó los labios y no dijo nada.

—Tenemos que apresurarnos —le dijo Clarisa a Augusto—. Si Nemain descubre que hemos liberado a Merianis, vendrá tras nosotros y perderemos la ventaja de entrar en la mansión sin ser detectados. Debemos aprovechar la falta de vigilancia en la cueva.

—Sí, tienes razón —aceptó Augusto—. Uno de nosotros debe quedarse con Merianis, no podemos dejarla sola en este estado.

—Bien, yo iré, tú quédate con ella —indicó Clarisa.

—No —meneó la cabeza Augusto—. Yo soy el que sabe abrir las cerraduras, ¿recuerdas? Yo iré.

—¿Y dejarte desprotegido en el nido de Nemain? Ni lo pienses —se mantuvo firme Clarisa.

—Creo que debéis ir los dos —intervino Merianis—. Estaré bien aquí en este bosque. El sol me ayudará a restaurarme, y el contacto con la tierra y estos árboles aliviará mi estado.

—No —volvió a negarse Augusto—, no podemos dejarte aquí sola. ¿Qué pasaría si la gente de Nemain te encontrara?

—Tengo mis trucos —sonrió débilmente la mitríade, apoyando su mano izquierda sobre el tronco del árbol junto al cual yacía.

De inmediato, su piel comenzó a cambiar de color, y sus marchitas y desgarradas alas imitaron la permutación de la tonalidad. En unos momentos, la mitríade pareció desaparecer ante sus ojos: todo su cuerpo se había camuflado perfectamente con el entorno vegetal. Solo el cinto de Augusto, sosteniendo el brazo quebrado, sobresalía conspicuamente entre lo que parecía ser un mero conjunto de arbustos.

—Impresionante —sonrió Augusto, maravillado.

—Como os dije, estaré bien —dijo Merianis, volviendo a su estado natural.

Clarisa se acuclilló junto a ella y le desprendió el cinto del brazo.

—Si vas a camuflarte de esa manera, será mejor que esto no te delate —explicó.

La mitríade asintió y Clarisa le alcanzó el cinto a Augusto, quien volvió a ponérselo, enganchando en él nuevamente su espada.

—Volveremos pronto —prometió Augusto.

—Solo una cosa —les advirtió Merianis—. No toquéis el Tiamerin con vuestras manos desnudas, mantenedlo cubierto.

—Lo haremos, gracias —asintió Clarisa.

Los dos jóvenes partieron de regreso hacia la cueva.

LA TRÍADA - Libro VI de la SAGA DE LUGWhere stories live. Discover now