El papel
‒¿Qué lees, Marcos?
‒Nada, un papel.
‒¡Un papel! ¿Estás tonto?
‒No.
‒Estás tonto, Marcos: los papeles no se leen.
‒Este sí.
‒A ver, enséñame ese papel.
‒No, que es mío.
Y el pequeño Marcos se fue corriendo a su casa, con el papel que se había encontrado. Anita, su amiguita del colegio, también se fue a su casa, pero a la de ella, y enfadada, porque su amigo no le había querido decir qué hacía con el papel.
‒Mamá, hoy Marcos se ha reído de mí.
‒¡Ah, sí?
‒Sí.
‒¿Qué ha hecho, pues?
‒Miraba fijamente un papel, pero no me ha querido decir qué hacía con él.
‒¿Le preguntaste?
‒Sí, mami.
‒¿Y qué te dijo?
‒Que lo estaba leyendo.
‒¿Y por qué te dijo eso?
‒No sé. Yo creo que no quería enseñarme el papel.
‒¿Cómo era?
‒Era medio amarillo, estaba roto, y era pequeño.
‒¿Estás segura de que era un papel? ¿No sería un plástico?
‒No sé. A lo mejor.
‒Venga, no le des importancia. Mañana ya no os acordaréis ninguno de los dos del dichoso papel.
Y terminando de cenar, la niña se fue a la cama. En el comedor, su madre no pudo dejar de pensar en la ocurrencia de su hija. En los papeles no se podía escribir. Había estado prohibido durante muchos años. Delito ecológico, le habían explicado a ella cuando era niña e iba a la escuela. Cada papel que se desperdicia es un árbol que se estropea. La verdad es que tan pequeña no veía ella la relación entre los árboles y los papeles, pero los niños no discutían las cosas de mayores. Ahora ella era mayor, y lo seguía pensando. Los papeles no se utilizaban para escribir. Ya no se escribía. No como antes. Ahora se grababa lo importante directamente en memorias magnéticas mediante electrodos que se aplicaban en la frente. Ni siquiera tenían que dictar con un micrófono. Eso eran antiguallas de la época de su abuelo. Los árboles eran necesarios para producir oxígeno y dióxido de carbono. Recordaba la mujer que el hombre durante siglos se había dedicado a la tala indiscriminada de árboles para fabricar barcos, y luego, cuando ya no se hacían de madera, para hacer libros. Esa avaricia por hacer libros de papel que al cabo de sólo unos años se destruían, había llevado al mundo a un caos, casi al desastre. Pero cuando empezaron las enfermedades respiratorias generalizadas, los médicos y los biólogos apuntaron una solución: prohíbanse los libros de papel. Perjudicaban seriamente la salud. Por suerte estaban los libros electrónicos. Ellos vertían el conocimiento de forma aséptica y sin consecuencias desde los autores a los lectores, que al recogerlo, podían deshacerse de ellos sin derramamiento de celulosa. A no ser que quisieran leerlos dos veces. O tres. O cinco. Porque, se preguntaba la buena señora, ¿cuántas veces había leído el mismo libro? Y recordó que un libro que le había gustado mucho de joven, Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchel, lo había leído siete veces. Pero luego lo había borrado. Se lo sabía virtualmente de memoria.
No, los libros no se hacían. Cuando sacaron la Ley de Memoria Virtual, allá en el siglo 22, se habían recogido todos los libros de papel y se habían guardado en una biblioteca especial, bajo llave, en un lugar al que tenían acceso sólo los eruditos que habían tenido algún premio en virtud de sus investigaciones previas, y no todos ellos. Pero el tiempo había pasado, y el papel de los libros se había deteriorado tanto, que ya no se podían leer, y muchos de ellos en realidad eran polvo de celulosa. Ya no existían. ¿Cómo, pues, Marcos iba a tener un papel escrito?
Al día siguiente, en el colegio, Anita estaba en clase un poco abstraída. Cuando la señorita le preguntó por la capital de Uganda no supo contestarle, porque estaba con la mente en otra parte. La señorita le mandó que la copiara diez veces (Kampala, Kampala, Kampala, Kampala, Kampala, Kampala, Kampala, Kampala, Kampala, Kampala) en su pizarra virtual. Pero cuando salió al recreo, la esperaba Marcos:
‒Anita, lo siento. Estabas pensando en mi papel, ¿verdad?
‒Sí, tonto‒, respondió ella. ‒Por un papel te enfadas con tu novia.
‒No, Anita. Mira, te lo voy a enseñar. Pero no me lo rompas, ¿eh?
Y sacándoselo del bolsillo, se lo mostró a su amiga.
Anita se acercó al papel, un trozo medio rasgado, de forma irregular, de un color casi amarillo y casi rugoso. En el centro tenía un mensaje que no entendió ninguno de ellos dos:
The fun they had
© 1944 by Isaac Asimov

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Escucha mi contar
RandomEn esta publicación iré poniendo los cuentos que publicaré próximamente bajo el título "Escucha mi contar", que será mi segundo tomo de cuentos. El primero es "Cuéntotelo" y figura en Amazon desde hace varios meses, en la dirección http://viewbook.a...