Mal negocio.
Esta es la historia de un naufragio. Los barcos han sido en el pasado, durante muchos años, el único medio por el que el hombre ha cruzado el mar para ir a otros lugares para comerciar, para encontrar una vida mejor, o incluso para distraerse. Andando el tiempo muchas de esas actividades, sobre todo la última, se han dejado de realizar por mar, y los aviones han tomado el relevo porque son mucho más rápidos, más cómodos y más baratos. Pero hay gente que tiene dinero y tiempo, y además cierto espíritu aventurero, que sigue encontrando placer en hacerse a la mar en largos cruceros, por el ansia de conocer nuevas tierras, o por experimentar el suave movimiento del arrufo y del quebranto, que curvan la quilla del barco hacia arriba y hacia abajo respectivamente. Eso causa un movimiento particular a los que, como Eustaquio, gustaban de permanecer horas tumbado en su camarote, leyendo a la luz del día que le entraba por el ojo de buey, un ventanuco redondo, de su camarote. Allí se aislaba de los ruidos del barco, simplemente evitando oírlos mediante un esfuerzo de voluntad, y se pasaba largas horas sumergido en su lectura.
Pero al tercer día de su crucero hacia Nueva York levantó la vista de pronto de su libro, una obra menor de Emilio Salgari, El buque maldito, que cuenta las experiencias de Papá Catreme. Tan absorto estaba en la lectura, que cuando terminó la lectura, se quedó un rato pensando en ella. Hasta que de pronto fue consciente de que no oía el ruido del motor del barco. Ni a la gente. No oía nada en absoluto. Se puso en pie de un salto, y dejó el libro sobre la cama. Se vistió y salió de su camarote. No se encontró a nadie a bordo. El barco tenía una ligera escora, estaba inclinado hacia babor, o sea, hacia la izquierda, si miraba hacia la punta delantera, la proa. Se acercó a la borda, o sea a la barandilla, y vio muy lejos un grupo de botes con gente dentro. Se volvió hacia donde los había visto colgados, en días anteriores: no estaban. ¿Cómo era posible que se hubiese abandonado el barco y él no se hubiese enterado? ¿La gente no había chillado, no había habido gritos, llantos? Sí, pero él había estado con Emilio Salgari. Más exactamente, con Papá Catreme, que le estaba contando historias de sirenas y de desaparecidos en la mar. Quizá había habido gritos, y él no los había oído, en su camarote aislado del ruido de fuera, y sumido en su lectura. Ahora creía recordar haber oído la bocina del barco, pero creyó que se trataba de su imaginación. El barco estaba más inclinado: ahora estaba a quince grados a babor. Miró, desolado, y no encontró nada, ni un bote, ni un salvavidas.
“Muerto soy”, se dijo. Pero se sintió muy mal por no haberse dado cuenta de que dos mil personas habían abandonado el barco. Nadie le había echado en falta. Siempre había vivido solo. Solo con sus personajes de ficción. Son los que menos lata te dan, se dijo mentalmente. Y miró cómo el mar se le iba acercando. De repente, el barco se inclinó hacia atrás, levantando la punta, o sea la proa, hacia el cielo. Y entonces ocurrió una cosa singular: el barco, casi totalmente vertical, se empezó a hundir en el agua. Pero de repente de se detuvo en seco. Él se había agarrado a la barandilla, y estaba casi colgando hacia adentro. Las sillas y otros objetos no fijos al suelo habían caído hacia el mar o hacia adentro del barco. Pero este se había detenido en su caída hacia las profundidades, y ahora, al ir incorporando más agua en su interior, de nuevo se iba enderezando, bajando hacia el fondo, pero horizontalmente. Fue entonces cuando lo vio. Un tiburón, a una discreta distancia, a unos quinientos metros del barco. Parecía que tuviese una cita con él.
“Al menos no moriré lentamente”, se dijo. Ahora ya se podía poner en pie.
“¿Qué daría usted por no morir?”, oyó una voz clara y alta.
Se volvió. Allí, a un metro de donde él estaba, vio a un hombre menudo, calvo, con sombrero de bombín.
“Todo lo que tengo”.
“Me conformo con su alma”.
“¿Mi alma? ¿Para qué quiere usted mi alma?”
“Porque soy coleccionista de almas. Si me da su alma, le pondré a salvo”.
“Vale. Nunca he usado mi alma para nada. Suya es si me salva”.
“No tan deprisa. Vaya usted a la cubierta inferior. Allí verá un bote pequeño, que usaban para pescar los marineros cuando estaban en puerto. No es de salvamento, y en el fragor del naufragio, nadie se acordó de él”.
Efectivamente, allí estaba. Pero pesaba mucho para que él lo pudiese botar al agua.
“No se preocupe usted”, dijo el hombrecillo como si le hubiera leído el pensamiento. “Libérelo usted de las ataduras que tiene. Utilice el hacha que hay en esa mampara (o sea, en una pared), pues no tiene mucho tiempo, y métase dentro del bote”.
Así lo hizo Eustaquio, y vio cómo a los pocos minutos el mar iba “subiendo” poco a poco hasta alcanzar la cubierta donde él estaba, y lentamente el bote se puso a flotar.
“Ahora reme usted hacia el sol, pues le queda poco tiempo”.
“¿Usted no viene?”
“No. Yo me quedo aquí a recoger lo que pueda. Pero no se preocupe, hombre. Yo no me ahogaré. Reme usted siempre hacia el sol. Verá un islote a tres millas de aquí”.
Y ya no supo más del hombrecillo. Se afanó en los remos, hasta que pronto se vio más allá de donde había visto al tiburón. Se alejaba del barco sin perderlo de vista. Le habían dicho que al hundirse un barco se producía un remolino que podía atrapar a los objetos flotantes cercanos, como era su bote. Pero el barco no se hundió del todo. Cuando dejó de hundirse, quedó por encima del mar el castillo central. “Castillo” es la parte más sobresaliente del barco, donde suele estar la sala de mando del barco. No hubo, pues, remolino. Varias horas más tarde divisó una tenue forma justo enfrente de él, bajo donde parecía que estaba el sol. Con mucho trabajo llegó a un islote de varios kilómetros de amplitud. Se subió a la parte más alta, y desde allí vio a varios de los botes que habían salido del barco antes que él, pero vagaban a la deriva. Cogió diversos matorrales, y algo de leña, y con un encendedor de yesca hizo un fuego, que fue divisado por los náufragos, que se pusieron a remar hacia el humo. Desgraciadamente, se levantó una tormenta al poco tiempo, y vio cómo los botes subían y bajaban entre las olas, hasta que pronto empezaron a volcar y se dejaron de ver. No quedó nadie. Él era el único superviviente. No se había salvado ni un alma. Porque la suya estaba perdida.
“Pero los diablos no existen”, se dijo. “Entonces, ¿quién sería aquel pobre diablo que encontré en el barco?”
La respuesta la enocontró varios días después, cuando moría de hambre, puesto que no había nada de comida en aquel islote. Oyó ruido de pasos y levantó la vista: allí estaba el hombrecillo.
“Vengo a recoger el alma”.
“Pero no me ha salvado usted”.
“Claro que sí: usted no se ahogó en el mar. No se lo comió el tiburón”.
“Pero he vivido sólo unos días. No me he salvado en realidad”.
“Hizo usted un mal negocio. Pero ahora tiene que pagar su parte del trato”.
Y fijando la vista en aquel sujeto tan peculiar, dio su último suspiro.
Un momento después estaban ambos en el infierno.

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Escucha mi contar
RandomEn esta publicación iré poniendo los cuentos que publicaré próximamente bajo el título "Escucha mi contar", que será mi segundo tomo de cuentos. El primero es "Cuéntotelo" y figura en Amazon desde hace varios meses, en la dirección http://viewbook.a...