Comencé a subir, forzando todo el peso de la escalada en mis piernas y no en mis brazos.

A mis oídos continuaban llegando los quejidos lastimeros del hombre. Uno de los guerreros entró en sala y se quedó congelado cuando se percató del trabajador herido, se agachó para ayudarlo, y su mirada nerviosa no paraba de ir desde él hasta mi cuerpo, elevado ya cinco metros del suelo.

Escalé otro metro más, poniendo mis pies allí donde había un tubo o tabla lo suficientemente firme como para aguantar mi peso. Me aferré a cuerdas, rocas y resquicios. Ascendí más, y cuanto más subía más gente llegaba a sala. Había gritos histéricos, varias personas intentado seguirme para darme caza, alguna de ellas se resbalaban y caían al suelo, y me sorprendía que mis propias manos sudorosas todavía no hubieran fallado a pesar de mi torpeza, pero quizás la adrenalina me estaba dando una energía y agilidad desenfrenada.

Los cinco metros se convirtieron en diez, y seguí subiendo hasta la oscuridad interminable. A medida que me alejaba del suelo, la luz de velas y bombillas se difuminaba hasta casi la negrura absoluta, lo que me dificultaba el ascenso.

Subí tanto que dejé de mirar abajo porque sabía que haría las cosas más complicadas. En cualquier momento los dedos sudorosos se me deslizarían por el metal, o las cuerdas me abrasarían demasiado las palmas como para poder soportarlo, o las fuerzas huirían de mis brazos, o la tabla podrida bajo mis pies se partiría por la mitad. Me precipitaría entre los barrotes y me rompería el cráneo, mi cuerpo se transformaría en una masa de huesos rotos y heridas sangrantes.

Algo me alcanzó el pie de repente, se aferró a mi tobillo y tiró con fuerza hacia abajo, haciendo que una de mis manos soltara el agarre. De las profundidades de mi garganta salió un grito de terror cuando mi cuerpo quedó colgando como un péndulo a diez metros del suelo.

Una mujer joven, oculta bajo capas de ropa y un manto de sombras, forcejeaba con una mano libre para hacerme caer mientras que se mantenía sujeta a las rocas con la otra.

Apreté los dientes, y soporté la siguiente oleada de sacudidas centrada en que mis otros cinco dedos abandonados pudieran volver a tener un agarre seguro.

Mi oponente ascendió, su rostro a la altura de mis rodillas y sus uñas clavándose en mi costado a través de la tela mi jersey.

– Tú tienes que morir, todo esto se acabará entonces. – Gruñó la chica, y cuando la miré a los ojos azules, sus pupilas eran ovaladas y verticales, como los de una víbora. Le asesté un rodillazo en la boca y el sonido de sus dientes al chocar fue repugnante y grotesco. Se tambaleó, pero permaneció en su posición sin dejar de tirar de mi ropa.

– ¡Maldita niñata! – Chilló.

La sangre de su labio partido discurrió libremente por la barbilla y goteó en sus prendas.

Ella escaló unos centímetros más, yo intenté recuperar altitud, pero en el momento en el me disponía a colocar los pies en un nuevo lugar, su codo me devolvió el impacto en el rostro, justo en la nariz. Mi cabeza se desvió de manera grotesca, pero milagrosamente conseguí mantener el resto de mi cuerpo en el lugar correcto. El dolor penetró hasta el tuétano y me recorrió los huesos de la calavera, llegando incluso hasta la columna. Luego, cuando la explosión en mi cráneo remitió, noté el calor manar de mis fosas nasales y calentarme el rostro.

Ella sonrió con malicia.

Su mirada de reptil y su risa ensangrentada y macabra, más que asustarme, me provocó un asco visceral.

– Ya casi te tengo. – Su tono de voz fue juguetón, como si estuviera disfrutando la escena. Aquella mujer estaba loca, lo que no me sorprendió descubrir ya que tenía que estar muy obsesionada conmigo para perseguirme en una escalada vertical de diez metros de altura sin cuerda de seguridad ni refuerzos. – Sólo un golpe más y dejarás de ser un problema. – Estiró el brazo, pero yo me contorsioné peligrosamente y logré esquivarla. – Ven aquí, niña. – Se relamió la sangre de la boca. – ¿Últimas palabras?

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