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Emilio estaba aburrido, después de su corta platica con Joaquín, éste había dejado su asiento y se había metido en algún otro recóndito lugar de la casa, Renato no había salido de su habitación en todo el día y pronto sería hora de la cena.

Había intentado hablar con su amigo pero no había conseguido más que dos palabras por detrás de la puerta cerrada, había mucho que no conocía de él y esa faceta del chico le preocupaba, le asustaba, había visto, de vuelta en Arizona, que Renato tenía un carácter fuerte, era de armas tomar, no solía ser explosivo y tenía una paciencia kilométrica, pero cuando esta se le terminaba, cosas malas pasaban. Eso lo sabía con poco más de seis meses de conocerle, y temía, que después de ver la pelea que tuvo con su madre la noche anterior, fuera solo cuestión de tiempo para que la bomba explotara.

Bloqueó su teléfono, cansado de viajar entre tres diferentes aplicaciones y que no saliera nada nuevo cuando las actualizaba. Miró al rededor, la casa estaba silenciosa, las luces estaban apagadas y la única fuente de iluminación eran los rayos de sol que se filtraban entre las nubes grises y entraban a través del gran ventanal del jardín, lo único que se escuchaba eran las ramas de los arboles del jardín siendo movidos por el ritmo del viento, era un día gris y un tanto apagado, de esos que te llenan de nostalgia, que te hacen sentir un vacío sin sentido en el pecho, que te hacen reproducir una melodía un tanto triste en tu cabeza, uno de esos días donde tu nariz se pone roja con el aire fresco pero no hay necesidad de usar una chaqueta, un día cómodo para hundirte en tus pensamientos con una taza de chocolate caliente entre las manos y una ligera frazada encima de los hombros sentado al aire libre sintiendo la brisa del viento en el rostro.

A Emilio le gustaban mucho los días así, viviendo en Arizona casi no tenía de esos pues todo era sol y calor la mayoría del tiempo, así que cuando tenía la oportunidad de disfrutar de días grises, nubes enormes cubriendo el cielo, brisa fresca del viento polar, lo hacía.

Se dirigió a la cocina vacía, encendió las lamparas que iluminaban los gabinetes de la alacena y empezó a abrir uno por uno en busca de los ingredientes que necesitaba para cumplir su antojo, al abrir una de las puertas un frasco de píldoras cayó a la encimera y él la tomó para devolverla a su lugar, curioso leyó la etiqueta y vio el nombre de Joaquín en ella, eran prescribidas.

—Diacepam– leyó, encogió los hombros, colocó el frasco de vuelta en el gabinete junto a otros cuantos, desconocía el medicamento. Al fondo de su mente la duda de qué era esa medicina se depositó, hizo una nota mental de buscarla en internet más tarde. 

Encontró una lata de polvo de chocolate y sonrió, buscó también entre el especiero de Martha canela y nuez moscada, encontró una olla pequeña, sacó del refrigerador leche y se preguntó si podría encontrar malvaviscos, así que mientras se hervía la leche encima de la estufa se dispuso a buscarlos por todos y cada uno de los gabinetes y cajones, con excepción de uno que estaba cerrado a candado.

—¿Qué haces husmeando?– escuchó detrás de él, era esa voz bajita y grave que reconoció al instante.

—No estoy husmeando– respondió, cerró las puertas del gabinete frente al cual se encontraba en cuclillas y se levantó para mirar a Joaquín —Busco malvaviscos– notó al chico mirarle entre confundido y con un ápice de diversión en su mirada.

—No hay, ¿para qué los quieres?– preguntó, Emilio dejó salir una sonrisa de sus labios y se acercó a la estufa para bajar la intensidad de la flama que calentaba la leche, Joaquín dio un pequeño paso hacia el mismo lugar, estirando el cuello, curioso.

—Se me antojó chocolate– respondió —Y en donde yo vivo, el chocolate lleva malvaviscos encima– continuó, abriendo la lata del polvo de chocolate, volteó a ver a Joaquín, quien miraba sus acciones muy interesado. —¿Quieres?– Joaquín le miró entonces a los ojos, un poco sorprendido por la pregunta, se quedó pensando, Emilio giró todo su cuerpo hacia él, quedando a pocos metros de distancia, Joaquín miró la lata de chocolate que aún tenía él en las manos.

—Sólo un poco, por favor– respondió, un poco mas bajo que su tono de voz habitual, Emilio asintió y entonces vertió un poco más de leche en la olla, sin esperar a que volviera a surgir hervor, tiró tres cucharadas soperas repletas del polvo de chocolate a ella, después agregó nuez moscada y bastante canela. Joaquín miraba cada uno de sus movimientos desde el lugar en donde estaba parado, miraba la mano de Emilio remover el liquido café con la misma cuchara con la que agregó los ingredientes, con la otra mano apoyada en la cintura y el rostro calmado, los rizos le caían en la frente pero no le tapaban la visión, Joaquín se permitió admirar su perfil, desde donde estaba parado se veía un poco de su nariz, con la punta algo roja por el clima, sus labios estaban humedecidos y bastante rosados, pudo ver uno de sus pomulos, algo prominentes, sintió algo en el estómago al ver su expresión calmada, pero tenía tanto tiempo sin sentir algo que no supo identificar qué era.

Joaquín pensó que sentía cierta intriga acerca de ese chico de rizos que había llegado de repente a su casa, le daba curiosidad como se había hecho amigo de alguien como Renato, en ese momento se preguntaba qué pensaba el chico, qué sentía, se preguntaba de donde venía, que le gustaba hacer en días como ese en los que los vellos del cuerpo se erizaban al mínimo contacto con el aire de afuera, se preguntaba cómo le veía, qué pensaba de él, que sentía sobre él. No era como si le importara, y si lo hiciera no le veía lo malo, sólo sentía curiosidad.

—Toma– Emilio le extendía la mano, le dio una taza pequeña con chocolate, él la tomó y agradeció por la calidez que radiaba de la cerámica, que calentaba sus frías manos.

—Gracias– susurró Joaquín, acercando la taza a su rostro, Emilio tenía la suya, una un poco más grande, también entre sus manos, mirándole soplar un poco en su taza y cerrar los ojos al contacto de sus labios con el caliente liquido.

—¿Está rico?– preguntó Emilio levantando sus cejas, recargando su cuerpo en la encimera, sonriendo ante la expresión de Joaquín al tragar el primer sorbo de su taza. Joaquín no dijo nada, sólo asintió, bebiendo otro poco. —Que bueno que te gustó– le dijo.

Y después se hizo el silencio en la habitación, Emilio miraba a Joaquín disfrutar de su bebida mientras el tomaba de su porción, los dos seguían de pie, uno frente al otro, a pocos metros de distancia, Joaquín miraba al suelo, pero sentía la mirada de Emilio sobre él. Se sorprendió al darse cuenta de que Emilio mirándole no le incomodaba, no le hacía inmutarse ni inhibirse, le gustaba. Se sentía bien.

Le gustaba que Emilio le mirara.

Y quería sentirse justo así por mucho tiempo.

De ser posible, quería sentirse justo así por siempre.

Letargo. (Emiliaco)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora