El último abrazo.

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  • Dedicated to Elena y Ana, que tan bien me atendieron en La Vega.
                                    

El último abrazo

El hombre estaba en la cama, descansando. Acababa de salir de la ducha, y se vio de repente en el suelo. Se había dado una ducha fría, y sin embargo estaba sudando como un pollo. Fue a cuatro patas hasta el salón, y descolgó el teléfono. Llamó al 112. Diez minutos después aparecieron un médico, una enfermera y dos porteadores. Empujaron la puerta, que estaba abierta, y entraron en el domicilio. Se lo encontraron tumbado en el suelo. Le hicieron varias preguntas, pero no supo contestar ninguna. Tenía frío y estaba sudando. Le tomaron la tensión y le hicieron otras pruebas, y se lo llevaron al hospital.

 En la sala de urgencias no había nadie. Estaba con las luces apagadas, y las encendieron cuando le trajeron a él. Una enfermera muy simpática llamada Elena le ayudó a tenderse en la cama, y le puso un gotero. Otra le trajo una bata azul para que se la pusiera. Y una tercera vino con el doctor.

 Cuando le hicieron todas las pruebas y las enviaron al laboratorio, se fueron todos y le dijeron que pronto vendrían con los resultados.

 Pero pasaba el tiempo y allí no venía nadie.

 Finalmente vino otra enfermera, más guapa que las otras, con el pelo negro y recogido en una trenza, con su uniforme blanco y cinturón azul, que se llamaba Ana, le saludó y le preguntó que cómo se sentía.

 —Mejor, gracias. He sentido un desmayo, y casi de pronto me he visto aquí.
—¿No han traído aún los resultados?
—No, Ana. Aún estamos esperando.
—¿Puedo hacer algo por usted mientras tanto?
—¿Estás de servicio?
—Sí, pero tengo tiempo. De momento está sólo usted.
—¿Llevas mucho tiempo haciendo esto?
—En realidad estoy haciendo las prácticas.
—Ya decía yo que parecías joven.
—Bueno, a veces aparentamos más y a veces menos de lo que en realidad tenemos.
—Es verdad.
—¿Está preocupado por estar aquí?
—No, la verdad es que no.
—Me alegro de saberlo. Se va a poner bien, don Pedro. Como nunca se ha sentido en su vida de bien.

Pedro sonrió.
—Gracias. ¿Se sabe ya qué tengo?
—No, aún no. Pero pronto lo sabremos.
—Entonces, ¿por qué has dicho que me voy a poner bien?
—Ojo clínico. Nunca me equivoco.
—Me alegro.
—Ahora me interesan sus números y algunas respuestas...

La chica sacó un bloc de notas y apuntó el pulso, el ritmo cardíaco y otros detalles clínicos de Pedro.
—Bueno, tú dirás, entonces—, respondió el enfermo.
—¿Le duele la cabeza?
—No. Bueno a veces he tenido una levísima molestia.
—Ajá—, dijo mientras apuntaba. —¿Ese dolor es agudo y persistente?
—No, es suave. Se me quita poniéndome la mano en la cabeza.
—Ajá...

 La chica seguía escribiendo. Debía escribir despacio, pensó Pedro, aunque se dio cuenta de que estaba pensativa mientras el bolígrafo no se movía. Mientras le hacía preguntas asentía y escribía brevemente, pero se quedaba mirando lo escrito antes de preguntarle más.
—¿Es la primera vez que llama al 112?
—Sí, claro. Nunca me había pasado nada de esto.
—No se preocupe, don Pedro. Saldrá de esta mejor de lo que se cree—, añadió con una amplia sonrisa.
—Eso espero.
—Usted es de Murcia, ¿verdad?
—No, la verdad es que no. Soy de fuera, pero vine hace muchos años, cuando me casé. Luego me quedé porque mis hijos y toda la familia que tengo vive en esta ciudad.
—Su universo se reduce a Murcia. Es bonito poder ver a todos los que quiere cuando quiera. Otros no tenemos tanta suerte y tenemos que viajar lejos.
—Ah, ¿sí? ¿Tú de dónde eres?
—Originalmente, de Oviedo.
—Pues no tienes acento.
—No. Hace siglos que me fui de allí.
—¿No lo echas de menos?
—Sí, la verdad es que sí—, dijo ella con un deje de tristeza.
—¿Y por qué no vas?
—Ya no me queda nadie allí, y además el trabajo me lo impide. Usted tampoco va desde hace mucho, ¿verdad?
—No.
—¿Y por qué no va? Aquí dice que es de Sevilla. Una ciudad bien bonita. ¿No le apetecería verla?
—Bueno, me recordaría a mis padres, a mis hermanos, a gente que quería pero que ya no está allí y a la que no voy a poder ver más. Me pondría triste. Aquí estoy mejor.
—Bueno, “aquí” espero que no sea el hospital—, bromeó ella. —Hay cientos de sitios mejores que este.
—Hombre, claro.
—¿Y hay alguna cosa que le apene, don Pedro? ¿Alguna de las cosas que ha hecho que no tenía que haber hecho, o que tenía que hacer y no hizo?
—¡Uf..! De esas hay muchas. Me gustaría que muchos de los que he conocido estuvieran vivos para pedirles perdón por muchas cosas, aunque fuera por carta o por email. Y a otros excusarme por haberles fallado cuando hacía falta.
—¿Les pediría perdón a todos?
—Claro. Se lo debo.

 Pedro estaba ahora visiblemente emocionado. Quizá ella le había recordado algo sensible en su pasado. Le sorpendió con una pregunta:
—Ana, ¿puedo pedirte algo?
—Claro.
—Creo que necesito un abrazo.

 Ana dejó el bolígrafo y el block en uno de sus bolsillos del uniforme, y se acercó a la cama. Se inclinó sobre este señor de más de sesenta años, le rodeó con sus brazos, y apretó. Le tuvo apretado suavemente más de cinco minutos, sin que ninguno de ellos dijese nada. Pedro tenía una sonrisa feliz, una sonrisa que no había mostrado desde que era pequeño y su madre le abrazaba porque sí, sin que hubiera ninguna razón para ello. Tampoco Ana tenía ninguna razón para abrazarle. Ni durante tanto tiempo. Era el momento más feliz que había tenido Pedro en los últimos cinco años, por lo menos.

 Pasado ese tiempo, ella relajó el abrazo, y preguntó:
—¿Ya se siente mejor?
—Sí, claro, Ana. Eres un ángel.

 Ella sonrió con cierta intención, y dijo:
—No se fíe usted de eso. Ya sabe el dicho..., Líbreme Dios de las buenos, que de los malos me libro yo. Bueno, tengo más preguntas que hacerle antes de irme. ¿Puedo seguir ya?
—Claro, Ana. Por favor, sigue.
—Íbamos por la temperatura. Espere, que está en este gráfico—, y copió la temperatura de un papel que pendía de la cama. —Por cierto, antes me habló de que se sentía mal con otra gente. Pero a usted, ¿no debería pedirte perdón nadie?
—Bueno, sí, algunos. Pero ¿sabes lo que te digo?, que ya no me hace falta. En esta vida somos muchos en el mismo sitio y es inevitable que nos pisemos los callos los unos a los otros a veces. A mí me los han pisado, y bien pisado, en muchas ocasiones. Pero de unas no me acuerdo, otras las disculpo, y las de más allá eran inevitables para ellos, pobrecitos, con sus miedos y sus frustraciones, no iban a pararse a pensar en alguien que aparentemente lo tenía todo en la vida, como yo, a quien sospecho que en el fondo envidiaban...
—¿Y usted, no envidiaba a nadie?
—Bueno, superficialmente supongo que sí. A Elvis Presley, por ejemplo. Hasta que me enteré de que se había muerto de una muerte dolorosa y sospechosa. Cuando acabé de crecer comprendí que era una necedad querer ser otra persona o envidiarla: todos tenemos lo que nos hemos buscado, y no tenemos más porque no nos hemos molestado más; así que la relación esfuerzo/beneficio es casi siempre la óptima para la vida que hemos querido llevar. En mi caso, al menos, así ha sido.
—¿Y qué le diría a un bebé que estuviera a punto de venir al mundo?
—Bueno—, sonrió Pedro con nostalgia—, le diría que no sufra mucho, que no busque la felicidad fuera, porque la ha de llevar dentro, y que no haga nada que luego tenga que lamentar. Pero vaya unas preguntas que me haces.
—Sí, soy un poco curiosa—, se excusó la chica—, pero me gusta charlar con los pacientes: a veces hacer hablar al paciente de otras cosas hace que se olvide que está muy enfermo, y eso puede procurarle ganas de vivir y que se cure más rápido.
—Pues lo estás consiguiendo, porque me encanta tu forma de hablar y de mirar, Ana.

 La enfermera, le miró con una sonrisa, y dio un largo suspiro. Luego miró sus notas, y volvió a mirarle a él a los ojos.
—¿Sabe lo que le digo, don Pedro?
—¿Sí?
—Que usted ya está bueno. Venga, vámonos de aquí.

 Y descubriendo la sábana, le ayudó a levantarse, y cogiéndolo del brazo, salieron los dos charlando de la sala de urgencias.

 Diez minutos después, se abrió la puerta, y entró Elena. Observó detenidamente la cama, y luego llamó por el interfono:

 —Doctor, venga a la 4, por favor. Creo que el paciente ha muerto.

 Murcia, a 10 de septiembre de 2012.

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