Parte XIII: EL OJO VERDE - CAPÍTULO 65

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CAPÍTULO 65

—¿Por qué? —inquirió Cormac.

—¿Por qué, qué? —replicó Marga.

—Si recobraste tus recuerdos, si sabes lo que te hice... ¿Por qué permitiste que te siguiera acompañando? Pudiste irte de Medionemeton sola, pudiste dejarme atrás, pero no lo hiciste. ¿Por qué?

Ella solo bajó la mirada y siguió escribiendo.

—¿Por qué, Marga? —insistió él.

—Porque necesito respuestas —le respondió ella con voz helada.

—Yo también necesito respuestas —le retrucó Cormac—. Necesito saber de qué se tratan las visiones que has tenido, necesito saber lo que pasó en Medionemeton con Anhidra, necesito saber hacia dónde vamos y qué planeas hacer.

—¿Para qué? ¿Para detenerme? ¿Para poder coartar lo que tengo que hacer? No, Cormac, no permitiré eso. Puedes seguir acompañándome, si quieres, pero no te revelaré mis secretos, ya no confío en ti, nunca más.

—¿Y se supone que yo debo confiar en ti? —le respondió él con sorna—. ¿Te atreves a jugar el papel de inocente después de cómo nos manipulaste a todos? ¿Después de todo lo que hiciste?

—Me tiene sin cuidado si confías en mí o no —se encogió ella de hombros.

—Marga... dime a dónde vamos —le ordenó él.

—No, lo sabrás cuando lleguemos, y no va a gustarte.

—Marga, no me obligues a forzarte, no quiero hacerte daño —la amenazó él.

—¿Qué vas a hacer? ¿Torturarme? No tienes estómago para eso, Cory.

Cormac apretó los dientes, maldiciéndose internamente. Marga tenía razón, él no era capaz de tocarla. Solo con escucharla llamarlo "Cory", su corazón se había acelerado por ella, y ella lo sabía. Estaba jugando con él, como lo había hecho siempre.

—Es cierto que nunca me atrevería a hacerte daño —admitió Cormac—, pero puedo llevarte con otros que sí estarán dispuestos a sonsacarte la información que ocultas, usando los métodos que sean necesarios.

—¿Crees que me asustan tus amenazas? ¿Olvidas quién soy? ¿Olvidas por lo que he pasado para conseguir mis propósitos en el pasado? ¿Crees en verdad que le temo al dolor, a la tortura?

—De acuerdo —levantó las manos Cormac, intentando por otros caminos—. Dices que necesitas respuestas de mí. ¿Qué tal esto? Hagamos un intercambio: hazme una pregunta y te responderé con la verdad. A cambio, me dirás a dónde vamos y qué pretendes hacer allí.

Ella cerró su diario y lo guardó en su mochila. La proposición de Cormac pareció tentarla.

—Está bien —accedió ella al fin—. ¿Qué pasó con Avannon?

Cormac cerró los ojos, suspirando:

—No, no me preguntes eso. No quieres saberlo —meneó la cabeza.

—Sí quiero saberlo. Dímelo —le pidió ella—. ¿Qué le hicieron? ¿Dónde está?

—Marga... por favor... no... —intentó disuadirla él.

—¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Temes que mi plan envuelva aliarme con él?

—No, no es eso —negó Cormac.

—Entonces, dímelo. Tengo derecho a saberlo. ¿Dónde está?

—Avannon está muerto —dijo Cormac con un hilo de voz.

Ella exhaló un suspiro entrecortado y se clavó las uñas en las palmas de las manos.

—¿Cómo murió? —preguntó con voz trémula.

Cormac solo negó con la cabeza.

—¿Cómo lo mataron, Cormac? —exigió ella, respirando forzadamente.

—Murió por su propia mano —respondió Cormac, desviando la mirada.

—¿Qué? —entrecerró ella los ojos, incrédula.

—Se abrió las venas cuando supo lo que te habíamos hecho a ti, cuando supo que habíamos borrado tu memoria y que nunca más podrías reconocerlo.

Marga se puso de pie de repente y se alejó unos pasos de la fogata. Las manos le temblaban.

—Lo siento —le dijo Cormac, adivinando su dolor.

Ella lloró en silencio, de espaldas a Cormac, sin decir palabra. Él se puso de pie y fue hasta ella. Amagó a abrazarla desde atrás para darle consuelo, pero no se atrevió. Solo se quedó allí parado, con el corazón sufriendo a la par del de ella. Ella se había equivocado: Cormac sí tenía el poder para torturarla, y el dolor que podía infligirle superaba todo lo que jamás había imaginado. Su único consuelo era saber que Cormac no disfrutaba lastimándola, sino que sufría junto con ella, pues sin importar lo que ella hiciera, él no podía evitar amarla.

—No sabíamos que iba a hacer algo como eso, te lo juro, no era nuestra intención causar su muerte —trató de explicar Cormac.

—Cállate, por favor —dijo ella, llorosa.

Cormac asintió y guardó silencio. Volvió hasta la fogata y se sentó nuevamente. Después de un rato, ella volvió también a sentarse junto a fuego y clavó su mirada en el vaivén de las llamas, más para evitar mirar a Cormac que otra cosa. No tenía fuerzas siquiera para espetarle amargos reproches.

—Lo creas o no —dijo Cormac suavemente—, todo lo que te hice, lo hice siempre con la intención de ayudarte.

Ella no reaccionó a su comentario.

—No puedes negar que tu vida como Madeleine de Tiresias ha sido una vida libre de angustias, libre de un pasado que tarde o temprano te habría destruido —siguió él—. No puedes negar que al dejar el peso de tus profecías sobre mis hombros, pudiste llevar una vida más normal, más simple, más feliz.

—No tenías derecho, Cormac —dijo ella con amargura.

—Lo sé, pero...

—Pero nada —lo cortó ella—. ¿No lo entiendes verdad? No puedes protegerme de quién soy, eso no es ayudarme. No tenías derecho a negarme mi identidad. ¿Pensaste que podría vivir en el engaño para siempre?

Cormac no contestó. Después de un largo silencio, se atrevió a plantear:

—¿Qué va a pasar ahora? ¿A dónde vamos?

—¿Quieres saber a dónde vamos? Pues te lo diré —dijo ella con fuego en los ojos—. Vamos a ver a mi hijo, vamos a ver a Lug.

Cormac palideció.

LA TRÍADA - Libro VI de la SAGA DE LUGDär berättelser lever. Upptäck nu