LUNES DE MARZO

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LUNES DE MARZO

«Lunes y lloviendo, ¡qué asco!», fue lo primero que pensé nada más mirar por la ventana de mi habitación y ver cómo las gotas caían desde un cielo gris hasta el patio de vecinos de mi casa. Durante la noche había creído oír cómo la lluvia golpeaba en la ventana, pero la confirmación me caía como un jarro de agua fría. No hay nada más deprimente en el mundo que una mañana lluviosa de lunes, sobre todo si tienes doce años y te toca ir al cole. Lentamente me vestí: primero, los vaqueros; luego, una camiseta de algodón, los calcetines, un jersey de punto y mi orgullo, las zapatillas Puma que me había comprado hacía un mes. Mis primeras zapatillas de marca, que aunque eran de tipo tenis blancas y no negras de bota como las que llevaban los chavales que molan, me daban cierto estatus dentro de la clase, donde iba todos los días de nueve a cinco a cursar séptimo de EGB. Hasta hacía un año mis padres me escogían todo el vestuario, pantalones de pana, jersetitos de lana, zapatitos y los odiosos pantalones cortos durante el verano. Por desgracia, mis viejos eran demasiado anticuados para poder entender que para un preadolescente el ir vestido de niño formal es cuanto menos una humillación y además te pone en el punto de mira de los abusones del patio, de los cuales mi colegio tenía en abundancia. Poco a poco había ido logrando modernizar mi vestuario para ser más enrollado, cambiando panas por jeans y zapatos por deportivas, aunque mi padre todavía no me dejaba llevarlas de bota, tipo baloncesto, pues estas eran, según él, de macarra. Camisetas negras jevis y pelo largo estaban terminantemente prohibidos.

Después de vestirme me fui a la cocina a desayunarme mis krispies mojados en leche con Cola Cao. Con doce años todavía no se me ocurría ducharme antes de ir a ningún sitio, ni echarme desodorante, aftersei ni esas cosas que usan los chavalotes mayores. Acabado el desayuno, mi padre empezó a meterme prisa para que no llegase tarde al cole, echándome como siempre una enérgica e inmerecida bronca. Asustado por sus gritos me di prisa en recoger mis libros de texto, meterlos en el macuto y salir a toda leche de casa. A veces tenía la sensación de que mi padre era como un perro de presa, siempre merodeando alrededor de mí preparado para soltarme una bronca al menor descuido por mi parte. Yo, que nunca había sido un chico travieso ni espabilado, sino más bien un poco despistado, las broncas me las solía ganar más por tonto que por malo. Por lo menos había conseguido que no me llevase al cole de la mano como hacía el año anterior con la consiguiente carga de humillación que eso suponía delante de los demás niños. Protegido de la lluvia con mi anorak y cargado con una mochila llena de libros que pesaba un quintal, salí del portal y me dispuse a recorrer los diez minutos que separaban mi casa del cole, que estaba cerca de Embajadores. Cuando llegué a él, me encontré con el mismo molesto mogollón de chavales bobos corriendo, empujándose, peleándose y dando voces, que me encontraba todas las mañanas. Al final sabía que me lo pasaría bien, siempre que no se metiesen por medio los abusones, pero al principio de la semana me daba una pereza enorme volver a ese torbellino de idiotez, gritos y niños feos que era para mí el colegio.

Hacía ya unos meses que había empezado el cole y la cosa era diferente de como había sido en cursos anteriores. Ahora en séptimo de EGB ya no teníamos una profe con la que dábamos todas las clases, sino varios que iban yendo y viniendo según tocase lengua, mates, sociales, etc. Esto ya nos quedó claro el primer día cuando lo primero que hicieron fue entregarnos un horario con las clases de la semana. Antes, en otros cursos, íbamos un poco improvisando, que si una redacción, un dictado, unas cuentas, pero ahora estaba todo programado. Lo peor de tener varios profesores era que todos ellos venían a la clase con la maldita manía de poner deberes para casa, así que al final del día te ibas con una buena ración de ejercicios de lengua y mates, para pasar un par de horas entretenido por la tarde. Yo en concreto sabía que el viernes nos habían mandado mogollón de cosas para el lunes, pero no había hecho nada, salvo un ejercicio de lengua a medias. Por eso no pude evitar sentirme incómodo cuando a las nueve y cuarto empezó el primer trámite importante del día. Este consistía en que la profesora de lengua iba pasando lista y preguntando si habíamos hecho los deberes. Como ya nos tenía calados a todos, sabía que era mejor no mentir, pues si te pillaba, te echaba una bronca monumental; así que cuando dijo mi nombre, preferí el mal menor y fui sincero.

LOS MATONES DEL PATIOWhere stories live. Discover now