¡Abrid las puertas!

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¡Abrid las puertas!

El coche iba subiendo la cuesta con dificultad, renqueante, cada vez más despacio. De pronto el motor, cansado por el esfuerzo, se detuvo. El coche giró sobre sus ruedas traseras, y despegó las delanteras del suelo. ¡Clonk!, se oyó: el bajo del maletero golpeó el suelo de piedra. El taxista, asustado, soltó el freno. El coche se desplazó hacia atrás, lentamente, contenido por el freno de pie.

―¡Detenga el coche!—, dijo el hombre.

—¡No puedo!—, dijo el taxista, no menos aterrado.

El coche siguió hacia atrás, lentamente, hasta que terminó la cuesta, a un metro de una antigua fábrica. Las ruedas traseras y el bajo del maletero se apoyaban ahora contra una cubierta de chapa, que había en el suelo. La chapa se torció en cuestión de segundos. Con un feo crujir de metal, la chapa cedió, y el coche cayó, en dos tiempos, hacia atrás. ¡Clof!, el coche cayó a una charca subterránea.

 ¡Abrid las puertas! ¡Salid del coche!, dijo el hombre a la vez que lo hacía. Fue el único que lo consiguió. Cuando consiguió sacarlos del fondo, a diez metros de profundidad, la mujer y los dos niños habían muerto. Y el taxista.

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