Pues bien, la idea era que unido de forma irremediable al hecho de firmar estaba la actividad de mangar, así que el Pulga, el Bibi y yo, junto con otros chicos de nuestro cole, empezamos a pasarnos por algunas tiendas de ultramarinos al acabar la clase con el pretexto de comprarnos algo de merendar. La tienda siempre la escogíamos algo alejada de nuestro colegio y poníamos especial cuidado en que ninguno de nuestros padres fuese a comprar allí con asiduidad. Una vez seleccionada, entrábamos allí todos los chicos y empezábamos a comprar chucherías, bollos y cosas por el estilo. Esto servía de distracción para que los más hábiles, el Pulga y el Kiki, casi siempre, robasen comida, bebida o un kanfort si había suerte.

La primera tienda a la que entré a robar con los otros niños estaba en la zona de La Latina, cerca de la Puerta de Toledo. El Pulga se conocía bien el barrio y nos dijo que ese era un buen sitio, así que nos metimos todos ahí dentro y merodeamos un rato por los pasillos fingiendo que estábamos buscando algo para merendar. Mientras daba vueltas alrededor de las estanterías, no podía evitar ser invadido por una sensación como de frío y una presión en la boca del estómago que venían del hecho de ser consciente de que lo que estaba intentando hacer, robar, estaba mal y sería castigado si me pillaban. Creo que esa fue la primera vez que sentí miedo en mi vida, un miedo real y paralizante y no el típico temor infantil al coco o al hombre del saco. Tratando de disimular, cogí un Bollicao de una de las estanterías y lo mantuve en mi mano mientras me quedé mirando como hipnotizado al resto de las cosas. El tiempo que me pasé así se me hizo eterno, mientras decidía si me metía el Bollicao en el bolsillo o lo volvía a dejar en el estante. Cuando ya estaba a punto de lanzarme y guardarlo, vi que todos mis amigos ya estaban saliendo de la tienda, así que capitulando y llamándome cobarde a mí mismo, me dirigí a la caja y pagué el Bollicao con una moneda de veinte duros. Para mi desgracia todos los demás niños habían robado algo, así que en el momento de sacar el botín y comentar cómo había salido todo, una vez seguros en el Parque Nuevo, no pude evitar sentirme un fracasado. El Bibi se rio un poco de mí, pero el Pulga se mostró más comprensivo y me dijo que la primera vez era normal no conseguir nada. El Pulga a veces me sorprendía. Era un chaval sensato en algunos momentos y en otros, sin embargo, actuaba como un liante de primera. Era como si el chico tuviese dos naturalezas, una legal, alguien con quien se podía razonar y otra en la que se convertía en una persona agresiva e inconsciente que disfrutaba haciendo maldades.

Esa misma semana repetimos con otra tienda al salir del cole por la tarde. Esta era un Gama situado en una callejuela adyacente a la ronda de Toledo, y por tanto cercano a nuestro cuartel general del Parque Nuevo, que era como nosotros llamábamos al madrileño Parque de la Cornisa. De nuevo entramos todos los niños en la tienda simulando querer comprar algo, y de nuevo nos pusimos a dar vueltas alrededor de las estanterías esperando el momento propicio para cholar algo. Esta vez estábamos El Grupo y algunos chicos más como el Pitu, el Kiki y algún otro. Sentí la misma sensación de miedo incrustada en la boca del estómago y disimulando esta en la medida de lo posible, me acerqué a la estantería donde estaban los productos del hogar y tomé un kanfort azul marino. Lo sopesé en la mano despacito mientras sentía como mi corazón estaba a punto de estallar de lo rápido que latía. Creo que había también empezado a sudar e incluso me había puesto pálido, todos estos síntomas de una enfermedad muy común, la de ser un cagón. En un ataque de orgullo pensé que no podía ser yo el único que no consiguiese nada, así que cerré los ojos, respiré hondo y me metí en kanfort en el bolsillo con un movimiento bastante poco natural.

Por supuesto, nos pillaron. Según salíamos de la tienda, el cajero, que además debía ser el jefe, nos dijo que esperásemos. Todos los chavales nos quedamos helados y yo casi me jiño allí mismo de miedo. Ninguno de nosotros tuvo el valor de protestar o pedir explicaciones y además vinieron raudos el charcutero y un mozo de almacén como refuerzos para ayudar al jefe. Uno de ellos se puso bloqueando la salida y el otro se situó justo detrás de nosotros mientras hacía un comentario jocoso del tipo:

 ―Choricillos, os voy a cortar las manitas de cerdo con el cuchillo de la carne ―o algo parecido mientras se reía de forma malévola. No sé por qué, pero en ese momento me vino a la mente lo amable que era siempre el tendero de nuestro barrio conmigo cuando acompañaba a mi padre a hacer la compra. Esta vez, sin embargo, no podía esperar ningún tipo de amabilidad puesto que me habían pillado con las manos en la masa. Ignorando los comentarios y las risitas tétricas del mozo y el charcutero, el jefe se puso muy serio y nos dijo que sacásemos todo lo que llevásemos en los bolsillos. Sin pensármelo mucho, saqué el kanfort y vi que los demás sacaban cada uno una cosa. Con las manos temblorosas lo depositamos todo en el mostrador y contestamos que no cuando se nos preguntó si llevábamos algo más. Después se nos invitó a salir de la tienda y a no volver a aparecer por ella nunca más bajo la amenaza de recibir un buen escarmiento. El primero de los chicos que salió se llevó una colleja gentileza del mozo de almacén, pero el jefe le dijo con un ademán que eso no lo hiciese, así que el chaval, que debería tener unos diecisiete o dieciocho años y vestía con una camiseta de Iron Maiden, se quedó con las ganas de arrearnos una galleta a cada uno de nosotros según pasábamos. Cuando salimos todos por la puerta y nos vimos al fin libres, el Pulga echó a correr y todos le seguimos, como si en cierta manera quisiésemos maquillar con una huida el hecho de que nos habían cazado de mala manera. No paramos hasta llegar al Parque Nuevo, y allí le contamos todo lo sucedido al hermano del Pitu y otros conocidos que estaban con él.

Más tarde, sobre las siete, mientras me volvía a casa, yo solo iba poco a poco asimilando todo lo que había ocurrido aquella tarde. «He robado y me han pillado. Me han pillado mangando», me repetía a mí mismo una y otra vez mientras no podía dejar de recordar las caras amenazadoras del tendero y los suyos. Creo que fue la primera vez en mi vida que un adulto me había tratado mal, como si yo fuese basura, y la sensación me pareció horrible. Pensando en todo esto, no pude evitar preguntarme si esta vida de firmador en la que me había metido no iba a traerme más que disgustos.

LOS MATONES DEL PATIOحيث تعيش القصص. اكتشف الآن