El emir.

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El emir.
El muchacho estaba en la fiesta bastante aburrido. Las bailarinas no le decían nada, los cómicos no tenian gracia, los músicos apenas hacían ruido, y le dolía la barriga. Estaba de un humor de perros.
De pronto le dio un retortijón más duro que los demás, se llevó las manos a la barriga y, dando botes, con las manos en el vientre y apretando el ano con gran esfuerzo para no descargar en la fiesta, salió de la tienda trotando, buscando la soledad del desierto para devolver a la naturaleza parte de lo que en forma de viandas y bebidas ella le había dado antes.

Allí, lejos del mundanal ruido, el joven se remangó la chilaba de tela ligera que le resguardaba del sol y su calor, se agachó en cuclillas, y cagó. Se deshizo de todo lo que le sobraba a su cuerpo en forma líquida. Más de media hora estuvo nuestro héroe en esa actitud tan poco heroica, y sin embargo más necesaria para la historia de la humanidad que la gesta más guerrera y heroica referida en romance alguno.

Sudoroso, dolorido, pero aliviado, el héroe de esta narración se encontró por fin a gusto. Había expulsado de sí todo el mal que llevaba dentro. Se desplazó unos centímetros hacia un lado y tomó algo de arena del desierto con la que tapó su obra. Luego tomó más arena del desierto y se la frotó contra el sitio por donde había salido su inmundicia.

Ya hecho un hombre de nuevo, volvió con paso mucho más digno y seguro a la fiesta.

Pero ya no se oían los músicos, ni los vítores, si las conversaciones alegres que tanto le molestaban cuando se fue, y las majaderías que le enojaban ya no estaban, tampoco. Abrió la entrada de la tienda y lo que vio dentro le heló el corazón y la sangre: sus padres y sus hermanos yacían muertos, con la garganta o la cabeza abiertas. La sangre aún corría. Con veneración, se abrazó al cadáver de su padre, y lloró. Tanteando notó su espada, el alfanje curvo que el pobre no pudo llegar a sacar. Le habían acuchillado por la espalda. Cogió el arma que había admirado desde niño, "La niña de Alá", como la había llamado siempre su progenitor, quizá tomándole el pelo, pues le decía que con ella había impuesto la justicia cuando era joven.

"¡Cuidado!", oyó una voz de mujer avisarle. Levantó la vista y vio a uno de aquellos sicarios que se dirigía sigilosamente hacia él con su alfanje ensangrentado en alto. El joven no lo dudó: mie‌ntras se ponía en pie, sacó el alfanje de su padre y de un solo tajo separó la cabeza del cuerpo de aquel asesino.
Levantó la mirada en todas direcciones hasta que vio a Zoraida, una de las bailarinas que tanto le gustaban. Era alta, bella, y algo mayor que él en edad.
"¡Psst, señor! Venga, venga conmigo."

Él se dirigió hacia ella, que le resumió:
"Los enemigos de su padre cayeron sobre nosotros de pronto. Eran los que habían organizado la fiesta. Tracionaron la confianza de vuestro padre y los mataron a todos. Yo perdí el conocimiento seguramente por un golpe, y me cayeron otros encima, manchándome de sangre. Recuperé el sentido antes que ellos se fueran. Remataron a todos los heridos, pero tuve suerte: al ver que no me quejaba me darían por muerta.
"Al poco de irse todos, aparecisteis vos y os observé desde derás de esa atalaya de muertos tras la cual yacía yo casi sepulta. Sois el único que queda de vuestra familia. Os debéis marchar antes de que os encuentren, pues os matarán también", dijo Zoraida con voz muy alterada
"Huir...", dijo el joven. "¿Adónde?"
"Lejos, señor. Donde no os encuentren".
"Sin amigos..., no sé. Darán conmigo".
"Mi primo Yusuf es conductor de caravanas. Podéis ir con él como camellero".
"¿Adónde?", repitió.
"Mi primo sabrá".
"Iré, pero volveré, Zoraida. Mas con una condición".
"¿Cuál?"
"Alá te ha puesto en mi camino. Tú vendrás conmigo".
"Sea, señor, si es vuestro deseo. Si queréis cuidar de mí, vuestra soy desde ahora para siempre".
El primo de Zoraida fue rápido en su decision:
"Señor", le dijo, "sólo veo una solución: Al-Ándalus. Es un territorio nuevo y llegaréis antes que vuestros enemigos. Conozco gente de allí y seréis bien recibido".
Disfrazado de camellero de la hermosa Zoraida, a quien servía con su vida y con su alfanje, llegaron a la parte norte de África, pero antes de que se viera el Paso de Yebel Tarik, el primo de Zoraida supo que les perseguían de cerca.
En el poblado al que llegaron hablaron con un marchante de barcos, y por un precio que le pareció exagerado les cedió un bote de ocho remeros. Embarcaron en la endeble embarcación los ocho remeros que contrataron en la localidad, la hermosa danzarina, y Yusuf, su primo. Sabedor de que todo se sabría y que ya no había vuelta atrás, dedujo que no tenía más opción que compartir la suerte de su prima y de su ya primo. Por eso embarcó con ellos.
Tras varios días de navegación llegaron a una costa con una gran playa y un peñón, donde desembarcaron. El joven y su dama, junto con su primo y los ocho remeros, tenían en total diez alfanjes. Entraron en una apacible población que los romanos habían llamado Sexi.
"Está entre montañas", dijo el joven, oteando el horizonte, tierra adentro.
Yusuf lo dijo en árabe: "Almuñécar, sí".
Lo que sigue pertenece a la Historia de España y lo hemos estudiado todos en la escuela: aquel joven llegó a Córdoba y allí, por ser árabe y familia del profeta, lo nombraron Emir de los Creyentes, regidor de la España Musulmana Independiente.
Si algún día visitáis Almuñécar, veréis en el Paseo de las Flores, en la misma orilla del mar, una estatua de metal dedicada a aquel joven que llegó en busca de refugio, cuando todavía no era Abderramán I, el primer Emir de España.

En la cafetería Dinastía,
Almuñécar, a 10 de abril
de 2013, siendo las 13:31.

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